viernes, diciembre 31, 2010

2010, un año de cine

Se acaba 2010. Ya sabéis, momento de balances, de hacer memoria y de confeccionar esas listas que tanto nos gustan a todos. Esta es la mía, este año muy cargada de títulos, tan personal e intransferible que no tiene por qué generar consenso. No debería, ahí está la gracia del cine. Pero, al fin y al cabo, es la mía. Y por eso os la cuento.

· La película del año: Origen
Encontrar una chispa de originalidad en Hollywood tiene mérito. Dar con todo un torrente visual y narrativo detrás de las cámaras como es Christopher Nolan, es un tesoro. Y Origen es, junto a las dos entregas de Batman que ha dirigido, el mejor ejemplo de lo que puede dar de sí una película cuando se pone cuidado en todas sus facetas. Magníficamente rodada, espléndidamente interpretada, con un guión tan apabullante como su imaginería visual, una música que pone los pelos de punta, escenas tan innovadoras como la del pasillo del hotel y un final tan abierto como presto para el debate. ¿Quién puede dar más? Origen es una de esas películas que perduran en la memoria. Y eso no tiene precio.
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· Lo más destacado
Cine moderno plagado de clasicismo, cine clásico tan hermoso como siempre y cine de género (¿son los dibujos animados realmente un género?) aferrado al clasicismo que funciona. La red social, Invictus y Toy Story 3. Para mí es lo mejor que se ha estrenado en España en 2010. Y con diferencia. David Fincher, que lleva años en plena forma y convirtiéndose película a película en uno de los directores más fascinantes del momento, creó un peliculón a partir de un guión fascinante y unos diálogos llenos de energía, armas que es bastante probable que le lleven a alzarse con algunos premios el próximo año. ¿El Oscar? Ya veremos. No me atrevería a decir que La red social no se lo merece.
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Clint Eastwood nos regaló con Invictus una gran obra, quizá no entre sus tres mejores (¡mucho decir es eso!), pero sí de una categoría excelsa, por mucho que muchos hayan dudado de ella. Qué hermoso final, qué grande es Morgan Freeman. Y qué grande es Clint, claro. No te mueras nunca. Los chicos de Pixar sí se superaron. Parecía imposible, otra vez más. Pero lo han vuelto a hacer. ¡Otra vez más! Qué manera de llorar en el final de esta película, una hermosísima muestra de que la animación, por mucho que algunos lo quieran seguir negando, es tan cine como el más aplaudido por la crítica. Toy Story 3 es la que más cerca está del peldaño anterior de esta lista, pero alguien va a pensar que estoy a sueldo de Pixar con tantas alabanzas como les dedico siempre.
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· Sorpresas positivas
Un ataúd como único escenario durante 90 minutos. Un solo actor en pantalla. Un director español que rueda en inglés con un intérprete norteamericano. ¿Puede salir algo bueno de ese cóctel? Yo no lo hubiera dicho antes del estreno, aunque admitiera desde el principio la valentía del planteamiento. Pero bueno es poco. Es un filme brillante, sorprendente y cautivador. Buried (Enterrado) es una de esas películas que dejan huella sin necesidad de tener decenas de grandes nombres en su cartel. Sólo con imaginación, ingenio y categoría. Eso sí, no es apta para claustrofóbicos.
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A veces parece que una película pensada para ser un éxito de taquilla (lo sea después o no), no puede ser buena. Sherlock Holmes sorprendió por ese lado. Y también por la fidelidad al personaje de Sir Arthur Conan Doyle, mayor de lo que se temía antes de verla. Una gozada. Y El equipo A fue la sorpresa agradable del verano. Lo tenía todo para ser terrible. Y resulta que es terriblemente entretenida. Como Un ciudadano ejemplar, una película que pasó casi desapercibida y que tenía muchos aciertos, aunque también algún que otro gran agujero.
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La animación dejó dos gratísimas sorpresas. Número 9 es un producto atípico, oscuro y fascinante, que demuestra que no hace falta contar todos los detalles de una historia para hacer una película atractiva y notable. Cómo entrenar a tu dragón dejó claro con una entretenidísima historia que hay vida en Dreamworks. Y eso, en el reinado de Pixar y en el complejo entratamado de las franquicias languidecientes, es una magnífica noticia para los espectadores.
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No pensé que el decadente romanticismo de Hollywood podía dar una película tan hermosa y fresca como Más allá del tiempo. No pensé que Ben Affleck, a pesar de ser tan mal actor, podría confirmar con The Town que es un buen director. No pensé que una peliculita independiente como Sunshine Cleanning, con la magnífica Amy Adams, podría entretenerme tanto. No pensé que An education podía esconder tantas virtudes tras el adorable rostro de Carey Mulligan. Y, por eso, todas ellas me sorprendieron agradablemente.
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· Me gustaron... como esperaba
No me sorprendieron, pero me gustaron. Me gustó el Ridley Scott del entretenidísimo Robin Hood. Como también el Martin Scorsese de Shutter Island, aunque el guión no estuviera a la altura que merecía la forma de rodar del maestro. O el Roman Polanski de El escritor, aunque no fuera su mejor película (pero qué gran Pierce Brosnan). Igualmente me gustó el Peter Jackson de la hermosa pero mal acabada The lovely bones. También el M. Night Shyamalan de Airbender, aunque muchos se empeñen en enterrar a quien encumbraron tras El sexto sentido. Y el Oliver Stone de la secuela de Wall Street, aunque no fuera la película definitiva de la crisis que podría haber sido.
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Si de secuelas hablamos, Harry Potter y las reliquias de la muerte me gustó tanto como esperaba. Es decir, no demasiado, como toda la saga, pero con sus pequeños aciertos. O Iron Man 2, por mucho que los villanos no terminaran de convencerme (pero es que Robert Downey Jr. está colosal). O Tron Legacy, una delicia visual. O las heroicidades huecas (muy huecas) de Furia de titanes. Convence la fuerza visual de Ga'Hoole. La leyenda de los guardianes. Y el regreso de Joe Dante al terror juvenil con Miedos. Corazón rebelde aguanta gracias a un Jeff Bridges inspiradísimo. Y Tiana y el sapo... ¿cómo no me va a convencer si tiene el sello de Disney y es, de nuevo, animación tradicional? Un pequeño cambio me hizo reír, por mucho que Jennifer Anniston siga interpretándose a sí misma. Al límite era el regreso de Mel Gibson, y con eso ya cabía esperarse lo que era. Y el remake de Déjame entrar me gustó más que la original gracias a la asombrosa música de Michael Giacchino.
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Cine más pequeño pero igualmente convincente es el que ofrece la animación de The secret of Kells. La cinta blanca y Un hombre soltero me gustaron tanto como esperaba, aunque por desgracia fue menos de lo que le gustó al universo de la crítica, que las ensalzó, sobre todo a la primera. Soul Kitchen y El silencio de Lorna son buenas películas para evadirse del cine americano. Y Cinco minutos de gloria para obtener una mirada muy, muy diferente sobre el terrorismo. La decisión de Anne no es tan pequeña, pero su tono de telefilme hace que se empequeñezca un poquito hasta quedarse en lo que es.
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· Enormes decepciones
Decepciona aquello que genera expectativas. Y los premios y la crítica se pusieron de acuerdo en ensalzar películas que se me quedaron en decepciones de mayor o menor calibre. El vacío espectáculo pirotécnico y pretencioso de Kathryn Bigelow, En tierra hostil, se lleva la palma, por muchos Oscars que ganara. Pero casi tanto como Up in the air (me pareció hueca e intrascendente, aunque lo intentara disimular) y Precious (un telefilme en toda regla, valiente si queréis, pero telefilme). Lo mismo me ocurrió con la premiadísima cinta francesa Un profeta, que me llevó al aburrimiento durante casi todo su larguísimo metraje.
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Tim Burton me decepcionó por primera vez con una versión sin alma de Alicia en el País de las Maravillas. Detrás de grandes nombres de actrices, Nine adolecía de lo mismo, de un espíritu que la sostuviera. The blind side contaba con el Oscar de Sandra Bullock, pero lo mismo daba, era la historia de siempre. Y El solista tenía buenos actores y mejores intenciones, pero no terminaba de dar con la tecla. Madres e hijas se me queda como una película coral tan fácil de hacer como casi todas las que han puesto de moda estas historias, y Two lovers prometía más de lo que ofrece, quizá lastrada por un poco creíble Joaquim Phoenix.
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El futuro apocalíptico de La carretera quedó demasiado filosófico. Como El libro de Eli de Denzel Washington. El americano de George Clooney quedó demasiado aburrido y pretencioso. El Irak de Paul Greengrass y Matt Damon en Green Zone quedó menos trasngresor de lo que se esperaba. Y los Hermanos que cortejaban a Natalie Portman demasiado insulsos. El Centurión de Neil Marshall se quedó lejísimos de revitalizar el cine de romanos. Casi tanto como Los mercenarios de Stallone de ofrecerse un autohomenaje digno. O El retrato de Dorian Gray de hacer justicia al novelón en que se basa.
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Shrek. Felices para siempre demostró lo equivocado que es estirar una saga hasta la extenuación. Astro Boy, que no basta con una buena animación para hacer una buena película. Como Fantástico Señor Fox en otro registro muy diferente. El aprendiz de brujo es tan mala que asusta, con lo fácil que parece hacer una película de fantasía simplemente entretenida. Scott Pilgrim contra el mundo evidencia que el lenguaje del cómic y el del cine son hermanos pero no gemelos. Y El hombre lobo casi no se merece el calificativo de decepción de lo mala que es. Qué pena de película.
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· Pérdidas de tiempo
Todos tuvimos amigos que ya no lo son. Llevado esto al cine, Predators es el mejor ejemplo. Por favor, que no hagan más. Woody Allen también encaja parcialmente en ese grupo, porque amigo-amigo nunca llegó a ser, y Conocerás al hombre de tus sueños creo que ya sólo contentó a los fans del Woody Allen actual. O los Coen, esos hermanos que dejaron de hacer cine tras El gran Lebowski y que ofrecieron (es un decir) Un tipo serio. Y el cine español, cumpliendo su cuota en esta apartado con Balada triste de trompeta (asombrosa película, sin duda), Didi Hollywood (todo más que previsible viniendo de Bigas Luna y Elsa Pataki) o Habitación en Roma (Julio Médem parece haber perdido definitivamente el buen rumbo de sus primeras películas).
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Skyline, Imparable, Salt, Splice, Pesadilla en Elm Street, Noche y día, Kick-Ass, Percy Jackson y el ladrón del rayo, Legión, Prince of Persia, Desde París con amor, Ex-posados, Teniente corrupto, Solomon Kane, Daybreakers, Una escapada perfecta, La cuarta fase (¿cuántas películas ha hecho Mila Jovovich, por dios...?), Los hombres que miraban fijamente a las cabras... Hollywood, en mayor o menor medida, pero siempre prescindible. El circo de los extraños es demasiado igual a todas las nuevas sagas de fantasía juvenil. Liam Neeson y Laura Linney no bastan para levantar Crónica de un engaño. Y Milley Cirus sí se basta solita para acabar con La última canción.
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· La peor película del año: Machete
A veces resulta más difícil escoger la peor película del año que destacar a la mejor. Suele haber más competencia por el lado de lo malo, vaya, y este año había varias películas que lucharon con denuedo por obtener esta mención. Me quedo con Machete por lo que representa. El de Robert Rodríguez, y por extensión el de Quentin Tarantino, es un cine alabado por ciertos sectores de la crítica y por una gran legión de aficionados. Lo ven como entretenido, quizá hasta rompedor. Y, sin embargo, a mí me parece un cine absurdo, facilón, salvaje (en el peor sentido de la palabra) y carente de toda genialidad, fruto de un tiempo en que vale más rodearse de amigos que de talento. Machete es una colección de tópicos, de absurdeces, de escenas sin sentido, de actores acomodados o directamente merecedores del olvido. Y todo esto tiene sus fans. Me parece genial. Pero yo no soy uno de ellos.
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· Ningún interés por verlas
Hace algunos años no me hubiera atrevido a decir que Robert de Niro es la razón por la que no tengo ningún interés en ver una película. Ahora lo digo sin miedo. Es lo que me pasó con Stone. Nunca he tenido reparos, en cambio, en decir eso del sobrevalorado Javier Bardem, un actor al que yo no le veo nada de nada de lo que sí le ven otros muchos. Por eso ni Biutiful ni Come, reza, ama me seducen lo más mínimo. Ni el Amador del otrora esperanzador Fernando León de Aranoa. O Los ojos de Julia que me suena a copia de El orfanato. O los 3 metros sobre el cielo. O el innecesario remaje de The Karate Kid.
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Ahora los padres son ellos (¿por qué, De Niro, por qué...?), Saw VI (¿y VII...?), Resident Evil. Ultratumba (¿cuántas van ya...?), Paranormal activity 2 (¿en serio engañó tanto la primera como para hacer una secuela...?), Sexo en Nueva York 2 (no me dice mucho esta serie, no...). Mucha secuela, mucho original que ya no me interesaba. Como los Millenium, aunque igual ahora que David Fincher hace el remake americano me toca revisarlas. Eclipse directamente no, que a mí me gustan los vampiros de verdad, los aterradores, y no los de Crepúsculo.
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· Lo que me queda por ver
Por mucho cine que uno vea, siempre se quedan películas en el tintero. A veces porque se han estrenado en las últimas semanas del año, como es el caso de El discurso del rey. También de otras como Burlesque, Megamind o The tourist. A veces porque su distribución es limitadísima, como Cheri, Acantilado rojo, Ciudad de vida y muerte, Philip Morris ¡te quiero!, Chloe o Tamara Drewe. A veces porque, ceñido al tópico, me sigue dando pereza que sean películas españolas, como me sucedió con Lope, Agnosia o El mal ajeno. A veces simplemente porque se escapan a la espera de una mejor ocasión. Ahí entran títulos como la tercera entrega de Las crónicas de Narnia, Ladrones, Caza a la espía, Rumores y mentiras, La otra hija, Adele y el misterio de la momia o Gru, mi villano favorito. Y seguro que hay más.

miércoles, diciembre 29, 2010

'Tron Legacy', una gozada visual y sensorial

Retomar una película de éxito para una secuela que llegue a los cines 28 años después del título original, tiene sus peligros. Hacerlo con un filme que en su día no tuvo demasiado éxito pero que con los años se ha convertido en objeto de culto, suena muy arriesgado para Hollywood (aunque cada vez se arriesgan más... y con menos miedo a sufrir un batacazo). Y esos miedos a la hora de producir una película así, tienen un reflejo comprensible en quienes admiran los méritos de la película original. Qué fácil es olvidar el original y hacer una película totalmente nueva, que poco o nada tenga que ver con el espíritu de aquel mítico título. Pero aquí está Tron Legacy, tardía continuación de Tron. Y lo que se ha conseguido es un espectáculo visual incomparable, una gozada para los sentidos, una auténtica y genuina propuesta de ciencia ficción para el siglo XXI deudora de los años 80 del siglo XX y fiel a lo que entonces se nos contaba. Es toda una experiencia que, como la película original, tiene desde ya un rinconcito en mi corazón aficionado a la ciencia ficción.

Vayamos por partes. La historia no parece, a priori, lo más importante de Tron Legacy. Y, sin embargo, el argumento de la película encaja perfectamente con lo que dejó el Tron original. Es una pequeña gran vuelta de tuerca a las ideas que inspiraron a Steven Lisberger para crear este universo. Los diálogos, como suele suceder, no son una maravilla, pero se dejan escuchar en el marco de una buena historia. Los personajes están igualmente bien construídos, desde el mítico Flynn de Jeff Bridges hasta su hijo (Garrett Hedlund, que debutó en Troya) pasando por los programas informáticos y las dos sensuales mujeres de la historia, Olivia Wilde y Beau Garrett o el excéntrico y sobreactuado Michael Sheen (el Tony Blair de La Reina). No deja de ser una pequeña gozada ver aquí al otro actor que repite desde la original, Bruce Boxleitner (Cindy Morgan, principal actriz de Tron, no aparece en ésta entrega), al igual que el guiño con el hijo de Dillinger (David Warner en la película de 1982), interpretado en un breve cameo por Cillian Murphy (el Espantapájaros de las películas de Batman de Christopher Nolan). Todo esto, sin ser el plato fuerte de la cinta, funciona.

Y funciona porque a su alrededor ha construído el debutante director Joseph Kosinski un entorno visual apabullante, hermosísimo y terriblemente creativo. Todo forma parte de un proceso lógico. Es Tron, sí, pero sobre todo es una evolución natural de Tron. Ya no estamos en los 80, las viejas máquinas de arcade ya no se utilizan. Hoy vivimos en un entorno tecnológico que requería de otra aproximación. Y Tron Legacy consigue mostrarlo con perfección, desde el primer plano de una de las máquinas del universo virtual que actualiza los antiguos gráficos del original. Son varios los momentos culminantes que tiene este delirio visual (y sonoro; son muy adecuados tanto los efectos de sonido como la espléndida banda sonora, tan moderna como retro, de Daft Punk), y uno de ellos, como no podía ser de otra forma, es la emblemática escena de las motos de luz, tan emocionante como visualmente hermosa. Esa secuencia encuentra su reflejo, como si estuviéramos en un juego de espejos, en todos los desarrollos paralelos que comparten la primera cinta y esta secuela, incluyendo parte del clímax final.

Un gran pedazo de ese goce visual está también en el vestuario, desarrollado como toda la película a partir de los conceptos originales, evolucionados hasta modelar un entorno creíble en 2010. Funciona porque todo lo que llega a través del ojo funciona en Tron Legacy. El universo es creíble, el aspecto de los personajes es creíble, y la visión del entorno es creíble. Incluso el 3D es creíble, aunque parezca una tomadura de pelo durante la primera media hora de película, en la que las dichosas gafas no parecen necesarias (incluso un rótulo advierte de la presencia de escenas rodadas en 2D para que el espectador no tenga la sensación de que le están tomando el pelo). Ahí, de hecho, está el principal talón de Aquiles de la película, los segmentos que parecen hacerse demasiado largos, y la introducción es uno de ellos. Es el de Tron Legacy un 3D curioso. Realizado, dicen, con las mismas técnicas que Avatar pero un paso por delante, se beneficia del extraño efecto que la luz del entorno virtual tiene sobre las figuras y los escenarios. No sé si era realmente necesario o cómo lucirá todo ello en las dos dimensiones tradicionales, pero la conclusión es que la película es visualmente hermosa y es probable que el 3D también contribuya a ello.

Pues a encontrar un fallo visual está en el rejuvenecido rostro de Jeff Bridges para dar vida a su programa gemelo en el entorno virtual, Clu. Se dice que se han usado las mismas técnicas que añadían y quitaban años a Brad Pitt en El curioso caso de Benjamin Button, pero por momentos se asemeja más al efecto que daba Beowulf. Es decir, demasiado dibujo animado. Chirría en algunas escenas ese rostro alterado por ordenador en un mundo donde hasta los gráficos por ordenador parecen reales. Puede que los creadores de la película fueran conscientes de ello y por eso Tron, que debe tener el rostro de Boxleitner, aparece en la mayor parte de las ocasiones con un casco. El paso de los años también se nota en influencias de otros títulos que nada tienen que ver con Tron, y es que no resulta difícil encontrar la semilla de Matrix plantada en las escenas de lucha. Al menos, Kosinski no se deja llevar por esa mareante tendencia del cine actual de mover la cámara sin sentido y ofrece una película, con toda su modernidad, de corte clásico en sus enfoques. Eso, añadido a la mezcla de texturas que ofrece la película según el entorno o el momento que aborde, hacen de Tron Legacy una pequeña rareza en la ciencia ficción moderna.

Si te gusta Tron, te gustará Tron Legacy. Si te gusta la ciencia ficción, disfrutarás con esta secuela. Si los efectos especiales son lo tuyo, aquí tienes uno de esos festines que no puedes dejar pasar. Pero si lo que te gusta es ese toque de ingenuidad y entretenimiento sin límites que tenía el cine fantástico de los años 80, aquí tienes la oportunidad de rejuvenecer unos cuantos años sin complejos y de disfrutar como cuando eras niño. Es eso lo que me ha pasado a mí.

viernes, diciembre 17, 2010

Adiós a Blake Edwards, el cómico que me hizo llorar

El salto de la comedia al drama me parece de lo más complejo. Y suele darse que grandes actores cómicos acaben convirtiéndose en magníficos intérpretes dramáticos. Al revés puede que no se dé tanto. Y si hablamos de directores, estamos hablando de algo casi imposible. Pero hay uno. Uno que me hizo llorar, temblar y estremecerme. Uno que hacía comedias y que, de repente, se sacó de la manga un drama inolvidable. Él es Blake Edwards. Era, porque nos ha dejado. Y la película en cuestión es Días de vino y rosas. Sí, ya sé que al morirse Blake Edwards todo el mundo habla de La pantera rosa, de El guateque o de Víctor o Victoria. Para mí, Blake Edwards siempre será el director de Días de vino y rosas, una de las películas más duras y estremecedoramente reales que he visto y que seguramente veré en mi vida. Un crudo retrato sobre el alcoholismo con unos magistrales Jack Lemmon y Lee Remick. Y seguro que Blake Edwars sabía hacer reír. No lo dudo. Pero cómo me hizo llorar con este drama.

Y es el director, claro, de Desayuno con diamantes. Truman Capote, autor del cuento en el que está basada la película, la escribió con Marilyn Monroe en la cabeza. Y Marilyn era muchas cosas, la mayoría de ellas buenas, impresionantes y capaces de dejar sin habla. Pero no era Holly. Blake Edwards nos ofreció a cambio a un ángel. A Audrey. A Henry Mancini no le quedó más remedio que escribir la inolvidable Moon River pensando en Audrey. Pero el que estaba sentado en la silla de director era Blake Edwards, no lo olvidéis. Él nos hizo a la Holly que tenemos en la cabeza. Y ahí también nos hizo reír. Con Gato. Con la guitarra. Con el vecino. Con Holly. Y también nos hizo llorar. Pero de otra forma. No como con Días de vino y rosas, sino de una forma mucho más tierna y alegre. Eso es el cine, ¿no? Y la Academia no lo vio. No le dio el Oscar por ninguna de las dos. Sólo le dio el honorífico hace unos pocos años. Menos mal que todos saben que los premios son injustos y que el cine siempre será cine. Como Días de vino y rosas. Como Desayuno con diamantes. Hasta siempre, amigo.

lunes, diciembre 13, 2010

'Balada triste de trompeta', "¿pero qué coño es esto?"

Hay un momento en Balada triste de trompeta en que un personaje la pregunta a otro: "¿pero qué coño es esto?". Y eso mismo me preguntaba yo acerca de lo que estaba viendo. En otra escena, otro de los personajes dice: "no somos nosotros, es este país que no tiene remedio". Y también tengo que decir que ese pensamiento cruzó por mi mente viendo la película. Película que empieza con un fondo negro y las risas de muchos niños mientras desfilan los nombres de los patrocinadores públicos de la producción. Y hay algún ejemplo más, pero es francamente difícil que pueda haber más coincidencia entre las diálogos que sonaban dentro de la película y los que resonaban en mi cabeza. Balada triste de trompeta es un exceso, un desmadre, una locura, un atropello visual, narrativo y cinematográfico constante, una locura hecha cine, una película anclada veinte años atrás en la filmografía de Alex de la Iglesia. ¿Hace falta decir que no le vi ni pies ni cabeza a una película que, ojo, se llevó los premios al mejor guión y al mejor director en el Festival de Venecia?

Partimos de la base de que muchos han visto en Balada triste de trompeta una película arriesgada. Yo, la verdad, es que veo una película que Alex de la Iglesia podría haber firmado hace veinte años, cuando hacía Acción mutante o El día de la bestia. No veo grandes diferencias entre unas y otras en cuanto a su envoltorio o sus pretensiones. ¿Que en esta aparece la Guerra Civil, Franco, el Valle de los Caídos y el atentado contra Carrera Blanco? Pues vale. Si esta es la revisión que el cine español hace de la historia de su país, me van a perdonar pero prefiero sin lugar a dudas el cine americano. O el británico. ¿Que en ésta aparecen payasos y trapecistas? Pues vale. Como si son soldadores, porque más allá de la secuencia inicial (con un espíritu que para mí destroza Santiago Segura, que sabrá vender muy bien sus productos, pero nunca le he visto en un papel que me creyera) no le veo el homenaje a la profesión. ¿Que en ésta aparece una actriz desnuda de forma gratuita? Ah, no, que eso es una constante en el cine español (y ya sé que generalizar no es justo, pero es que...). Peter Jackson también empezó en el gore más gamberro. David Cronenberg lo hizo en el terror. Ambos, sirvan de ejemplo, han evolucionado hacía películas, mejores o perores, pero siempre más adultas. Alex de la Iglesia no.

La película desoncierta casi desde el principio, pasado ese momento nostálgico (y rodada con una aparente sensación de medios, una neblina sobre un fondo oscuro que parece ocultar la ausencia de decorado y que no se corresponde con el resto de la película, más ostentosa y rica), ya los títulos de crédito apuntan a que lo que vamos a ver en las próximas casi dos horas será un despropósito difícil de entender. El poderoso tema musical de Roque Baños suena sobre un estrafalario collage de imágenes históricas, sociales y culturales, que pretende servir de elipsis temporal (qué mal llevadas) para dejar atrás la Guerra Civil e introducir el supuesto anclaje emocional de la película. Tanto los diálogos como su recitado son torpes, lo que elimina toda profundidad al momento. De nuevo Santiago Segura está en él. Las actuaciones en general (no hay más nombres que se coloquen a diferente altura u ofrezcan algo distinto, quizá lo más divertido sea un desatado Fernando Guillén Cuervo) se topan con el impedimento que supone un atropellado desarrollo de una historia sin pausa, sin reflexión y sin demasiado sentimiento, en la que los personajes entran y salen sin demasiado sentido ni interés, en la que sobre todo los diálogos parecen artificiales.

Artificial es, de hecho, el adjetivo que mejor le pega a una película que busca entroncar con la historia de España. Y ese adjetivo es un durísimo enemigo, porque saca materialmente de la película a todo espectador que no esté dispuesto a creerse todos y cada uno de los innumerables excesos narrativos y visuales que propone Alex de la Iglesia. Es literalmente imposible saber qué se está viendo, más allá de una continua y algo aturullada sucesión de escenas, imposibles de ubicar en una línea temporal coherente y difícilmente creíbles (la aparición de Franco como un anciano cuasi simpático y humillable termina por descolocar acerca de las pretensiones del filme y de su arraigo histórico), cuál es el objetivo final de la película. Por quedarse con algo, habrá que valorar el esfuerzo visual que supone la recreación del Valle de los Caídos como escenario del tan inverosímil como absurdo (y, por qué no decirlo, tampoco demasiado extraño ni novedoso en la filmografía de Alex de la Iglesia) clímax de la película.

Si su director ha tenido éxito hasta ahora, será que alguien le ve cualidades a sus películas que yo no soy capaz de descubrir. Si ha llegado a ser presidente de la Academia española, querrá decir que es un tipo valorado en la profesión de nuestro país. Si esta película consigue llevarse dos premios de un Festival como el de Venecia, será que a los críticos también les gusta esta forma de hacer cine. Para mí, desde mi humilde y personal óptica, Balada triste de trompeta es una farsa precisamente como forma de hacer cine. Porque el cine para mí está en la antítesis de lo que ofrece esta película. Quizá, vista bajo unas determinadas circunstancias, pueda arrancar sonrisas producto del desmadre (que no del humor o la comedia). Quizá. Pero lo veo difícil. Muy difícil. Lo que está claro es que estamos ante un claro producto de Alex de la Iglesia, signifique eso lo que signifique para cada espectador que se atreva con este producto.

viernes, diciembre 10, 2010

'Skyline', refrito brato de ínfima calidad

A veces parecen que llegan películas que lo que buscan es tomar el pelo al espectador. Dicho sin rodeos, Skyline parece una de esas películas. Dirigida por los hermanos Strause, que ya tomaron el pelo con aquella infumable Aliens vs Predator 2, la única vocación de este filme es copiar descaradamente escenas de otras películas y/o series de televisión, juntar un reparto de actores televisivos, baratos y que presenten un atractivo físico que enganche a las audiencias menos exigentes, agitarlo todo con unas cuantas escenas de efectos especiales correctillos y estrenar el refrito a ver qué pasa. Y lo que pasa es que, como es una película muy, muy barata (aunque suene raro calificar de barato a un juguete con diez millones de dólares de presupuesto), por poco que amase en la taquilla antes de que se corra la voz de su ínfima calidad ya estará dando beneficios a sus responsables. Cada vez parece más fácil timar a quien disfruta de las historias de ciencia ficción y de las producciones con efectos especiales.

Imaginad cualquier película que retrate una invasión alienígena. Desde La guerra de los mundos, tanto la clásica de Byron Haskin como la moderna e injustamente despreciada de Steven Spielberg, hasta Independence Day. Skyline copia sin rubor escenas de todas ellas. Incluso de otros títulos emblemáticos de la ciencia ficción (es imposible no ver algo de La niebla o de Matrix en esos seres con tentáculos que invaden la Tierra... ¿con qué propósito?). Pero, claro, escribir un guión suele ser mucho más que juntar escenas (¡e incluso repetirlas!; todo para que el filme llegue a esos aconsejables 90 minutos, porque menos daría la impresión de que no había nada que contar... menos incluso de lo que ya se cuenta). Y es que en todo momento la sensación es que no había historia en realidad. No había un propósito claro para esta película desde el punto de vista narrativo. El producto se sostiene (es un decir) en las caras (y cuerpos) de los actores y en los efectos especiales, que tampoco es que sean excesivamente rompedores.

Rompedor sí había algo en este proyecto, pero es algo de lo que no se dieron cuenta sus responsables. Skyline es otro producto olvidable más, pero que contiene una idea que les podría haber dado juego. También caer en el más absoluto de los ridículos, y se acerca más a esto que a lo primero, pero cuando menos era algo inexplorado en el cine de ciencia ficción. Por desgracia para los hermanos Strause, esa idea es la que desarrollan en los cinco últimos minutos de película. Y con tan deficiente desarrollo, lo que ha hecho es provocar carcajdas y críticas. Una pena. La sensación de que de ahí se podría haber hecho una película diferente es similar a la que otros hermanos, los Spierig, dejaron en Daybreakers, donde la historia anterior o la posterior podría haber dejado una mejor película que la que se hizo. Aquí, al menos, hay que dar las gracias por no haber prolongado más la historia anterior a la idea que sí era original, porque conocer más a los protagonistas del filme sólo habría incrementado el deseo de buena parte de la audiencia de que triunfaran cuanto antes los alienígenas que nos invaden.

Empieza a ser una costumbre aburrida en el cine de ciencia ficción moderno (y en el cine en general) la de presentar como protagonistas de cualquier historia a un grupo de jóvenes no tan jóvenes, de esos que han pasado ya la adolescencia y sus tiempos de estudiante y rozan ya la frontera de la treintena, cuyo único mérito es ese, la juventud. No hacen nada en esta vida, siempre parecen estar de fiesta, son pretendidamente guapos y atractivos y, por supuesto, siempre tienen que presentarse en alguna escena ligeros de ropa. Y junto a ese grupo, que no se nos olvide nunca la presencia de un hombre mayor que se distingue de los anteriores por una prominente barriga. Aburridísimo. Si el guión ya les deja pocas salidas, los actores terminan de rematar la función. Eric Balfour, Scottie Thompson, Brittany Daniel, Crystal Reed, Neil Hopkins, David Zayas, Donald Faison... Todos, al parecer, secundarios de series de televisión. Imagino que por la falta de presupuesto. Todos aburridos, previsibles o, simplemente, posando.

Los diez millones de presupuesto (medio millón en el rodaje, el resto en los muy numerosos planos de efectos especiales que tiene el filme) han salido de los bolsillos de los Strause y la película se rodó en la casa que uno de ellos tiene en Marina del Rey. Igual eso es para muchos un mérito. Pero se olvidan de que lo importante son las ideas. Da igual que tengas mucho o poco dinero para gastar, que seas un mal economista o un gran ahorrador. Lo que importa es la historia, la calidad de la película, el talento a la hora de rodarla, dirigirla y montarla. Y, sí, Skyline tiene unos efectos especiales resultones que darían el pego en muchas grandes supreproducciones. Sí, probablemente nadie diría que ha tenido un coste tan bajo como el que ha tenido. Pero aburre muchísimo. Por lo que cuenta, por cómo lo cuenta y porque no aporta absolutamente nada que haga que esta película permanezca en la memoria.

martes, diciembre 07, 2010

Adiós a Irvin Kershner y Leslie Nielsen

Tiende a olvidarse que George Lucas no dirigió dos de las seis películas que conforman la saga de Star Wars. Agotado del trabajo que supuso el rodaje de la primera película en 1977, Lucas decidió ejercer sólo de productor en las dos siguientes entregas. Eso hizo que la gloria de ser el hombre detrás de las cámaras en El Imperio contraataca fuera para Irvin Kershner. Probablemente, muchos de los que nos acordamos ahora de él, ahora que ha muerto (el pasado 27 de noviembre), lo hagamos fundamentalmente por aquella película. Y es que, se mire como se mire, es el director de la mejor película de una de las sagas funmdamentales no sólo de la historia de la ciencia ficción sino de la propia historia del cine. Su nombre está en el filme que engrandeció lo que significaba hacer una secuela, el que escribió con letras doradas el nombre de uno de los grandes personajes de siempre, Darth Vader, el que hizo que una marioneta fuera tan creíble como un personaje de carne y hueso.

Aparte de El Imperio contraataca no son muchos los títulos por los que Kershner será recordado. En realidad, si llegó a la saga de Star Wars fue por ser uno de los profesores de Lucas y no por tener una inmensa carrera cinematográfica que le avalara. Llegó a la dirección de la mano de Roger Corman. Hizo algunos trabajos para televisión (de hecho, lo último que dirigió antes de retirarse fue un capítulo de la serie Seaquest), y en cine fue el responsable de películas como Un loco maravilloso (con Sean Connery y Joanne Woodward), Ojos (con Faye Dunaway y Tommy Lee Jones), La venganza de un hombre llamado caballo (con Richard Harris), Nunca digas nunca jamás (de nuevo con Connery; Kershner es el único director americano hasta la fecha en haber dirigido una película de James Bond) y su última película, Robocop 2. Descanse en paz.

El nombre de Leslie Nielsen está desde hace muchos años ligado a la comedia absurda. Todo empezó con la película que en realidad inventó el género de la parodia en el cine contemporáneo: Aterriza como puedas. Y continuó con Agárralo como puedas y sus dos secuelas, con Dracula: un muerto muy contento y feliz, con 2001: despega como puedas, con Mr. Magoo, con dos participaciones en la saga Scary movie y con tantos otros títulos. Pero para mí Leslie Nielsen era también otro actor que nada tenía que ver con aquel. Era, es y siempre será el héroe de aquella joya de ciencia ficción que se titula Planeta prohibido. El militar del futuro y del espacio que seducía a aquella inocente y atractiva Anne Francis, aquel que luchaba contra un mal inimaginable con el mítico Robby el robot a su lado. Entonces parecía un galán perfecto y acabó convirtiéndose en el bufón perfecto. Lo fue hasta su muerte, el pasado 28 de noviembre. Descanse también en paz.

lunes, noviembre 29, 2010

'Flipped', romanticismo en vías de extinción

Qué difícil sigue siendo ver en el cine una buena película romántica. Romántica de las de verdad. De esas que tienen una historia preciosa pero real. De esas que tienen una buena pareja protagonista. De esas que tienen presente que es más hermoso ver algo novedoso que un desgastado cliché. Flipped, además de una gratísima sorpresa, es una de esas películas. Lo es porque sorprende con la historia más vieja del mundo, la de dos jóvenes, en este caso adolescentes, que se van enamorando, a veces de forma consciente y a veces no. Lo es porque utiliza una bonita doble narración, las mismas secuencias vistas consecutivamente desde el punto de vista de él y de ella, completando el cuadro de la realidad. Y lo es porque está maravillosamente bien escrita y muy bien interpretada. Ojo a Madeline Carroll, una chiquilla de sólo 14 años que enamora a la cámara (y, por qué no decirlo, a este humilde espectador; esa es la magia del cine) cada vez que aparece en pantalla.

Con el paréntesis de los años 90, en los que se dedicó a explorar con sobresaliente resultado terrenos como el terror psicológico (Misery) y el drama judicial (Algunos hombres buenos), Rob Reiner casi siempre se ha acercado a historias románticas. Le daba igual que estuvieran envueltas en el hermoso envoltorio fantástico de La princesa prometida, en la leyenda cinematográfica de Dicen por ahí, en la atmósfera contemporánea de Cuando Harry encontró a Sally o en el elitismo gubernamental de El presidente y Miss Wade. Ha tenido mejores y peores películas, pero siempre ha conseguido transmitir romanticismo en películas convincentes. Le faltaba buscar esas sensaciones con una pareja de adolescentes, y la novela escrita por Wendelin Van Draanen (cambiando la época en la que ésta se sitúa, desde el comienzo del siglo XXI hasta la década de los 60 de ese siglo pasado en el que todavía parece que vivimos) le ha dado la excusa perfecta.

Reiner traza con una delicadeza fascinante la línea entre el amor y el odio juveniles. Juli es una niña romántica que se enamora del chico que se acaba de mudar a la casa de enfrente (impecable la hermosa escena con la que se abre la película). Son apenas unos niños. Y los niños, siguiendo el tópico, no están interesados en las niñas. Es el caso de Bryce, que no soporta que su vecina y compañera de clase le persiga anhelando un beso. Ambos crecen y los sentimientos van cambiando. Ella se va desengañando, se da bruces con la realidad de que a él no le interesa, de que sueña con un imposible. Él, en cambio, experimenta lo contrario y se queda con el imposible que antes era de ella. Los caminos del amor y el odio se van cruzando. Contada así, la película corre el riesgo de caer en la sensiblería más pastelosa e intrascedente. Pero Reiner le da a esa historia un envoltorio que la hace crecer y avanzar. Dos familias muy diversas con más nexos de unión de los que podría parecer en un principio, y sueños y dramas que se mezclan en los caminos de los dos chavales y la gente que les rodea. Como la vida misma. Por eso Flipped engancha. Porque es tan fácil ponerse en la piel de algún personaje.

Y eso es así porque los actores realizan un trabajo formidable. Desde los más veteranos y conocidos hasta los más jóvenes y prometedores, todos ellos crean un reparto casi perfecto. Entre los primeros están Aidan Quinn, un intérprete que prometía mucho a comienzos de los 90 y que se quedó en el camino a pesar de su categoría; Rebecca De Mornay, que pasada su época de sex symbol quizá consiga por fin, y aunque ya parezca difícil en esta tiranía de la imagen, establecerse como lo que promete ser, una buena actriz; Penelope Ann Miller, de la que, a pesar de no haber logrado en su día la misma fama que la intérprete de La mano que mece la cuna, también tuvo sus momentos de fama gracias a Atrapado por su pasado (una de las mejores películas de Brian de Palma), Despertares o protagonizar junto a Arnold Schwarzenegger Poli de guardería; y John Mahoney (conocido por la serie Frasier), que da vida a un personaje capital en la historia.

Todos ellos hacen funcionar el engranaje de la película y tienen una gran importancia en ella, pero el alma del filme está en la profunda mirada de Madeleine Carroll, que crea en la pantalla mucha magia, mucho romanticismo y un saber estar impropio de alguien de su edad (catorce años). Callan McAuliffe está correcto, pero tiene las limitaciones propias de un actor adolescente. Madeleine Carroll no tiene límites. Y su nombre (que para mí era desconocido aunque forma parte del reparto de películas como El último voto, Resident Evil: Extinction o incluso algún episodio de la serie Perdidos) ya está apuntado en esa lista de jóvenes promesas que uno espera que no se echen a perder. Quizá le falta a la película un final más trabajado que haga justicia al buen rato que ofrece, pero al margen de este defecto, Flipped es fresca, es inteligente, es romántica. Es un título diferente y original. Es una pequeña gran maravilla.

De no proceder de un estudio grande y un director conocido, ya habría sido bautizada como la película independiente del año, ese honor absurdo y rimbombante que la crítica suele otorgar a películas que a veces se olvidan con demasiada facilidad. Pero como no puede tener esas etiquetas alternativas, es un filme que corre el peligro de pasar desapercibido (costó catorce millones y ni siquiera recaudó dos en Estados Unidos). Y sería una lástima. Pero es que la película se estrenó en Estados Unidos en agosto y en España no hay todavía fecha de estreno. Será que el romanticismo está en vías de extinción. ¿Lo está? Ver Flipped es la mejor forma de saber si en nosotros está escondido un romántico.

jueves, noviembre 25, 2010

'Imparable', pero que poquito que contar...

Hubo un tiempo, en los años más oscuros de la filmografía de Ridley Scott, que alguien se atrevió a decir que el Scott bueno era en realidad su hermano Tony. Cuando uno ve productos como Imparable, no deja de preguntarse cómo es posible que alguien llegara a pensar eso, por muchos defectos y fallos que haya podido cometer Ridley a lo largo de su carrera. Pero las opiniones son libres y mucho más si hablamos de medios de expresión como el cine. Scott, Tony, se entiende, es un tipo que tiene una única virtud: sabe cómo hacer emocionantes sus películas. Da igual lo que te esté contando, siempre llegará un punto en el que hará sentir emoción al espectador. No una emoción sentimental, sino una emoción derivada del clásico cliffhanger de los seriales de los años 30 y 40, esa duda sobre qué va a pasar a continuación y cómo van a resolver los héroes de la historia el problema que tienen ante sí. Aquí el problema es un tren sin conductor que hay que detener antes de que se estrelle y cause no sé cuántas muertes. Podría ser cualquier otra cosa, tanto da.

Y es que Imparable tiene muy poquito que contar. Por eso apenas alcanza la hora y media de metraje, porque lo que narra es tan insustancial que bien podría haber sido material para el clásico telefilme americano. Pero no lo es, detrás de esta película hay un gran presupuesto (no se ve mucho en la pantalla) y están los nombre de Tony Scott y el de dos actores más que conocidos. Denzel Washington ha trabajado ya con el menor de los Scott en tantas ocasiones que no sé si alguien lleva todavía la cuenta a estas alturas (son cinco, para que nadie emplee tiempo en buscarlo). Y casi siempre haciendo el mismo tipo de papel. Washington es, para su desgracia porque vale mucho más, un actor encasillado, uno de esos que casi siempre que aparece en pantalla da la impresión de interpretarse a sí mismo (curiosamente, una de sus últimas grandes interpretaciones se la sacó Scott, Ridley por supuesto, en American Gangster). Chris Pine es ya un actor célebre, desde que interpretara al nuevo Kirk del notable Star Trek de J. J. Abrams. Y ambos hacen lo que saben y saben lo que hacen. Cumplen. Poco más. No hay más, por mucho que el guión se esfuerce en incluir pinceladas personales con la misión de incrementar los niveles dramáticos del filme.

Drama que es casi inexistente, por cierto, al menos durante la amplia mayoría del metraje (y cuyo paradigma puede ser el personaje de la esposa del personaje de Pine, una presencia casi sin diálogo a lo largo del filme; todo frío, como la propia película). Todo cambia al final, que es cuando entra en escena la virtud de Tony Scott, la de la emoción. El ritmo es veloz en todos los sentidos (desesperante en los continuos cambios de plano y movimientos de cámara repetitivos marca de la casa), pero no alcanza ese punto álgido hasta el final. Eso deja cierto buen sabor de boca al terminar la película, pero es un sabor de boca engañoso. Como engañoso es siempre el guión que incluye a un personaje femenino fuerte e íntegro (Rosario Dawson), simplemente porque hay que hacerlo. O un drama personal (a uno se le ha muerto la mujer de cáncer, al otro le han dictado una orden de alejamiento porque pegó a otro tipo por celos) que se entremezcla con la heróica misión de los protagonistas (el tren se va a chocar contra el pueblo en el que viven las familias de ambos). Todo ya visto. Todo muy manido. Todo muy previsible. Incluso el final, por emocionante que sea.

Bien visto, no es fácil rellenar la historia de un tren desbocado, y eso tendrá cierto mérito. Quizá. Por eso tarda tanto en arrancar la película, con una larguísima introducción que apenas aporta gran cosa a la historia, más allá de presentar personajes sin profundidad y que quedan rápidamente olvidados según pasan los minutos. Se aportan muchos datos para contextualizar la vida de los protagonistas, pero en el fondo nada de eso importa. Lo único que tiene relevancia es que un tren coge altas velocidades y está destinado a descarrilar en medio de un pueblecito americano provocando una gran explosión. Por eso lo único destacable es la emoción de saber qué pasa con eso. Pero esa emoción dura cinco minutos. Ni más ni menos. Y para montar una película alrededor de algo así, es conveniente dedicarle más trabajo. No es que se haya perdido una gran oportunidad para hacer un buen filme. Es que esa oportunidad no tenía nada que ver con los objetivos de este título, que podría haber sido deudor del cine de catástrofes de los años 70, pero que se queda en una pelicula palomitera más del siglo XXI. Y que cada cual interprete si eso es digno de pagar una entrada de cine o de pasar hora y media delante de una pantalla.

miércoles, noviembre 17, 2010

'Harry Potter' y el penúltimo paso hacia el fin

Penúltimo paso hacia el fin de Harry Potter. Tendría que ser el último, pero la decisión de partir en dos películas Las Reliquias de la Muerte retrasará ese final hasta julio de 2011. Como los anteriores pasos, esta primera mitad del último relato del joven mago es más que nada una transición. Hay nuevos elementos, sí, pero que forman parte del mismo relato. Es más de lo mismo en casi todos los sentidos, y eso supone que encandilará a los aficionados a la saga cinematográfica (que no coinciden necesariamente con los aficionados a la saga literaria) y no dirá mucho más de lo dicho hasta ahora a quien no cuenta los minutos de espera hasta la siguiente película. Tiene algunos puntos que mejoran entregas previas, pero eso queda lastrado por la aparecente necesidad de meter en la película, por eso se parte en dos, prácticamente todo lo que J. K. Rowling introdujo en su último libro. Eso compensa a la baja las apreciadas novedades y por eso la sensación final es prácticamente la misma de siempre, la de haber visto una larga transición de dos horas y media esperando todavía el (se supone) espectacular enfrentamiento final entre Harry y Voldemort.

Comencemos por lo bueno. Hemos tenido que esperar seis películas, pero al fin las relaciones entre los diferentes personajes, al menos entre los tres protagonistas (el Harry de Daniel Radcliffe, el Ron de Rupert Grint y la Hermoine de Emma Watson) alcancen un notable grado de madurez, necesario para entroncar el relato mágico en el mundo real, algo que la saga venía pidiendo a gritos desde hace unas cuantas entregas. Fruto de esa madurez, el comienzo de la película es emocionalmente intenso e impresionante (acompañado de forma impecable por la música de Alexandre Desplat, por fin un relevo digno de John Williams aunque, con el objeto de dar a la película el tono lúgubre que requiere, se olvide casi por completo del jovial tema principal que el maestro creó para el primer filme). Igualmente notable es el intento de David Yates de salirse del canon narrativo fijado por las seis películas anteriores con un breve pasaje de animación, brillante, oscuro y perturbador a partes iguales. Sin duda, ésta es la mejor y más original escena de la película.

Pero, y aquí empiezan los peros, ese fragmento hubiera sido una magnífica introducción para la película, del mismo modo que Shyamalan nos introdujo en La joven del agua. Pero aquí llega a la hora y media de película (todavía quedaban más de tres cuartos de hora por delante), síntoma evidente de dos cosas. En primer lugar, que era innecesario alargar Las Reliquias de la Muerte durante dos películas de la misma duración que las seis anteriores. Sin ese ejercicio de síntesis, asistimos a un interminable encadenado de secuencias de las cuales muchas podrían haberse quedado en la sala de montaje o, mejor aún, en las páginas de la novela. Porque ese y no otro es el segundo síntoma detectable: la imperiosa necesidad de contentar a todos los fans haciendo un repaso por todas las secuencias del libro. Esto es una suposición, pues no he leído la obra, pero parece el origen del problema. Y es que se está perdiendo el valor del trabajo de adaptación. Ahora se buscan fotocopias, traslaciones casi literales, y el conjunto final de una película, un medio muy distinto de la literatura, al final acaba lastrado por ese afán. La adaptación pedía claramente suprimir personajes y simplificar caminos. Pero aquí parece estar todo lo que hay en el libro.

Gracias a la escasa adaptación realizada, David Yates, director de las dos anteriores películas de la serie (La Órden del Fénix y El príncipe mestizo), obvia escenas que podrían haber dado mucho juego en la gran pantalla, incluso la muerte de algún personaje de la que simplemente se informa, destruyendo las posibilidades trágicas de esos momentos (eso, en realidad, ya se había echado en falta en anteriores entregas de Harry Potter). La batalla del Abismo de Helm le sirvió a Peter Jackson para llenar casi una hora de película de Las dos torres cuando Tolkien la ventiló en unas pocas páginas. Aquí había una gran espectacularidad latente en el ataque inicial de los mortífagos para evitar que sus amigos oculten a Harry de las garras de Voldemort o en la escena de la boda, pero una y otra secuencia se convierten en elipsis temporales, incluso directamente en vacíos, para seguir las peripecias del trío protagonista, interés principal de la película (y eso, insisto, genera un punto de mejora cinematográfica y narrativa por momentos, como en las discusiones entre los tres jóvenes cuando las cosas les van realmente mal o en la escena del baile en la tienda).

Desde el espléndido final de El cáliz de fuego, todavía la mejor secuencia de la saga, se espera un climax parecido, pero no se acaba de conseguir. Por eso la sensación de transición que vienen dejando desde entonces las nuevas entregas. Allí, el Voldemort de Ralph Fiennes impresionó, con su imagen y sobre todo con su inquietante voz. Aquí no consigue todavía el mismo efecto, a pesar de que aparece más tiempo en pantalla que en las dos últimas películas juntas. Será que lo mejor queda para el final de la saga, pero de alguna manera Fiennes no logra generar la misma sensación de terror que en El cáliz de fuego, ni siquiera en el epílogo de esta primera parte de Las Reliquias de la Muerte, una escena que podría haber desbordado grandeza y épica, pero que se queda en eso, en un simple epílogo, en el final de una primera mitad. Poco para lo que podría haber sido. Como el clímax de esta entrega, que, no obstante, es la única escena en la que la espectacularidad se ve acompañada de la necesaria emotividad para conectar con el espectador, al menos con el profano en este mundo.

Y dicho todo esto, ¿qué es lo que realmente queda de Harry Potter y las Reliquias de la Muerte. Parte 1? Como en las dos películas anteriores, la esperanza de que el gran final de la historia esté a la altura, porque el cine ha perdido la oportunidad de ofrecer una saga diferente y única. La apuesta ha sido por clonar los libros lo máximo posible, y eso ha convertido la secuencia de películas en una larguísima espera para lo que llega el año que viene, en una sucesión de entradas y salidas de personajes, de escenas que a veces es difícil ubicar en una película o en otra (ésta es la que mejor triunfa en el terreno de la individualidad... aunque lo echa por tierra por no acabar la historia y dejar la mitad para dentro de siete meses). Lo mejor es el grado de oscuridad que ha alcanzado la saga, difícilmente clasificable ya como una historia para niños. Entretendrá a casi todo el mundo, y los muchísimos fans de Harry Potter seguro que la disfrutan. Pero a quien no forme parte de ese grupo, puede que le sepa a poco. Otra vez.

miércoles, noviembre 10, 2010

'Ga'Hoole. La leyenda de los guardianes', espectacular 3D para un déjà vu juvenil

La fantasía juvenil vive un momento dorado. O no, todo depende del cristal con el que se mire. Es buen momento, porque hay un gran número de títulos, sobre todo a través de sagas que dan el salto desde la literatura hasta el cine, con bastante éxito en las taquillas además. Pero no es tan bueno ese momento porque falta algo, falta diversidad, faltan obras rompedoras, falta la frescura y el carisma que tenía el género en los irrepetibles años 80. Por desgracias, todo suena a ya visto. Y aunque casi todos estos títulos tienen elementos de interés, al final la sensación de déjà vu es inevitable. Sucede con Ga'Hoole. La leyenda de los guardianes. ¿Mala película? En absoluto, tiene los elementos necesarios para ofrecer un notable entretenimiento, pero en el fondo parece una vuelta más sobre los mismos temas, los mismos protagonistas, las mismas relaciones entre ellos y los mismos retos para héroes y villanos.

Aquí los protagonistas son animales, lechuzas en su mayoría, pero la historia bien podría ser la de Narnia, Harry Potter, La brújula dorada o cualquier otra saga juvenil. Siguen unos patrones ya definidos en otras muchas películas, y es inevitable que quede la sensación de que algo de esto ya hemos visto. Los dos hermanos, uno de carácter afable y otro más recio, que acaban enfrentados. El mentor que sacrifica su vida para que el protegido tenga la posibilidad de salvar el mundo. El clímax final en el que todo pende de un hilo. Todo visto. Lo más novedoso de esta película está en el nombre de su director, Zack Snyder. No es frecuente que un director de cine de acción real dé el salto a la animación. Snyder ya tiene labrado un nombre, sobre todo después de hacer 300 y Watchmen. Y sus características esenciales sí se ven en Ga'Hoole, sobre todo a la hora de aplicar esas cámaras lentas que tanto le gustan (y que tan bien lucen en 3D).

Pero el castillo de naipes está construido sobre un guión previsible, que desprecia además a algunos personajes secundarios, que a veces parecen estar en la película sólo porque salen en los libros en que se basa el filme y su exclusión enfadaría a los aficionados. Entre esos errores de fondo que desembocan en lo previsible del material, el guión hace además hincapié en aspectos que pueden irritar al espectador adulto (como la excesiva transformación de expresiones cotidianas al mundo de los pájaros; ¿cuántas veces se dice la palabra "mollejas" a lo largo del metraje?). Lo curioso es que tampoco tiene este producto un fácil acomodo entre los más jóvenes por el dramatismo que tiene el filme. En otras producciones similares a ésta se echa en faltaun tratamiento más oscuro y siniestro, adulto en definitiva, y ésta lo ofrece por momentos y se agradece, pero al ser una película de dibujos animados eso puede dificultar que encuentro un público adecuado. Qué difícil equilibrio para el cine juvenil moderno.

Al final es la espectacularidad de sus imágenes lo que da el aprobado a la película. Y es una espectacularidad que bebe tanto del cada vez más prodigioso avance de las imágenes por ordenador (al no tener personajes humanos, es casi imposible encontrarle pegas a la animación) como del magnífico uso que, aquí sí, por fin, se hace de la técnica de 3D. Porque aunque la escena inicial produce el habitual temor a que el uso de las gafas sea prioritario sobre el arte de rodar una película, con los acostumbrados giros imposibles y planos hermosos pero que no hacen avanzar a la historia o a los personajes, al final la técnica convence y mucho (mucho más puede que incluso con respecto al fenómeno Avatar y sin duda mucho más sobre las películas no rodadas en 3D y transformadas después a ese formato, como Furia de titanes o Alicia en el País de las Maravillas). Por una vez, el 3D no parece un timo al espectador, todo lo contrario, y así se evidencia, sobre todo, en la espectacular escena de la tormenta (la mejor de la película) y en el uso de otros elementos como el fuego o la bruma.

La espectacularidad visual que tiene la última película de Snyder es lo que convierte a este título en algo diferente a otros con los que guarda demasiada relación. Su ausencia de comedia, salvo unos pocos detalles lógicos y necesarios, también marca distancias con la fantasía juvenil de animación contemporánea. Eso tiene su valor. Como también lo tiene el notable entretenimiento que ofrece esta película.

sábado, noviembre 06, 2010

'Secretariat', Diane Lane y una bonita historia de superación

Es la vez muy fácil y muy complicado acercarse a una historia real de trasfondo deportivo. Es fácil porque tiene una serie de clichés muy aceptados, que funcionan siempre por muy repetitivos que puedan parecer. Es difícil precisamente por lo mismo. ¿Cómo hacer una película que parezca diferente a lo que ya se ha visto hasta entonces? Secretariat se mueve en ese delicado equilibrio, con dos inconvenientes añadidos. El primero, que su temática, las carreras de caballos, no es demasiado popular en demasiados lugares. La segunda, que hace sólo siete años ya hubo una película notable y popular (nominada incluso a los Oscars) sobre este tema, Seabiscuit. A pesar de todo, Secretariat sale triunfante como historia de superación con el deporte como telón de fondo por dos motivos, porque en ocasiones consigue abordar de una manera original un tema manido y por Diane Lane.

Secretariat narra una historia real, con lo que si alguien tiene algún afán por saber cómo termina la epopeya de este caballo (rebautizado así para competir pero de nombre real Big Red) y de su dueña, Penny Chennery, no hay más que navegar un poco por Internet. La película comienza siendo una historia de superación personal y de afirmación de la personalidad de una mujer en los años 60 y 70 (cómo le gusta al cine americano introducir pinceladas que meten de lleno al espectador en esas épocas, en este caso a través del rol de la mujer en el núcleo familiar en aquellos años y, sobre todo, por la ideología hippie de una de sus hijas) y se acaba transformando en una película tan deportiva como humana. La idea es ver cómo la mujer intenta demostrar que es capaz de realizar metas a las que renunció por cuidar de su familia y, al mismo tiempo, que el caballo luche por ganar la triple corona, algo que ningún otro animal ha hecho en los últimos 25 años.

Esa es justo la primera pretensión arriesgada de Secretariat, convertir al caballo en un personaje, y en uno importante, y no dejarlo como una simple parte del escenario. Durante las carreras vemos en ocasiones el punto de vista del animal y no del jinete. Hay incluso un sorprendente juego de miradas antes de comenzar una carrera entre los dos caballos que compiten por la victoria, como si fueran los dos pistoleros de un western, y más de un primerísimo plano al ojo del caballo protagonista. Se busca, y se consigue, dar una personalidad al caballo. La segunda pretensión arriesgada es la de cambiar la óptica tradicional para una película de este estulo. No es frecuente una mirada original a un evento deportivo, y dos de las tres grandes carreras que tiene la película ofrecen ese punto de vista distinto y ese enfoque atrevido.

La segunda de ellas, por realzarse a través del otro gran pilar de la carrera, el personal y familiar de la protagonista femenina. La tercera y última, por una resolución atípica (tanto en su narración como en su música, eso sí bastante convenional a lo largo de todo el filme). Cierto es que se trata de una historia real y que no daba mucho margen al dramatismo y a la emoción habituales del cine deportivo, pero la originalidad le corresponde también como mérito a la película dirigida por Randal Wallace, responsable de sólo dos películas más en doce años de carrera, El hombre de la máscara de hierro y Cuando éramos soldados. Wallace no logra la conexión emocional que exigen las carreras con su público y a veces parecen cortes de películas diferentes, pero sí consigue el climax que busca en la primera carrera, momento álgido de Secretariat sin ninguna duda.

Diane Lane, decía, es otra de las grandes bazas de esta película. Tiene 45 años y es un ejemplo espléndido de que todavía hay papeles en Hollywood para actrices de esa edad. Se mueve como pez en el agua en el personaje que le pongan por delante y hace suyas las películas que interpreta sin necesidad de forjar su fama en un desnudo, un posado o un romance con cualquier actor o director que se le presente en su camino. Su presencia y su elegancia en pantalla son maravillosas y ejemplares. Sabe llorar y sabe reír. Sabe conmover con sus lágrimas en los momentos más duros para su personaje y, al mismo tiempo, sabe emocionar con su sonrisa, sus miradas, sus gestos y sus palabras. Es una actriz maravillosa que no cuenta con todo el reconocimiento que merece. Y es un pilar esencial de Secretariat.

Lane encabeza un buen reparto con un puñado de nombres conocidos. Si bien la presencia de Scott Glenn sabe a muy poco, en un papel que él parece limitar más todavía que el guión, siempre es estimulante ver en la gran pantalla a actores como John Malkovich (aunque su personaje es un cliché en sí mismo y él tampoco parece tomárselo demasiado en serio, salvo en dos o tres escenas en las que sí demuestra que es un gran actor; ojo al momento en el que quema los recortes de periódico sobre sus derrotas) o James Cromwell, junto a un más que eficaz grupo de secundarios que da empaque al producto final. Casi tanto como la preciosista factura del filme, y es que Hollywood domina a la perfección el viaje en el tiempo que supone ubicar una de sus películas en décadas pasadas del siglo XX.

Es Secretariat una película notable que cumple con su objetivo, emocionar y entretener, aunque no siempre por los caminos que uno pudiera esperar. Quizá la mejora hubiera podido venir de un uso más claro de las elipsis temporales o del montaje en algunas partes de la película, pero es un producto típicamente bonito (típicamente Disney, si se quiere, que para eso es la productora del filme), muy convincente y muy agradable. Merece la pena.

martes, noviembre 02, 2010

'La red social', fachada moderna y fondo clásico para un peliculón

Qué cosas. La película moderna por excelencia (es lo que se ha vendido de ella, vaya), el filme definitivo sobre Internet y su emblema favorito, Facebook, es en realidad una propuesta clásica en casi todo. La red social es, por encima de todo, la demostración de que David Fincher es un director genial. Pero, seguramente también, un realizador algo incomprendido. Y es que han sido muchos meses vendiendo esta película como lo que no es (o al menos como lo que yo no he visto). Decían que La red social era el santo y seña del cine del presente y casi del futuro, y lo que en realidad he visto ha sido una apuesta por algo clásico: un guión demoledor, unos diálogos asombrosamente brillantes y una dedicación espléndida a las actuaciones sin infravalorar por ello los aspectos estéticos del filme. Sí hay algo moderno en La red social, además del tema de fondo, se entiende. Aunque más que moderno habría que decir contemporáneo. Y es que a David Fincher le da igual la estructura clásica de una película. La rompe, la moldea, juega con ella tanto como con el espectador. A su antojo. Con maestría. Una maravilla.

Con sólo ocho películas como director en su filmografía, Fincher ya es, por méritos propios, uno de los directores de referencia del cine norteamericano de finales del siglo XX y comienzos del XXI. No me parece descabellado decir de él que la mitad de sus títulos rozan la perfección y en casi todos los demás hay elementos de interés. Y no me parece en absoluto desacertado decir que sus tres últimas películas se encuentran en ese grupo de excelencia, lo que le convierten además es un director en forma, capaz de abrazar diferentes géneros, formatos y medios de contar las historias más distintas entre sí. Le van las historias humanas (como aquí), le va el policiaco (Seven y Zodiac), le va el romance (El curioso caso de Benjamin Button). Le va lo que quiera, y por eso dará menos miedo asistir a su adaptación de uno de los femónenos literarios (mediáticos más bien) de los últimos tiempos, la saga Millenium, su propia película. Y aunque ahora todo son alabanzas a Fincher (ojo a los Oscar, que ya suena y con fuerza), me quedo con la sensación de que, siendo La red social un título espléndido, está un peldaño por debajo de sus dos anteriores trabajos.

El juego con la estructura clásica que Fincher hace en La red social queda de manifiesto desde la primera escena. Durante buena parte de la película, es hasta lícito preguntarse qué hace ahí esa conversación entre Mark Zuckerberg (un espléndido Jesse Eisenberg) y la chica con la que está saliendo (una interesante Rooney Mara, protagonista de la nueva Pesadilla en Elm Street y de la próxima película de Fincher, que aquí tiene un papel breve pero capital). Parece que sólo pretende sentar las bases de un trepidante filme, de ritmo intensísimo de principio a fin, de diálogos rápidos, ácidos y mordaces. Pero no. La esencia temática de la película está ahí, como queda de manifiesto en varias ocasiones a lo largo de la película y, sobre todo, en ese espléndido final que brindan Fincher y el guionista Aaron Sorkin, basándose en el libro de Ben Mezrich sobre la web probablemente más famosa y utilizada del mundo. Pero la película no va sobre Facebook, no. Esa es la excusa. La que ha permitido un marketing curioso para publicitar la película. Esa es la parte moderna, la clásica es la que marca el camino de Fincher.

Clásica porque, en realidad, estamos aquí ante la más típica historia de amistades y traiciones. Dos amigos que montan una empresa. Uno de ellos se ha inspirado (por decirlo de forma aséptica, dejar que cada cual tome partido por quien quiera es otro de los grandes aciertos de la película) en la idea de otros compañeros, que luchan por reclamar su parte. Por el camino, el otro amigo (magnífico Andrew Garfield, el próximo Spiderman) se va quedando descolgado en favor de la figura idolatrada del primero y se va dando cuenta de que la vida real es más compleja que la vida virtual. El primero de los amigos se sabe solo. Se siente por encima de la mayoría, pero lamenta su soledad aunque no sepa cómo demostrarlo. La amistad se rompe, los amigos se enfrentan. Y Fincher narra todo esto con un halo de inevitabilidad que se presiente durante todo el filme, que le dota de una grandeza difícil de alcanzar... pero al mismo tiempo de una cierta frialdad, que es donde reside el punto más débil de la película, porque no se atreve a retrarar con más firmeza a los caídos en esta lucha de amigos y enemigos. Pero todo temáticamente clásico.

Lo que cambia es el modo de narrar la historia. No lo sabemos hasta que no pasan unos minutos, pero estamos asistiendo a un enorme flashback que ocupa toda la película hasta la escena final. Ahí rompe Fincher las reglas del cine más convencional, haciendo interactuar la escena presente y el flashback de una forma magistral (tanto crédito en esta faceta merecen los montadores, Kirk Baxter y Angus Well, como en el ritmo frenético del filme los compositores Trent Reznor y Atticus Ross). Esa escena presente, por cierto, entronca con la más clásica tradición de cine de juicios, a pesar de que el set no sea un tribunal. Y allí crecen las miradas y los diálogos, los actores y el guión. Clásico, muy clásico (también en la duración, unos ajustados 120 minutos que contribuyen a la fuerza del relato), a pesar de que Internet lo inunde todo y de que el montaje convierta a Fincher en un director de lo más contemporáneo. Y clásico, porque los encuadres de Fincher hablan mucho más que los de la mayoría de los directores actuales.

La red social es una película sobresaliente, casi imprescindible. Pero corre el riesgo de ser ahogada por su propia fama. Es uno de esos títulos en los que todo el mundo parece ver genialidad, por encima incluso de la que realmente hay. Insisto en que para mí no es la mejor película de David Fincher. Pero es un peliculón. Así, con letras grandes, las que vayan haciendo justicia a un director siempre valiente.

domingo, octubre 24, 2010

Cómics de saldo: 'Jonah Hex' y 'Los perdedores'

No es un ningún secreto que las adaptaciones de cómics están de moda en el cine, y no sólo en los títulos procedentes de Hollywood. Tampoco es secreto alguno que el género ha alcanzado una madurez notable de la que es en gran medida responsable la visión de Batman que Christopher Nolan ha plasmado ya en dos películas (y ya está trabajando en la tercera). Pero igualmente pocos se podrán sorprender si digo que este boom del subgénero deriva al mismo tiempo en la producción de películas que en el mejor de los casos se pueden considerar olvidables. Jonah Hex y Los perdedores son, con sus diferencias, dos de esos cómics de saldo que ofrece el cine de vez en cuando.


No es del todo justo que ambas películas caigan en el mismo saco, a pesar de su prodecencia en forma de viñetas y de no haber cumplido las expectativas. Y es que Jonah Hex es, directamente, una película infame, un filme anunciado a bombo y platillo durante su producción como uno de los títulos del verano y que, al final, llegará a España directamente en DVD tras su fracaso comercial en Estados Unidos. A pesar de que hay nombres a destacar detrás del título, ese fracaso es merecido. Es una mala película, es una mala adaptación de un cómic, es un mal western sobrenatural. Es mala. Punto. Se puede ver con más o menos cariño, tratando de pasar el mejor rato posible en los (afortunadamente) 81 minutos que dura, pero es un título insalvable desde todos los puntos de vista. Caerá en el olvido y muchos de los que participaron en ella la considerarán en un futuro no muy lejano como uno de esos errores que hay que cometer para hacer una carrera en Hollywood.

Dirige Jimmy Hayward, semidebutante en estas lides después de años de trabajo como animador en Pixar y de dirigir la cinta animada Horton. Viendo el resultado de Jonah Hex, se puede decir que poco se le ha pegado del trabajo cinematográfico de la casa animada, pues su primera película de acción real es un ejercicio torpe en todos los terrenos, un caro juguete de 47 millones de dólares que en Estados Unidos sólo recaudó diez en taquilla. El guión es torpe y malinterpreta los puntos fuertes del antihéroe creado por DC Comics, desperdiciando además los escasos buenos momentos que apunta y ofreciendo un climax final soso y sin garra. Ni siquiera técnicamente se puede destacar mucho, con unos efectos visuales ordinarios y un maquillaje rígido y poco realista para el rostro de Jonah Hex, una de sus características más visibles. La película encaja a la perfección en el prototipo de fracaso anunciado, con sus problemas durante el rodaje y sus retrasos en el estreno. Pero lo malo es que arrastra nombres decentes, empezando por el de su protagonista.

Josh Brolin es un buen actor, que ha dado la medidas de sus posibilidades, por ejemplo, trabajando para Oliver Stone en la segunda entrega de Wall Street o en W., pero aquí está perdido, trata de cumplir la papeleta con la mayor dignidad posible. Fracaso. Como John Malkovich, quien seguro que cobró un cheque con muchos ceros por su desquiciado villano. De Megan Fox casi es mejor no hablar. Dicen que es una de las mujeres más deseadas del mundo, pero su colección de malas películas es aún más impresionante que cualquier portada de revista que pueda protagonizar. Si algún día hace una buena (una película, se entiende), seguro que no será por su aportación. La nula química entre la pareja protagonista es la mejor explicación de por qué no funciona este filme. Y es que aquí la única química que hay es la que produce explosiones.

Decía que no es justo meter a Los perdedores en el mismo saco que Jonah Hex, porque no es tan mala película ni mucho menos. Pero sí es fallida. Está basada en una serie de 32 números publicada entre 2003 y 2006 también por DC Comics, a través de su sello para adultos Vertigo. La serie recibió atención de la crítica del medio al ser nominada a los prestigiosos Premios Eisner como mejor nueva serie de 2004. La película, sin embargo, con retrasos similares a los que vivió Jonah Hex, se pierde en un maremagnum de títulos idénticos. Y es que sobran ahora mismo las películas sobre un grupo de antihéroes, veteranos de guerra, tipos duros donde los haya que, con la inevitable presencia de una misteriosa mujer que dé un toque sensual a la historia, cumplen una misión suicida enfrentándose a un malo malísimo y haciendo explotar por el camino todo lo que pillen a su paso. El género es viejo y las novedades que aporta cada título son escasísimas. Los perdedores no es una excepción, a pesar de que, en el fondo, cumple con lo que promete. Es eso y nada más. Y, con todo, no es de los peores títulos que se han estrenado.
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La clave para asumir lo que cuenta Los perdedores es estar dispuesto a perdonar cientos de clichés y excesos, de vueltas de tuerca y de mucho ruido y movimientos de cámara. Si es así, Los perdedores entretiene. Es una diversión tonta y simple, sí, pero entretiene. Lo malo es que no es capaz de distanciarse de otros títulos similares y, por cercanías en su estreno, sale perdiendo en la comparativa con el título más similar que pudiera imaginarse: El equipo A. A los personajes de Los perdedores les falta el carisma que sí tenían los herederos de la serie de televisión de los años 80. Quizá con otros actores, quizá con otro tono, se podría haber ofrecido un producto más llamativo. ¿No es exactamente lo mismo que ofreció Stallone en ese llamativo revival de los 80 que era Los mercenarios? Lo dicho, demasiados títulos con la misma idea en la cabeza, los mismos arquetipos como protagonistas y la misma vía para resolver los conflictos del mundo a tiros.
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El reparto no ayuda demasiado tampoco. Hay nombres conocidos, pero de segunda fila. Jeffrey Dean Morgan (el Comeidante de Watchmen), Zoe Saldaña (Uhura en el nuevo y entretenidísimo Star Trek de J. J. Abrams), el español Oscar Jaenada (Camarón; aquí, por cierto, apenas tienes líneas de guión a pesar de que sí aparece mucho en pantalla), Chris Evans (la Antorcha Humana en Los 4 Fantásticos y el próximo Capitán América) o el histriónico (he aquí un eufemismo) villano que conforma Jason Patric (Speed 2, En el valle de Elah) son rostros conocidos, pero, como apuntaba más arriba, ninguno tiene el suficiente carisma como para elevar el nivel de una película correcta pero que se queda en el camino. Aunque raspa el aprobado (no lo hará para todos los espectadores), es quizá un modelo de cómo adaptar un cómic sin la pasión necesaria como para que funcione.