jueves, abril 30, 2015

'Vengadores. La era de Ultrón', el mayor espectáculo superheroico de la historia... por segunda vez

Cuando Joss Whedon estreno Los Vengadores en 2012 se ganó todos los elogios posible, y con razón. En aquel momento era imposible hacer algo más grande, más satisfactorio para el aficionado y más espectacular. Han pasado tres años y llega Vengadores. La era de Ultrón, colofón a la fase dos del universo cinematográfico de Marvel, y las sensaciones son las mismas. Por imposible que parezca, Joss Whedon lo ha vuelto a hacer. Ha filmado el mayor espectáculo superheroico de la historia, por segunda vez en su carrera. La era de Ultrón es un filme gozoso de principio a fin, casi un clímax continuo con unos niveles de épica extraordinarios, con un desarrollo increíblemente sutil no ya de sus personajes, construidos con mimo, sino de todo ese universo que se ha ido tejiendo desde que Iron Man abrió esta singular y pionera aventura cinematográfica de la que Whedon ha sacado lo más grande con una categoría extraordinaria y un conocimiento sublime de los personajes y de lo que podía sacar de cada uno de ellos.

Resulta inevitable preguntarse cuál de las dos películas de los Vengadores es mejor, y la respuesta más acertada sería que ninguna. Lo que consigue La era de Ultrón es recrear las mismas sensaciones de emoción que generó el filme original, pero en espectadores con tres años más de experiencia en este riquísimo universo. Todo lo bueno de Los Vengadores está en La era de Ultrón, incluyendo un clímax memorable cuyo único enemigo es el marketing que ha desvelado demasiado en los trailers. Y todo lo malo de la primera entrega se intenta corregir. Eso puede provocar defectos nuevos, no es cuestión de decir que estamos ante una película perfecta (y que no lo es se puede ver, por ejemplo, en un personaje secundario presentado previamente y que tiene un indudable sabor a decepción, o en la forma en la que se prescinde del final de una de las películas de este universo), pero el sentido del entretenimiento y de la diversión que exprime Whedon en cada secuencia es tan memorable que cualquier pequeño fallo se disculpa con facilidad.

Whedon es quien más partido ha sacado de un reparto que ya funcionaba a la perfección en las películas individuales. Por ejemplo, La era de Ultrón es, por segunda vez, el filme definitivo de Hulk sin que el alter ego verdoso de Bruce Banner sea su protagonista. Pero sabe tanto Whedon de Marvel y también de cine que al mismo tiempo la introducción de los nuevos personajes es magnífica. Ultrón es un villano a la altura, pero la función se la llevan la Bruja Escarlata que interpreta Elizabeth Olsen y la Visión de un físicamente muy sorprendente Paul Bettany. ¿Cuántas películas basadas en cómics han tenido resultados nefastos por no saber administrar un número de personajes elevados? Pues La Era de Ultrón tiene nada menos que una docena de personajes centrales, más de una quincena de personajes Marvel con los que hay que satisfacer al aficionado y, al mismo tiempo, crear una historia coherente. Incluso Thor, que tiene aquí menos protagonismo que en la entrega anterior, está sensacionalmente descrito con elementos puramente narrativos y nunca de cara a la galería, plantando semillas que, seguro, se verán nacer en Thor. Ragnarok.

El festival de efectos especiales tiene algún momento demasiado digital, sobre todo en la brillante escena inicial (recordatorio, por cierto, de uno de los grandes momentos del clímax de Los Vengadores), pero la acción está tan increíblemente bien orquestada que acaba dando igual. La historia, escrita con sutileza, deja incontables guiños para el aficionado, bien de esta serie cinematográfica o bien de los tebeos (por supuesto, entre ellos está un memorable cameo más de Stan Lee, o la inevitable escena que aparece tras los primeros créditos, de nuevo para poner los dientes largos), y Whedon deja su sello tanto en la bellísima construcción de los personajes como en el constante humor que introduce y que no entorpece en absoluto el drama que hay en el filme. Porque son superhéroes, y su objetivo es entretener al público, pero también están ahí para salvar el mundo y contarlo de una forma humanamente realista como ha hecho Whedon exige una capacidad emocional muy intensa. Así, lo peor de La era de Ultrón no es otra cosa que saber que Whedon no estará para Infinity War, la tercera película del grupo. Porque estas dos son bestiales.

'Astérix. La residencia de los dioses', así sí

Es difícil encontrar alguien que no haya leído una aventura de Astérix, uno de los más de treinta álbumes de los personajes creados por René Gosciny y Albert Uderzo que se han convertido en títulos de referencia para incontables generaciones. Por eso, cualquier película basada en este mundo tiene ya algo ganado, y es que apela a nuestro subconsciente juvenil. Pero la decepción que provocaron las adaptaciones en imagen real, insalvables pese a la presencia de Gerard Depardieu como Obélix o el reclamo sexual considerado seguro de mujeres como Laetitia Casta o Monica Bellucci, lleva a un recelo casi necesario. La animación tradicional se había portado bien con el personaje, pero sin alardes. Y con esa historia, es fácil caer en la tentación, razonada y razonable, de considerar Astérix. La residencia de los dioses, como la mejor encarnación en cine que han visto hasta la fecha el guerrero galo y sus amigos. La película, desde luego, es un producto de ritmo salvaje y diversión asegurada para aficionados y para profanos de sus tebeos.

La residencia de los dioses es el decimoséptimo álbum de Astérix, publicado originalmente en 1971, y fue uno de los primeros en incluir detalles de crítica social que, aunque hayan podido verse superados por el paso del tiempo (o no, porque cuando los esclavos empiezan a hablar de sus condicional laborales al espectador medio se le pueden venir a la cabeza muchas cosas que los niños no entenderán), se ven perfectamente en la película. Pero eso, aún siendo un ejercicio divertido para los adultos, no es lo esencial del filme, una auténtica montaña rusa llena de subidas y bajadas, rodada por Alexandre Astier y Louis Clichey con un ritmo envidiable que no rompe en absoluto la fidelidad al material original. Para el lector habitual, hay muchos guiños, por supuesto, pero no alejan para nada a quien no conozca a la historia. Por eso, esta cinta es ideal para introducir a los más pequeños en el mundo de estos personajes.

Siempre ha habido algo atractivo en esa irreductible aldea gala que se negaba a caer bajo el yugo del Imperio Romano, y la película lo consigue extraer. Su humor es intachable, la conversión de los personajes a diseños animados por ordenador completamente modélica y nada parece estar fuera de lugar. Es, efectivamente, la película de Astérix que los seguidores del personaje podían soñar. Es verdad que en algún momento da la sensación de írsele el juguete de las manos a sus directores y sobrepasar los límites de la estridencia, más sonora que visual, pero son detalles menores que no empañan la divertida colección de gags que trasladan con tanto acierto desde las viñetas a la imagen en movimiento. Como le sucedió a Mortadelo y Filemón con su última aventura cinematográfica, la animación 3D se ha demostrado el vehículo más eficaz para hacer creíbles a estos personajes a los que muy poca gente ha podido resistirse en 2D sobre las páginas de sus álbumes.

Sería absurdo negar que, en el fondo, es una película pensada para los más pequeños y para los seguidores de Astérix, para los ya convencidos, para todos aquellos que han leído y disfrutado sus aventuras cuando eran chavales. Para ellos están las bromas sobre jabalíes, los efectos de la poción mágica o el festejo final con ese detalle que todo el mundo espera. Pero siendo eso una obviedad, es también cierto que la película se ha hecho para contentar a un público más amplio, porque está hecha con un ritmo endiablado, con un muy buen villano (Julio César siempre está rodado con maestría, en grandes escenarios, con una iluminación formidable y con ángulos de cámara que dan mucho poder al personaje) y honrando a unos personajes que, se quiera o no, se sea o no aficionado a sus aventuras, son unos iconos mundialmente conocidos. Y sí, es animación y es francesa, pero no hay nada que envidiar a las películas nacidas en los grandes estudios norteamericanos. Así, sí se puede adaptar un tebeo. Así, sí. De una forma tan divertida y eficaz, sí.

'Lo mejor de mí', vista una...

Van ya nueve películas basadas en las novelas de Nicholas Sparks, y aunque ya se podía decir desde hace unas cuantas de ellas, Lo mejor de mí confirma que vista una, vistas todas. Los mecanismos son los mismos, los personajes son casi idénticos, las situaciones de conflicto terriblemente similares y no parece haber un gran salto entre ellas, más allá de la lógica modificación de los actores principales y algún que otro mínimo recurso narrativo, aquí la presencia de dos parejas de actores que se llevan veinte años para contar dos momentos diferentes de la asumible historia de amor. Pero lo cierto es que detrás de esa excusa se esconden películas más bien flojas, previsibles, estiradas y a ratos incluso aburridas. No es que esta sea la peor de la lista, y desde luego es una mejora evidente con respecto a la anterior, la más que olvidable Un lugar donde refugiarse, pero nada aporta. Bueno, aporta dinero en la taquilla de los convencidos. Quien guste de las historias de Sparks, desde luego disfrutará de este pese a sus evidentes defectos.

El principal viene a ser el cásting. Y no porque sea necesariamente malo, que no lo es, pero sí porque comete un error de base, y es que es dificilísimo ver al mismo personaje en las dos parejas de actores escogidos. Algo sí se puede atisbar entre Michelle Monaghan y Liana Liberato, pero resulta casi imposible asimilar que James Marsden y Luke Bracey se están ocupando de idéntico papel en el presente y en el pasado. Ni por sus rostros, ni por su forma de actuar, ni siquiera por su altura o su lenguaje corporal. Con esa desconexión ya rompiendo esta película con indudable alma de telefilme, es difícil entrar en ella. Y más si tenemos en cuenta que hay un enorme desequilibrio entre los protagonistas. Con diferencia, ella es lo más interesante del presente y él lo es del pasado, porque el guión les reparte así la gloria, no por el trabajo de los actores. De hecho, en Liana Liberato se intuye mucho más de lo que la película le deja mostrar.

Pero incluso aunque se quiera admitir cierto carisma en el reparto, la dirección de Michael Hoffman no tiene la garra necesaria para convencer. Le penaliza, de hecho, ese estilo Nicholas Sparks que salta de una película a otra sin que importe demasiado quien se sienta en la silla del director, con una música casi intercambiable y unos recursos narrativos demasiado parecidos. Pero siempre se puede hacer algo más y el responsable es obviamente él. Tampoco ayuda la necesidad de respetar por completo la novela original, algo que en lo que el cine actual cae en demasiadas ocasiones, lo que añade alguna trama que termina alargando la película de más, intentando buscar más drama, más emotividad o más romanticismo. El caso es convencer a un público ya convencido, y eso seguro que lo hace Lo mejor de mí. Es inevitable. Es puro cine de sobremesa con la firma de un escritor que cuenta con muchos seguidores, y al no salirse de lo previsto es obvio que tiene todas las de ganar en su target.

¿Y para quien no esté en ese target? Pues más bien poca cosa. De hecho, alguna escena despierta risas que no debería provocar. Quizá la tabla de salvación sea la baza ya apuntada, el reparto, aunque tampoco se trata de actores de primer nivel que puedan arrastrar público a los cines. Por eso, en el fondo, da cierta rabia que se sigan repitiendo con tanta facilidad estas películas clónicas, de coste reducido y que tienen muchas papeletas de recuperar la inversión con cierta solvencia para seguir alimentando esta rueda de producción. Al fin y al cabo, Nicholas Sparks tiene ya 17 novelas publicadas y tiene unos saludables 49 años que le permitirán seguir escribiendo durante muchos años, con lo que hay material más que de sobra para seguir esperando más películas como Lo mejor de mí que aumenten la leyenda cinematográfica de Nicholas Sparks, que arrancó en 1999 con Mensaje en una botella y alcanzó su cúspide de fama en 2004 con El diario de Noa. Pues eso, más de lo mismo.

'Walking on Sunshine', un sing-along de buena música y mala factura

Es bastante obvio que Walking on Sunshine se ha concebido con dos elementos en la cabeza. Por un lado, y de forma esencial, la música, una selección de conocidísimas canciones de los años 80 versionadas por los actores del filme en números musicales a la vieja usanza, pero que apelan más a la nostalgia que al gusto por la brillantez con la que puedan estar hechos. Por este afán se explica, por ejemplo, la presencia de Leona Lewis, ganadora de un concurso televisivo británico en el año 2006 y cantante de éxito desde entonces. Por otro lado, el entorno, una postal turística de la región italiana de Apulia que para ser mostrada ni siquiera tiene que mostrar coherencia geográfica. Y ya está. Lo demás, olvidable. Poca historia, personajes pocos carismáticos, todo muy previsible, facilón y a veces rozando lo amateur. Pero sí, la música basta para, aunque sea despertando del letargo cada cierto tiempo, paliar en parte la mala factura de la película.

Se huele desde el principio que Walking on Sunshine es de esas películas que obligan a apagar el cerebro. A los cinco minutos es tan evidente lo que va a suceder en la cinta, que asusta. No hay sorpresas, más allá de la simpatía que derrocha uno de los personajes, el caradura ex novio de una de las dos hermanas protagonistas interpretado por Greg Wise. El resto va de la rutina a lo anodino, pasando por el cliché y, por supuesto, la belleza de la mayoría de sus protagonistas (a excepción de los entrados en kilos Katy Brand y Danny Kirrane, que son la cuota habitual de este tipo de actores, indudablemente como motivo cómico del cine de buen rollo en el que pretende encajar) y del lugar escogido como escenario. En ese sentido, no hay duda de que es una bellísima postal, montada eso sí de una forma completamente arbitraria, llevándose por delante la continuidad de una forma notable.

Obviamente, todo esto forma parte de la desgana de hacer una película en la que sólo quiere venderse con el carisma y el atractivo de la foto fija de sus tres protagonistas (Hannah Arterton, la hermana de Gemma Arterton, Annabel Scholey y Giulio Berruti) su concepto como musical. Y ahí, claro, el trabajo está hecho de antemano. Con canciones ochenteras de Maddona, Bananrama, The Bangles, George Michael o Roxette, resulta casi inevitable que la pierna se mueva al ritmo de la música, al menos para aquellos espectadores que hayan crecido o al menos conozcan esas canciones. Su presencia en la película es más o menos discutible, y la sensación es que el guión se ha ido construyendo en base a los títulos y letras de las canciones cuyos derechos han podido adquirir. Y la ejecución de los números es simplemente correcta. No hay ninguno especialmente memorable, ni tampoco alguno que desemboque en el desastre.

La verdad es que sorprende que un musical con una buena selección de canciones no sea capaz de pasar del nivel que ofrece Walking on Sunshine, pero el resultado es bastante pobre. Pasable si lo único que se pretende es pasar un rato simpático animado por la música seleccionada, pero poco más. Max Giwa y Dania Pasquini, que firman la película simplemente como Max & Dania, no hacen valer su experiencia en el mundo del musical para hacer algo verdaderamente atractivo, fallando sobre todo por la parte más cinematográfica y menos vinculada al género que exploran. Y eso que tienen un reparto mínimamente solvente que sabe llenar los zapatos de su personaje seguramente muy por encima de lo que los dos directores han sabido sacarles. Pero la película no tiene emoción, no conmueve ni en los momentos más felices ni en los más tristes y la implicación con la historia es tan mínima que ni siquiera permanece en la memoria. Lástima.

viernes, abril 24, 2015

'El maestro del agua', el afortunado debut del Russell Crowe director

El maestro del agua es la primera película que dirige Russell Crowe y su debut puede calificarse a grandes rasgos de afortunado. Y es que su enorme categoría como actor ha encontrado un interesante reflejo detrás de las cámaras, desde donde también demuestra tener algo que contar. Su mirada es clásica, pero también sabe ser espectacular cuando lo necesita. La historia que ha escogido, la de un australiano que viaja a Turquía en busca de sus tres hijos, combatientes en la batalla de Galípoli durante la Primera Guerra Mundial, le permite el lucimiento en esa doble faceta. Como actor, sigue siendo tan eficaz que parece difícil encontrarle pegas. Como director, es verdad que cae en algún tópico de esos que parece inevitable, como los momentos en los que El maestro del agua parece una hermosa postal o asimilando la concesión al toque romántico que tiene la película sin que realmente lo necesite ni aporte demasiado, pero rueda francamente. Ha pasado por las manos de muchos grandes y se nota que ha aprendido.

Como las batallas que se muestran en el prólogo y después a modo de flashbacks no son el centro de El maestro del agua, Crowe no se vuelca en ellas. No le interesa el gran cuadro, sino pinceladas muy concretas que le sirven para definir a sus personajes. Quizá se le escapa ahí una oportunidad de hacer un filme más espectacular, pero da la impresión de que no es lo que quiere, que beneficia el aspecto de Joshua Connor, el personaje que interpreta el propio Crowe, como padre. Y de esa manera, hay más en las miradas que en las grandes panorámicas, más en las miradas y en los diálogos que en el cuidado proceso de recreación de la época y los exóticos lugares que adornan el filme para deleite del espectador occidental. Por eso no hay tanto disfrute en los planos turísticos y culturales y sí en las escenas más intimistas, desde el impresionante momento en el que Crowe lee Las mil y una noches en la habitación de sus hijos hasta el instante en el que descubre qué fue de ellos durante la batalla.

A Crowe aún le faltan cosas por pulir, por supuesto. Hay un ligero abuso del flashback, incluso repitiendo algunos momentos, lo que a veces ralentiza la película, pero sabe de su importancia para construir la historia y los maneja bien con frecuencia. De hecho, una de las mejores secuencias de la película es un flashback que le permite un gran lucimiento físico, actoral y narrativo, en el que montando a caballo va en busca de sus hijos, todavía niños, cuando les sorprende una tormenta de arena. Ahí se ve la capacidad de Crowe como cineasta, convencido en lo que hace, sabedor del poder de la imagen y el sonido, pero también consciente de que la única forma de contar algo es a través de unos buenos personajes. El suyo lo es, el de Olga Kurylenko también, y el de Yilmaz Erdogan también, aunque en algún momento da la impresión de que podría haber sido aún más grandioso. En realidad, como toda la película, que deja un muy buen sabor de boca pero no termina de alcanzar un lugar aún más privilegiado.

Con sus defectos, que se pueden reunir en torno a los clichés que resultan más habituales en el cine de corte hollywoodiense, El maestro del agua es en todo caso una película muy atractiva, una aventura clásica, que sabe sacar partido a su exótico escenario, a su ambientación en la Turquía del primer cuarto del siglo XX para enmarcar una historia universal, francamente bien dirigida y muy bien interpretada (imposible no destacar también el breve pero muy intenso papel de Jacqueline McKenzie, en realidad motor emocional y argumental del filme). Y si hay algo que Crowe maneja muy bien en la película es la intensidad personal, la que estalla en una discusión a tres bandas que precipita el último tercio del relato y que en realidad forma parte de muchos más momentos a lo largo de sus algo menos de dos horas de notable cine. Así es casi imposible no sentir interés por saber cómo desarrollará Crowe su carrera como director, porque su debut deja un más que apreciable buen sabor de boca.

'La sombra del actor', una disección curiosa

En las primeras escenas de La sombra del actor es inevitable pensar en Birdman, con la que hay incluso una coincidencia asombrosa en un instante, y la curiosidad aumenta cuando se comprueba que ambas películas se enseñaron en el pasado Festival de Venecia, la de Barry Levinson tres días después de la Alejadndro González Iñárritu. En realidad, sus semejanzas pasan sólo por la disección del actor que realizan, pero si bien aquella es un fresco colectivo de lo que sucede en el backstage y en el escenario de una obra, esta se centra en la caída al infierno de un intérprete que ya no quiere seguir siéndolo. Es inevitable sentir cierta confusión, porque la película es una a ratos extraña montaña rusa emocional que va variando de foco y casi hasta de tono, pero Levinson, con un Al Pacino que se queda la película prácticamente para él solo (generalmente para bien), consigue un intrigante drama y una agradable comedia, mezclando ambos elementos en una historia quizá algo más artificial de lo que parece pero que mantiene el interés hasta el final.

Lógicamente, la presencia de Pacino tiene mucho que ver en eso. Como le ha sucedido en las últimas décadas a tantos grandes actores del Hollwyood de los años 70, Pacino no está protagonizando ahora sus mejores películas, pero de vez en cuando tiene chispazos muy interesantes. La sombra del actor es uno de ellos, porque la disección del actor que propone la película es casi un trabajo personal e intimista que se asoma a su propia personalidad. Es fácil caer en la tentación de pensar cuánto hay de Pacino, o de cualquiera de estas otras estrellas que se alejaron del cine de calidad que les convirtió en quienes son, en la figura de este Simon Axler, imaginado en primer lugar en la novela de Philip Roth en la que se basa el filme. La sombra del actor funciona mejor cuando más ambiguo es todo. Cuando Levinson intenta explicar las cosas es cuando la película llega a territorios menos afortunados. Ahí y en el uso del tiempo, no siempre demasiado acertado.

Lo que mejor funciona en el filme es su surrealismo. Pasado el momento inicial, que intenta añadir una carga intelectual que la película en realidad tampoco necesita, son las vicisitudes a las que tiene que hacer frente Axler las que dan vida al filme. Y casi siempre es un surrealismo en femenino, que pasa por las figuras de cuatro mujeres: Pegeen (Greta Gerwig), la hija de una pareja de actores a la que hace años que no ve; su madre (Dianne Wiest); la acosadora e insistente ex novia de la joven (Kyra Sedgwick); y la desequilibrada compañera de internamiento de Axler (Nina Arianda). Pacino se divierte en las escenas con ellas, también en las ensoñaciones con las que Levinson quiere dejar al espectador con la duda de si está ante una historia realista o ante las visiones de un actor esquizofrénico. Y Levinson deja que sus actores gocen más que sacar conclusiones o hacer juicios de valor. Quizá falta algo más de concreción en la película, que no de explicaciones, para que el resultado sea más completo, pero por el camino deja algunas escenas y personajes interesante.

Con la simple presencia de Levinson tras la cámara y de Pacino al otro lado (y la de Wiest, y la de Segdwick), La sombra del actor tiene más que garantizada la atención. Y aunque ambos están lejos de sus mejores momentos, algo mucho más apreciable en el que caso del director que del intérprete, el resultado es lo suficientemente atractivo como para disfrutar de la experiencia. No es ni la disección definitiva del actor, esa figura que ha ganado progresivamente la atención del mismo cine en los últimos años, ni tampoco la mejor película posible con el material que Levinson tenía sobre la mesa, pero acaba resultado una comedia con algunos aciertos notables y un drama sugerente sobre lo que se cuece en la mente de un actor, que no deja de ser en realidad un embaucador al que siempre le permitimos que nos embauque. Como la película, de hecho, que sabiendo perfectamente que tiene sus flaquezas acaba convenciendo con el magnetismo de su protagonista.

'La pirámide', el horror... pero cinematográfico

Cuando uno ve La pirámide, la pregunta que surge de inmediato es cómo es posible que una película así pueda, no ya llegar a estrenarse, sino simplemente hacerse de esa forma tan lamentable. Si hay un género que es fácilmente maltratable, ese es el terror, pero hay filmes como este que se salen de las escalas. Está realizada, interpretada y escrita con tal torpeza que parece mentira que sea una obra profesional, con un gran estudio detrás de ella y que incluso llegue a los cines, cuando siendo más que benévolo es carne de videoclub. Siendo, en realidad, muy benévolo. No siendo demasiado quisquilloso, la verdad es que la película podría haber sacado partido de una ambientación correcta, pero la dirección del debutante Grégory Levasseur, una cierta sensación amateur de la que es imposible sustraerse y unos diálogos terriblemente torpes, tópicos y absurdos, ejecutados por unos actores que no se creen absolutamente nada de lo que están diciendo terminan de rematar a un filme de horror... pero cinematográfico, sí.

La pirámide sigue los pasos de dos arqueólogos, un técnico, una periodista y un cámara que acaban en el interior de una construcción egipcia recién descubierta e inexplorada. El toque exótico del escenario pierde encanto bastante pronto. La mejor manera de entender que es un filme bastante malo es que no provoca ninguna sensación de terror. Al contrario, bordea las involuntarias arenas de la comedia con situaciones y frases lapidarias completamente inverosímiles. En realidad, la advertencia es clara desde el principio, cuando parece que va a ser uno de esos ya incontables filmes de género que se narran mediante cámara en mano, ese subgénero tan poco exitoso del found footage, y muy pronto comienza a hacerse trampas hasta en eso, pasando a una narración tradicional complementada con esos planos grabados por los propios personajes y aderezados con la terriblemente tópica frase de uno de los personajes instando a otro a dejar de grabar. Si ese fuera el único problema del filme, no irían mal las cosas, pero no.

La torpeza con la que está escrita el guión es tan grande que presenta a una periodista que se va a Egipto a cubrir una excavación como esta y le sorprende el nombre de Osiris. O incluye una escena en la que hace falta un arqueólogo supuestamente extraordinario para interpretar como una amenaza un jeroglífico en el que le están reventando la cabeza a un personaje. Por no hablar de la incompetencia con la que expertos al parecer de renombre y experiencia se adentran alegremente en una pirámide sin equipo y sin precauciones serias, o de ese extraordinario momento en el que intentan rescatar a una víctima de una de las por supuesto previsibles trampas con las que se topan en el interior de los túneles de una forma asombrosamente ignorante. La única forma de pasar los afortunadamente breves 89 minutos de la película es tomársela a broma, como por desgracia suele suceder demasiadas veces en el género de terror. Si eso lo hubiera hecho Levasseur, igual se podría haber rescatado algo, pero por razones difíciles de comprender da toda la impresión de haber querido hacer una genuina película de terror.

Siendo tan previsible, es evidente que la película cae en todos los tópicos habidos y por haber. De hacer una quiniela, es casi imposible fallar en el orden en el que los personajes van cayendo en las amenazas de la pirámide (porque, obviamente, esta es una de esas películas en las que un grupo se va viendo diezmado por fuerzas misteriosas), por supuesto la joven, rubia y atractiva protagonista tiene que aparecer semidesnuda (lo cual ya tiene mérito en una película que se desarrolla casi de forma íntegra en el interior de una pirámide), y el final se prolonga hasta la extenuación, cuando podría haberse quedado unos diez minutos antes, simplemente por incluir una escena de efectos especiales que es bastante risible, no sólo por la baja calidad de las figuras realizadas por ordenador sino incluso por su misma ejecución en el set. Si por lo menos hubiera algún momento de genuino terror... Pero ni eso. Por mucha estridencia que se ponga en los efectos de sonido, La pirámide no provoca ni el más mínimo sobresalto. Es triste tener que emitir juicios tan duros sobre una película, pero es que no hay por dónde cogerla.

viernes, abril 17, 2015

'Lost River', el calco de estilo de Ryan Gosling

Al destacarse que Lost River es el debut en la dirección de Ryan Gosling, y viendo el tipo de cine por el que ha apostado frecuentemente como actor, el temor a que carezca de un estilo propio en este su primer filme está más que fundado. Y el resultado lo acaba confirmando. Gosling casi acaba confesando sus inspiraciones en los créditos del filme, colocando entre los agradecimientos a Nicholas Winding Refn o Terrence Mallick. Sólo le falta añadir el nombre de David Lynch y el cóctel que supone esta cinta está más que resuelto. Gosling rueda razonablemente bien, pero elude un estilo propio, prefiere quedarse con el de sus referentes, y se nota demasiado. Por eso la película, a pesar de que sólo llega a los 85 minutos y no llegar a aburrir, es un ejercicio de estilo más vacío de lo que seguramente le hubiera gustado, que deja de lado las posibilidades del imaginativo mundo que crea y que se centra en impactar visual y sonoramente. A ratos hasta lo consigue, pero juega tan en el filo de la navaja que al final acaba perdiendo el control.

Como resultado de esta mezcla, Lost River peca de una cierta indefinición en muchos niveles. Es difícil ubicar a la película en terrenos que prevengan de la cierta perplejlidad que pueden provocar sus personajes o su ambientación. Y por eso mismo a veces los protagonistas, una familia disfuncional encabezada por Billy, una madre (Christina Hendricks) dispuesta a hacer casi cualquier cosa para salvar la casa en la que vive con sus dos hijos. Si bien la historia de esta mujer podría haberse adentrado en universos lynchianos satisfactorios, y de hecho algo de su estética está presente ya desde el mismo cartel del filme, esta trama comparte demasiado espacio con la de su hijo adolescente, Huesos (Iain De Caestrecker), que es la que evidencia la irregularidad del filme y los peligros de caer en un surrealismo excesivo (el mejor ejemplo, lo que acaba rescatando de debajo del agua).

No da la impresión de que Gosling, también guionista del filme, haya sabido desarrollar los personajes ni tampoco el mundo en el que los ubica, del que apenas se dan explicaciones, perdiendo una ocasión de generar más interés por ese aspecto. Tampoco que haya sabido medir la importancia de cada una de las tramas, escenarios y motivaciones. Y el caso es que hay elementos de interés que quedan diluidos en favor de una estética nada personal. Gosling se recrea demasiado en artificios visuales y sonoros que si ni siquiera le pertenecen en primer lugar, pero de esta manera no consigue enmascarar los muchos problemas que tiene su historia. En demasiadas ocasiones da la impresión de que la historia de Billy y la de Huesos (todos los personajes tienen motes de este tipo; el de Saorise Ronan, Rata, es el único que tiene una explicación) forman parte de películas diferentes. El error de Gosling, que sí parece entender ambos caminos, es que no ha sabido hacerlos confluir, lo que ahonda en las pobres sensaciones que deja la película.

La irregularidad es la marca que deja Gosling en su debut en casi todos los aspectos, incluyendo las interpretaciones. Por un lado, saca buenos trabajos de Hendricks o De Caestrecker, incluso de Eva Mendes, cuyo personaje no deja de ser una cáscara vacía que aparece más por puro placer voyeur que por necesidades narrativas, pero desperdicia el personaje y la mirada inquietante de Saoirse Ronan precisamente porque su personaje y sus circunstancias no terminan de encontrar un encaje adecuado en la historia. Lost River no termina de ser una mala película, aunque los defectos superan con mucho a sus virtudes, pero sí es una muestra de lo que puede suceder cuando un actor con inquietudes se sitúa detrás de la cámara sin tener muy clara cuál es su voz y se deja llevar por lo que han hecho otros con él. Una lástima, pero en todo caso habrá que esperar a la segunda película de Gosling para saber de verdad qué podemos esperar de él como director.

'Una noche para sobrevivir', un correcto más de lo mismo

Aquellos espectadores que tengan un bagaje en el género, que estén acostumbrados a ver thrillers, que conozcan al detalle la trayectoria más reciente de Liam Neeson o incluso los que hayan visto y disfrutado los últimos filmes de Jaume Collet-Serra (que además cuentan con Neeson como protagonista, tanto Sin identidad como Non-Stop), encontrarán en Una noche para sobrevivir más de lo mismo. Pero es un más de lo mismo correcto, entretenido, bien llevado y que proporciona el entretenimiento para el que está pensando el producto. Si bien los primeros espectadores mencionados podrán pensar que la ausencia de originalidad y la repetición de arquetipos y modelos es un punto en contra de la película, el espectador casual sí podrá disfrutar de la historia sin problemas porque tiene las suficientes dosis de emoción y carisma como para pasar el corte sin demasiados problemas. No será consuelo para algunos, pero si los clichés se emplean con tanto oficio como aquí, no importa tanto que no haya una mayor originalidad.

Y es que Neeson ha encontrado desde hace ya muchos años un espacio en el que se mueve como pez en el agua. En Una noche para sobrevivir da la impresión de que su personaje va a ser distinto al de tantas y tantas películas como ha hecho en los últimos tiempos, se le presenta con una fragilidad mucho mayor, con un pasado turbio que afecta a su presente, con problemas con la bebida y de dinero, no muy lejos de ser un hombre derrotado. Pero en el momento que coge una pistola por primera vez se transforma, casi por arte de magia, en el Neeson al que estamos acostumbrados. Eso, en realidad, es un error en el filme, porque no deja reposar la historia lo suficiente (apenas transcurren 16 horas entre la primera escena, que da una información que en realidad no termina de funcionar, con el arranque de la historia) como para que esa metamorfosis sea del todo creíble, por mucho que el carisma de Neeson sea tan grande que pronto se olvida cualquier malestar y la inmersión en el ritmo trepidante que propone Collet-Serra es total.

Carisma y oficio son las dos grandes bazas de la película. Collet-Serra ha reunido un reparto con el que se disfruta en todo momento. Además de Neeson, es imposible no apreciar lo que Ed Harris es capaz de hacer, lo que ha hecho siempre aunque sea uno de esos actores infravalorados que nunca ha dado el salto al estrellato (impresionante la conversación que mantiene con Neeson en el bar), y en general todo el reparto funciona muy bien, desde Joel Kinnaman, interpretando al hijo de Neeson, hasta Vincent D'Onofrio. Y Collet-Serra rueda generalmente tan bien que aporta el nervio que necesita la película. El ejemplo perfecto es la espléndida persecución automovilística que introduce, continuación natural de la que ya incluyó en Sin identidad. Lo que no encaja tan bien en la historia, y que en realidad resulta un innecesario empleo de recursos, es la digital forma en la que realiza las transiciones entre escenas (o la del prólogo), que no consigue dar a la ciudad el protagonismo que busca y que sí se consigue con planos más tradicionales.

Una noche para sobrevivir, en realidad como casi todas las películas de Collet-Serra, roza los caminos de lo inverosímil pero acaba encarrilándose para entretener sin complejos hablando de lo que tantas veces ha hablado el cine, las consecuencias del lado más oscuro de los negocios mafiosos en la familia y en viejos amigos. La película mezcla tópicos y momentos más que interesantes, destacando entre estos últimos la conscientemente no demasiado explicada relación entre el protagonista y el policía que interpreta D'Onofrio. Quizá haya un intento de llevar la espectacularidad de la película demasiado lejos (en la escena del bloque de viviendas y la introducción de un temible asesino a sueldo), cuando Collet-Serra se muestra siempre acertado en entornos algo más controlados (los de cualquier tiroteo que se ve en la película, meticulosamente planificados, o la ya mencionada persecución por las calles de Nueva York), pero en general es muy fácil pasarlo bien con el filme, por mucho que nos recuerde a cientos de historias parecidas.

viernes, abril 10, 2015

'La dama de oro', corazón y memoria

Dejando al margen la tan manida etiqueta de "basada en un hecho real", una que sería bueno que pasara de moda como aquella de "en los mejores cines", hay que reconocerle a La dama de oro una fuerza, un corazón y una sinceridad bastante emocionante. Es, efectivamente, la historia real de Maria Atlmann, la legítima heredera de un retrato de Gustav Klimt que los nazis robaron a su familia, y cómo litigó por recuperarlo junto a un joven abogado, Randy Schoenberg, a su vez descendiente de un compositor austriaco y con más lazos emocionales que le atan a esta historia de los que quiere admitir al principio. Es material para manejar con cuidado, porque resulta fácil caer en estereotipos y sensiblerías, y sin embargo Simon Curtis lo maneja con bastante acierto, haciendo que la historia resulte fascinante en el doble tiempo que abarca, para mostrar por un lado y de forma más secundaria la Austria ocupada por los nazis y por otro la historia central del filme, la batalla legal que tuvo lugar a finales de los años 90.

Es francamente complicado no asumir que la clase que rezuma la película es una prolongación natural de la que manifiesta su protagonista, Helen Mirren, mientras que el entusiasmo que despierta la historia es muy similar al que muestra Ryan Reynolds al ponerse en la piel de su personaje. La diferencia entre ambos es palpable y negarlo sería absurdo, pero siempre se agradece que un actor busque gigantes a los que medirse y de los que aprender, aunque sepa perdida de antemano la batalla. Por eso, al final la adaptación entre ambos es bastante natural, con la colaboración del tercer eje del filme, el periodista austriaco al que interpreta Daniel Brühl, y por eso el foco de la película está en los personajes. Sí, es una película sobre el nazismo y su ocupación austriaca, es también una película sobre arte, y una de juicios, pero sobre todo es una historia humana, cambiante, con corazón y memoria, elementos estos dos esenciales para entender el alcance de La dama de oro.

Curtis, que alcanzó cierto y quizá algo exagerado reconocimiento crítico con su primer largometraje comercial, Mi semana con Marilyn, no es que asuma demasiados riesgos en La dama de oro, simplemente deja fluir la historia con naturalidad y eso basta para convencer con facilidad. Sí trata de dejar un sello más personal en las escenas más intensas de la época más antigua, sobre todo en la persecución con la que prácticamente cierra esa parte de la trama, pero la historia presente casi se cuenta sola en las conversaciones que cruzan los personajes de Mirren y Reynolds. Lo demás que rodea a esas escenas, de hecho, sí tiene un cierto tono maniqueo, tampoco demasiado evidente como para ser un problema pero sí suficientemente claro como para que quede claro cuál va a ser el mensaje de la película. En ese sentido, lo que gusta, lo que emociona es que no es una batalla librada por héroes de piedra, sino que admite con mucha sencillez las dudas que tienen los protagonistas. Eso da a la historia un alma que de otra forma se habría echado en falta.

Hay que reconocer que, incluso en la aparente sencillez que hay en La dama de oro, la película acaba teniendo una complejidad mayor de lo que parece mostrar. A Curtis le gusta jugar con el montaje ya desde la escena que acompaña a los títulos de créditos, e incluso con la cámara, aunque eso sólo lo pueda hacer en realidad en los flashbacks, y con las sensaciones que despierta en el espectador, lo que se ve especialmente en el epílogo de la película (antes de los inevitables rótulos que ponen el colofón informativo a la historia real que acabamos de ver). Y puede que, de alguna manera, quede la sensación de que no se ha visto nada especialmente nuevo. Pero cuando una película está rodada con clase, interpretada con carisma y narrada con sinceridad, el trabajo está más que bien hecho. Y así, queda la sensación de que La dama de oro es una de esas buenas películas que probablemente recibirá menos elogios de los que merece.

'Mortdecai', divertirse rodando no implica divertir al espectador

Hay películas en las que el espectador tiene la sensación de que los actores se lo han debido pasar en grande rodándolas. De hecho, cada vez son más. Mortdecai es, seguramente, una de esas películas. Pero lo que no parecen entender los actores y directores detrás de este tipo de cine es que divertirse rodando no implica necesariamente una diversión entre los espectadores. Mortdecai es, también, una de esas películas. Por desgracia, porque el planteamiento suena interesante: una película de espías, ladrones de arte, un cuadro perdido y unos cuantos enredos, con un reparto en el que se cuelan Johnny Depp Gwyneth Paltrow, Ewan McGregor, Paul Bettany y, en papeles más pequeños, Jeff Goldblum u Olivia Munn, con un director capaz de sacar entretenimiento hasta de lo más absurdo y delirante como era Sin frenos. Pero el resultado es aburrido, sin gracia, como un mal dibujo animado, con chistes sin gracia, escatológicos y sexuales en su amplia mayoría, y sin diálogos que aporten carisma a los personajes.

No hay que olvidar que la película lleva por título el nombre del protagonista, y eso obliga a exigir un mínimo de carisma en esa figura. Pero Johnny Depp hace tiempo que no está en ese juego. Él, efectivamente, se lo habrá pasado en grande dando vida al personaje, pero ni el guión le da los medios para entusiasmar ni él parece dispuesto a salir de los esquemas en los que ya le hemos visto en tantas ocasiones en los últimos años, una caricatura en sí misma, provista de incontables tics y muecas pretendidamente divertidos y con un aspecto físico que le haga parecer diferente (en este caso por el bigote del que tanto se abusa en los chistes de la película). De hecho, Depp acaba siendo el mejor termómetro para la película. Si a los cinco minutos no se le ha considerado soportable, es mejor abandonar el filme, porque su protagonismo es total y no hay cambio alguno en el personaje. Porque cargar, carga, y además no sorprende en nada de lo que hace.

Con esa figura como protagonista y con un elenco de secundarios a ratos inverosímiles, da la impresión de que Koepp ha querido llevar a la pantalla un ambiente casi parecido al de los viejos dibujos animados de la Warner, en la que físicamente todo parece posible y divertido, pero apenas consigue arrancar dos o tres risas. Si acaso, el personaje que sí parce divertido es el de Paul Bettany, el ayudante de Mortdecai. Porque el triángulo que forma Depp con Paltrow y McGregor ni está resuelto con estilo ni consigue despertar el interés necesario. En realidad, nada lo hace. La acción se aleja de cualquier complicación, y Koepp desperdicia varias escenas de persecución con puestas en escenas muy limitadas, frías, casi rodadas a cámara lenta y por ello carentes de espectacularidad, como dejándose llevar por el espíritu de unos chistes soeces, el slapstick más simple y un desarrollo terriblemente previsible y que permite abstraerse por completo de la trama, que acaba siendo bastante superflua.

En el fondo Mortdecai se deja ver, no es un desastre absoluto aunque en las líneas anteriores no se haya destacado nada en el resultado final. Pero la falta de elementos imaginativos en una película que precisamente quiere ser original, de un guión bien elaborado en el que se esconden tantos clichés que asusta o de actores que puedan sorprender, insistiendo eso sí en la excepción del por momentos divertido Bettany, hacen que la película sea completamente inofensiva, casi dos horas de experiencia en la que nada va a resultar satisfactorio de verdad. No es que provoque el enfado de un espectador que se sienta estafado, no es eso en absoluto, pero es que no genera la más mínima conexión con él a ningún nivel, salvo que guste el humor que abandera, por lo general bastante poco elegante o refinado. Pasan cosas, de vez en cuando hay un chiste simpático y poco más. Y sí, seguro que Depp y compañía se lo han pasado bomba rodando. Pero a este lado de la pantalla la frialdad es total.

'Aguas tranquilas', una belleza no tan completa como parece

El cine de Naomi Kawase es muy bonito de ver. Aguas tranquilas encaja perfectamente en esa forma de entender su trabajo como autora. Pero al mismo tiempo deja una sensación extraña, porque todo parece más vacío de lo que resulta en una primera impresión. Hay belleza, pero no muestra tantas cosas ni son tan precisas como puede llegar a parecer por momento. La película, una mezcla entre la vida y la muerte como tema esencial y el poder de la naturaleza como eje entre ambas, es lenta, no ofrece una inmersión inmediata sino que propone un proceso calmado y pausado, mucho, quizá demasiado, y no termina de arrancar hasta el último tercio, donde sí se ven el acierto en las metáforas que intenta plantear, el conflicto en las relaciones entre los personajes y una fuerza que busca sin tanto éxito desde el principio del filme. No es nada despreciable Aguas tranquilas, pero al mismo tiempo es una película que representa un desafío demasiado rocoso para las pretensiones que parece tener.

Y es que el enganche inicial parece sencillo, con dos adolescentes, un chico y una chica, entre los que claramente hay algo más que amistad aunque sus expresiones sean tímidas y contenidas. La película arranca, además, con una muerte, reforzando el interés de la autora en esa cuestión. Pero es una que acaba resultando muy insustancial para el resto de la historia, aunque resurja precisamente en los mejores momentos del filme. El interés de Kawase se mueve por otros terrenos, la dicotomía ya habitual en su cine entre la vida y la muerte deja paso a otras temas. Y es que, en realidad, y quizá de eso se acaba dando cuenta algo demasiado tarde, Aguas tranquilas se mueve mucho mejor en su análisis del amor, de las distintas clases de amor. Las dos familias que contrapone, las de los chavales protagonistas, también la relación que hay entre ellos dos, se acaban convirtiendo en el eje central de lo más sobresaliente de la película, porque es lo que sí consigue desbordar emoción en el acto final.

Hasta llegar ahí, es indudable la fascinación que pueden llegar a producir las imágenes de la película (aunque paradójicamente, las mejores escenas bajo el agua, de una textura casi onírica, llegan al final). Pero, como suele ser habitual, la duda es lícita: ¿es un acierto de Kawase como cineasta o es una simple admiración hacia el poder de la naturaleza? En muchas ocasiones es más fácil decantarse por lo segundo, porque las metáforas que intenta plantear la directora no terminan de funcionar con la misma facilidad en esos dos primeros actos que en el tercero, que es cuando se desencadena la tormenta, la física y la emocional. Ahí sí, ahí llega a su apogeo la película, las relaciones entre todos los personajes encuentran puntos culminantes además muy diferentes entre sí, expresiones absolutas del tipo de amor que se profesan, y ahí sí se logra esa comunión entre la imagen y la palabra, entre el fondo y la forma, entre los personajes y lo que se mueve a su alrededor.

La sensibilidad de Aguas tranquilas es muy propia del cine japonés, y por tanto su tono, su ritmo y sus personajes no cogerán por sorpresa a quienes estén acostumbrados a ver películas de este estilo, intimistas, lentas y con pretensiones metafóricas de diferente grado de dificultad. Por eso es fácil que el filme encuentre seguidores de la misma forma que habrá espectadores que consideren prácticamente imposible la conexión con esta narrativa. En todo caso, y sobre todo viendo la fuerza que sí logra adquirir la película en el tramo final, queda la sensación de que hay más vacío de lo que parece. No es que falten emociones, es que se muestran demasiado tarde y después de muchos minutos en los que la pretensión principal parece dejarse envolver por el entorno antes que entrar en el corazón de los personajes, que es lo que a la postre termina convenciendo con más contundencia.

miércoles, abril 01, 2015

'Insurgente', la rutina de siempre

Divergente fue una de las muchas muestras de cómo el cine espectáculo hollywoodiense se está dejando llevar por los caminos más fáciles y, por extensión, más equivocados. Y si la primera película ya era como poco discutible, la segunda confirma que el problema está lejos de solucionarse. Es un producto clónico, eso ya se ve desde la publicidad de la franquicia, con lo que no hay que esperar más que eso, la repetición de esquemas, personajes, escenarios y hasta moralejas. Pero en el caso de Insurgente eso añade también una dejadez notable en aspectos que tendrían que ser clave para que una saga de este tipo enganche. Hay personajes planos y no sólo entre esos secundarios que simplemente desaparecen y reaparecen a conveniencia, hay errores de continuidad clamorosos, situaciones inexplicables que afectan incluso a los conceptos fundamentales de la historia. Y a cambio no hay nada especialmente memorable y todo se ve venir a la legua.

Pero el modelo funciona desde el punto de vista industrial, por muchas críticas que se le puedan hacer. La primera película multiplicó por tres su presupuesto en la taquilla. Y esta segunda entrega será también un éxito, porque ya está anunciada la entrega final de la saga... por supuesto dividida en dos partes, porque por lo visto ya no se puede acabar una saga de fantasía juvenil si no es en dos películas más. El simple concepto de la franquicia es una triste continuación de la moda que Hollywood ha implantado y que todavía no ha servido más que para engordar las carteras de los productores, porque no hay ninguna película dividida en dos o más partes que pueda presumir de ser un acierto cinematográfico o que realmente lo necesitara por causas estrictamente relacionadas con la narrativa. Es simplemente estirar y estirar sin sentido alguno. Tanto es así que Insurgente llega a las dos horas con un punto de partida realmente modesto, la de una caja que sólo puede abrir un divergente y cuyo contenido se desconoce.

Con esa débil excusa para un filme tan largo (y que se hace muy, muy largo), Robert Schwentke demuestra que la deliciosa Más allá del tiempo fue una casualidad en una filmografía cada vez más descendente después de la terrible R.I.P.D. Departamento de policía mortal y la sobrevalorada RED. Sus escenas de acción son rutinarias y repetitivas, apoyadas en el uso de unos efectos visuales resultones (hasta el travelling aéreo casi final, que parece sacado de un videojuego de hace algunas décadas) y no presta demasiada atención a los personajes más allá de la protagonista, Tris, interpretada por Shailene Woodley con cierta intensidad pero con menos fondo del que puede parecer. Ella encabeza un reparto que sobre el papel es atractivo pero entre el que sólo destaca Miles Teller. Parece obvio, y es otra de las características de este cine, que los grandes nombres quieren salir en sagas como esta y las productores les quieren, pero el interés que añaden es muy escaso, como sucede con Kate Winslet o Naomi Watts, principal añadido de la secuela.

Schwentke ni siquiera saber dar salidas dignas a los personajes que se quedan por el camino (el colmo es el final de la película) y parece que el avance de la historia es pura rutina, porque las cosas tienen que suceder para seguir explotando el bolsillo del consumidor habitual de estas sagas. Por eso no sorprende demasiado la escasez de ambición en la adaptación del libro a la pantalla (se supone que hay una guerra, pero que nadie espere verla), los vaivenes de los personajes con o sin explicación o la repetición de los esquemas de la primera película. Insurgente, como ya le sucedía a Divergente, es un filme de consumo rápido. Seguramente le gustará a los consumidores habituales de estas sagas clónicas en objetivos y recursos, pero el éxito comercial no esconde el pobre resultado cinematográfico que ofrece. Sirve para pasar un rato, pero es tal el descuido con el que se ha realizado que vista en serio amenaza seriamente con cabrear. Y queda todavía ese episodio final desdoblado en dos películas como un año de diferencia. Paciencia.