viernes, enero 30, 2015

'Nightcrawler', un sociópata memorable

La contundencia de Nightcrawler obliga a pensar en dos genialidades absolutas que se mezclan en una sinergia formidable, Por un lado está el guión de Dan Gilroy, espléndido, con ritmo, tocando temas vitales, brutales y cargados de elementos para el debate, con unos diálogos rápidos e intensos, sobre todo inteligentes. Y por otro está la interpretación de Jake Gyllenhaal, que asume todo lo que escribe Gilroy en su guión y le da una fuerza a veces casi imposible de creer para crear un sociópata memorable. Porque Nightcrawler no es una película sobre los límites éticos de los medios, aunque ese tema esté ahí, sino que es un descarnado retrato de un tipo sin escrúpulos. Y como el filme trata del personaje por encima de lo que le rodea, sin Gyllenhaal esta habría sido una película completamente diferente. Probablemente se habría mantenido el fascinante ejercicio de estilo visual y sonoro por el que apuesta Gilroy, pero no habría sido tan profundo y fascinante. Y viendo el montaje final, Gilroy lo sabe sin ninguna duda.

Como a quienes hablamos de cine, y no digamos ya a quienes lo publicitan, nos encantan los referentes, saltan rápidamente a la cabeza dos títulos: Drive y Taxi Driver. Pero a pesar de que efectivamente hay algunos elementos en común con las películas de Nicolas Winding Refn y Martin Scorsese, sobre todo por su imprescindible componente urbano y por su considerable violencia, en realidad Nightcrawler marca distancias con respecto a ambos. Lo hace porque su protagonista no tiene nada que ver con los de aquellas en los aspectos más personales. Louis Bloom es, desde ya, un personaje clásico del cine contemporáneo, uno sin escrúpulos, ambicioso, asocial pero terriblemente inteligente, de reacciones rápidas y de un oportunismo extraordinario. Un sociópata, sí, precsiamente porque no encuentra encaje entre sus semejantes y sí se siente por encima de ellos, pero fascinante de principio a fin, en el fondo y en los pequeños detalles (como se ve en su frustración ante el espejo o su carcajada ante la televisión).

Gylleenhaal es, casi sin ninguna duda, el olvido más imperdonable de los Oscar de interpretación de este año. Lleva años creando personajes fuera de lo común y mostrando unas virtudes camaleónicas que ayudan a compararle con el Robert De Niro de Taxi Driver. Empieza a ser asombroso que la Academia no se acuerde de él desde su primera y única nominación en 2006 por Brokeback Mountain, sobre todo viéndole en sus trabajos más recientes, Enemy, Prisioneros o esta Nighcrawler. Gilroy saca todo el partido posible de la interpretación de Gyleenhaal haciendo que luzca, que brille, que sea el faro de su película, supeditando el desarrollo de todos los temas al retrato de su personaje. Casi parece, y eso es un halago, que Gilroy se comporta como el propio protagonista, colocando una cámara frente a la acción para conseguir un material de primera. Pero Gilroy ya se ha asegurado antes de darle un material de primera, con un guión sobresaliente y complejo, cargado de cinismo, de humor negro, de realismo y de crudeza.

Nightcrawler es, en ese sentido, una película mucho más profunda de lo que puede parecer en un vistazo. No es Drive, no quiere ser un western exageradamente violento, y no se queda en el derroche de estilo visual que, como en aquella, encuentra su mayor exponente en una brutal persecución automovilísitca en el tramo final del filme. Ni tampoco quiere ser Taxi Driver, porque no buscar ser una radiografía social de lo más degradante del paisaje urbano. Nightcrawler es una fotografía de un tipo psicológicamente apasionante por lo diferente, un tipo que encuentra en la ausencia de límites del periodismo más sensacionalista el campo perfecto al que dedicar sus numerosas habilidades. Y no se equivoca, lo que hace dota al filme de un debate ideológico, social y mediático absolutamente fascinante y que se convierte así en un retrato de enorme valor, construido con genialidad y que, una vez atrapa al espectador, no lo suelta ya hasta mucho tiempo después de que empiecen a pasar los títulos de crédito. Enorme e imprescindible.

'Alma salvaje', una redención atractiva pero muy larga

A estas alturas de la película, valga la expresión aquí más que en ningún otro sitio por la temática de este rincón, queda bastante claro que Jean-Marc Vallée es un espléndido director de actores, puesto que hace de ellos el centro emocional de sus películas. Lo demostró con Dallas Buyers Club con un inmenso Matthew McConaughey y lo vuelve a hacer en Alma salvaje con Reese Whiterspoon. Pero su nuevo filme también comparte otros elementos con su obra anterior, aciertos y errores. Aciertos porque se mueve muy bien a través de las elipsis y de los flashbacks, a pesar de algún que otro arranque autoral que no encaja con la misma facilidad, pero también lleva la película a un metraje excesivo que ronda las dos horas y que llega a rozar la repetición en más de un momento. Es lícito pensar que es lo mínimo que le puede pasar a un director cuando lleva a la pantalla la historia de una mujer que hace una senda a pie durante tres meses para olvidar los errores y problemas de su vida, y es obvio que muchas cosas se han quedado fuera, pero aún así pesa.

Lo hace a pesar de esos dos puntos fuertes que destacan con mucha facilidad. El primero, el esencial, es Reese Whiterspoon. Ella es la película, aparece en el 90 por ciento de los planos y recibe el peso de la trama con una fantástica naturalidad, su auténtica marca como intérprete, la que suele imprimir a sus personajes para mostrar una complejidad psicológica mucho mayor. Como el segundo punto fuerte de la película es su montaje y el gran uso narrativo del tiempo, el puzle interpretativo resulta aún más fascinante, porque Whiterspoon compone un personaje complejo a lo largo de un periodo de vida amplio y en el que se producen muchos acontecimientos. Unir la línea de puntos entre una escena y otra hace aún más brutal el trabajo de la actriz, pero también hace brillar el montaje de la película y el guión de Nick Hornby, porque no son flashbacks aleatorios o por cubrir el expediente, sino que tienen vínculos emocionales y argumentales evidentes con el presente que está en pantalla antes y después.

Los caminos más peligrosos que transita Alma salvaje están en la exagerada asociación de ideas que plantea Vallée, que no será seguramente del gusto de todos los espectadores. En ocasiones funciona francamente bien, pero como es prácticamente lo primero que propone (con una sucesión de imágenes casi subliminales que quieren repasar todo el contenido emocional de la película sin haber pasado antes por su narrativa) acaba poniendo en alerta antes de saber si la película esconde un disfrute mayor. Lo tiene a ratos, casi siempre en realidad, pero quizá el gran problema es que durante muchos momentos, casi todo de hecho, fascina mucho más la historia previa, el progresivo descenso a los infiernos de la protagonista, que la excusa real de la película, esa marcha a través del Pacific Crest Trail que emprenda esta mujer emocionalmente destruida por esas elecciones que había adoptado previamente en su vida y por los golpes que había recibido. Poco importa una mochila o una serpiente ante la profundidad que tiene la otra parte.

Y no es que montar Alma salvaje fuera una tarea fácil, tampoco se puede decir que Vallée falle estrepitosamente en algo. De hecho, es complicado seleccionar tantos momentos de esa marcha (y de esa vida) y dejar fuera otros. La película es mucho más compleja de lo que parece a simple vista, y la evidencia más palpable está en la voz en off que a veces acompaña a la protagonista: parece una herramienta tramposa, incluso lo es en algún momento, pero tiene una razón de ser. En todo caso, sí da la sensación de que se le va la duración, sobre todo porque ahí momentos en los que da la impresión de que no hay avance, ni físico para la protagonista ni emocional para su historia. Son momentos puntuales, no sensaciones continuas, por lo que el lastre a la película no es muy grande, pero están ahí. Alma salvaje es así una buena historia de redención humana y espiritual, un pelín pretenciosa en sus peores escenas y muy atractiva en gran parte.

'Annie', si existieran las películas innecesarias...

Hay un adjetivo bastante inaplicable a las películas pero que se utiliza mucho, que es el de "innecesaria", sobre todo cuando sirve para calificar remakes y nuevas versiones. Las películas pueden ser necesarias por su audacia, por su temática, por sus reivindicaciones. ¿Pero innecesarias? Difícil de ver. En todo caso, si se pudiera aplicar ese adjetivo de verdad, esta nueva versión de Annie lo merecería. No es que sea una mala película, es difícil pensar que se ha pasado un mal rato si se acepta su tono sobradamente conocido de musical y si se aborda con un espíritu libre y nada decidido a despedazar la película, pero es un filme que obliga necesariamente al espectador a pensar en versiones anteriores, teatrales si las ha visto y cinematográficas, las de John Huston de 1982 y la de Rob Marshall de 1999. Y es que al final queda la sensación de que la única razón para hacer esta película ha sido la de esa corrección política tan extendida en Hollywood de dar el protagonismo a actores de raza negra en historias que siempre han protagonizado actores blancos. ¿Eso es necesario? No, probablemente no.

En realidad, no hay mucho que reprocharle a Annie porque para bien o para mal es exactamente lo que quiere ser, una actualización de un musical que originalmente acontecía en los años 30 del siglo XX, con un cambio de raza de los protagonistas, buen rollo reinante a lo largo de todo el metraje y el final fácil y feliz que todo el mundo espera, con mínimo riesgo y probablemente con mucha más diversión en el plató que en el patio de butacas. Con todo, y a pesar de las ganas de crear un Annie en un mundo lleno de tecnología, la actualización que más chirría es la musical, con unas versiones de las populares canciones de la obra de Broadway que no terminan de encandilar como debieran y que encuentran escenarios un tanto restringidos (hasta el interior de un helicóptero) como para que brillen por sí solos. Y eso que la película arranca con la simpatía de convertir su entorno urbano neoyorquino en parte integral de la música, pero poco a poco va adoptando un tono no demasiado acertado.

Tampoco ayuda demasiado el reparto. Efectivamente, los actores se lo han debido de pasar genial durante el rodaje. Annie es una de esas películas light en todo y bonitas en su corazón que, con el añadido del musical, se llevan francamente bien desde el set de rodaje, o al menos así lo parece. Pero a este lado de la pantalla todo es menos bonito. Quizá el gran problema es que Quvenzhané Wallis, la alabadísima (quizá en exceso) actriz juvenil de Bestias del sur salvaje, no parece la adecuada para llevar adelante la película. Sí, es una niña adorable, pero no termina de hacer suyo el personaje de Annie. Jamie Foxx tampoco termina de contribuir demasiado, y Cameron Díaz lleva demasiado tiempo en una fase histriónica, exagerada y a ratos insoportable que hace de ella, literalmente, lo peor de Annie. Eso deja todo lo bueno del reparto en manos de Rose Byrne, una actriz que por desgracia pasa demasiado desapercibida para lo elegante, divertida y eficaz que suele ser siempre. Su personaje es, de largo, el más auténtico de toda la película.

Annie probablemente no defraudará a quienes busquen un musical con el que, simplemente, puedan pasar un rato agradable, pero hasta ahí llega el alcance de la película. No es la mejor versión posible, no acierta con las modificaciones que introduce (y no necesariamente por trasladar la acción hasta nuestros días), no resulta creíble prácticamente en ningún momento y lo mejor, de largo, son las bromas internas que disemina por la película, pasando por un par de cameos apreciables (uno de ellos se prolonga hasta un chiste al final de los títulos de crédito que tampoco va a cambiar la vida de nadie) y unos cuantos chistes en los que Hollywood es protagonista (y sí, George Clooney es mencionado en uno). Cine familiar sin demasiadas pretensiones, con pocos aciertos y una duración excesiva (ronda las dos horas) para lo poco que realmente está contando y las escasas sorpresas agradables que contiene el filme.

'Las ovejas no pierden el tren', comedia fallida

Siempre se ha dicho, con toda la razón del mundo, que la comedia es el género más complicado de todos. Eso no impide que haya un gran número de comedias que se estrenan todos los años en los cines de todo el mundo y que el cine español se lance de cabeza con mucha frecuencia al género. Las ovejas no pierden el tren es uno de esos ejemplos, pero es uno fallido detrás de su rimbombante pero en el fondo poco certero título. Álvaro Fernández Armero ha construido un filme que tiene su principal defecto en que apenas hace gracia. Dos o tres chistes sueltos sí crean el efecto deseado, pero la película se escapa en ese sentido sin pena ni gloria, sin alcanzar sus objetivos, sin provocar siquiera la hilaridad fácil con los chistes más picantes, que en un terreno en teoría más fácil, y dejando la sensación de que como drama podría haber tenido más posibilidades que como comedia, de que son muchos los temas desaprovechados y que el guión final resulta en algunos momentos hasta repetitivo.

A primera vista, la idea de Fernández Armero es buscar el roce mediante la contraposición de mundos opuestos. El urbano y el rural por un lado, pero también el masculino y el femenino, el familiar y el generacional. Y son tantas cosas las que quiere contraponer que la película va pasando sin que en realidad quede muy claro qué quiere contar, cómo quiere contarlo y qué información necesita para hacerlo, si quiere hablar de la crisis, de la familia, de la pareja o del sexo, y si los personajes que aparecen en la pantalla le son útiles o simplemente peajes más o menos necesarios. Esa indefinición podría haber quedado como un detalle menor si los personajes fueran carismáticos o si la película fuera realmente una expresión perfecta del gag, pero Las ovejas no pierden el tren no triunfa en ninguno de los dos sentidos, lo que supone que sus actores no están precisamente en el papel de sus vidas ni el propio Fernández Armero, autor también del guión, ha sabido sacar los mejores chistes de su imaginación.

La película se centra en una pareja que tiene un hijo y acaba de mudarse a un pequeño pueblo de Segovia, pero la convivencia empieza a estropearse justo cuando están buscando un segundo hijo. Él (Raúl Arévalo) tiene que lidiar con su hermano (Antonio San Juan), que se ha separado y está saliendo con una chica de 25 años (Irene Escolar), y con sus padres. Ella (Inma Cuesta), con su alocada hermana (Candela Peña) y con su liberada madre (Kiti Manver). Mucho enredo pero, en realidad, poca chicha (y no, no cuenta el nuevamente poco motivado pero siempre obligatorio desnudo femenino, al menos esta vez no por parte de alguna de las protagonistas). O el menos hay poca chicha tal y como ha montado la historia Fernández Armero, que tampoco ha sabido medir otros aspectos de la película, como el espacio (¿qué sentido tiene vivir en el campo si se pasan media película en la ciudad?) o el tiempo (¿de verdad pasan meses en esta historia?). Hasta los diálogos, e incluso el tono de voz de algunos actores, suena bastante irreal.

Las ovejas no pierden el tren se va quedando rápidamente sin mensaje, haciendo que pasen los minutos, muchos minutos además hasta rondar las dos horas, y hasta que llega a un cierre algo apresurado y que retira el foco de atención de la pareja protagonista, la menos importante al final. Aunque es verdad que no es demasiado habitual que se reúnan las dos ramas de una familia para explicar estas relaciones que sí se ven en el filme, lo cierto es que también hay demasiados tópicos y conversaciones mucho más facilonas. Pero lo peor es, sin duda, que la película no provoca carcajadas, ni siquiera bajando mucho el listón, y dado que está configurada para ser una comedia (y ahí están dirigidos los recursos de los actores principales, en especial Cuesta, Arévalo y Peña) eso acaba siendo un lastre demasiado grande como para poder disfrutar de una película fácilmente olvidable.

viernes, enero 23, 2015

''71', poderosísimo thriller sobre el odio

El debut en la dirección de largometrajes de Yann Demange, '71, es un poderosísimo thriller que hace de su ambientación en la Irlanda del Norte del año al que hace referencia el título su arma más poderosa. Es, en muchos sentidos, una experiencia extraordinaria, una de esas raras películas que encuentra el equilibrio casi perfecto entre la tensión más absoluta, las emociones contenidas bien planteadas desde el retrato inicial de su protagonista y un contexto histórico adecuado. Es, por ello, un pequeño gran logro que surge desde las tripas, porque es una película que no esconde nada y que, poco a poco, acaba convirtiéndose en un espléndido filme sobre el odio irracional, el que campa a sus anchas en conflictos como el que vivía entonces el país europeo y que durante tantas décadas tiñó de sangre sus calles. '71 es un filme violento, pero sobre todo realista y humano, es una lucha por la supervivencia, un cruce de traiciones y sinrazones perfectamente definidos y con un único problema, un final que no está a la altura y que habría sido espléndido de haberse quedado la película tres minutos antes de donde lo hace.

Quizá sea ahí, en ese final, además de en alguna que otra escena en la que pierde el control de la cámara, donde se pueda notar que esta es la primera película de Demange, aunque en realidad se trata de un defecto muy habitual en el cine actual, sea cual sea su procedencia, el de no saber poner el punto y final que cada cinta necesita. Demange lo había encontrado, con un formidable plano fijo y descorazonador, pero decide prolongar la historia un poco más hasta redondear una suerte de epílogo que, en realidad, no aporta nada. No aporta porque todo lo que tenía que decir la película estaba ya dicho. Y es mucho y de gran calado, porque engancha desde el fondo y desde la forma, desde el retrato individual del protagonista y desde el panorama general del conflicto que representa. Es difícil encontrar en sus primeros 90 minutos algún motivo que provoque insatisfacción, y sin embargo la salida del filme no es de las mejores por las que podría haber optado su director.

Aún así, hay un trabajo admirable en la película que merece toda suerte de elogios. Arranca con mucha pausa y de forma premeditada, porque quiere que la tensión, el odio y la violencia estallen de la misma forma en la pantalla que como lo hacían en las calles de Belfast que tan bien recrea. Ni siquiera en esa introducción se pierde una sensación opresiva que va aumentando poco a poco, con un sensacional uso de la música (David Holmes es su autor), una inquietante fotografía que aprovecha con mucho acierto las sombras y una recreación histórica que para sí quisieran las grandes superproducciones de Hollywood. Además, Jack O'Connell realiza un espléndido trabajo dando vida a un militar británico que se ve envuelto en una guerra de la que apenas sabe nada. Y es ahí, en la absoluta sinrazón, donde la película despega hasta niveles extraordinarios. No hay límites, ni siquiera la presencia de niños, y eso provoca un impacto enorme que, por sobrecogedor que parezca, añade una verosimilitud sensacional a la película.

Demange va construyendo la película con planos largos, siempre cámara en mano (que encuentra todo su sentido cuando busca en el espectador la misma desorientación que sufre su protagonista) y dejando un puñado de secuencias impresionantes, como la de los disturbios que desencadenan la trama, que hace que el odio creciente pueda sentirse incluso al otro lado de la pantalla, la forma en que finaliza la secuencia en el pub, demoledora y espectacular. '71 es una película espléndida porque actúa como thriller, como cine histórico, como muestra de un escenario socialmente desgarrador y menos lejano de lo que parece, una denuncia del odio imperante en la sociedad que no se pierde en los aspectos más maniqueos de cualquier debate político y que no se aleja de sus pretensiones originales, las de cerrar algo más de hora y media intensa y tensa, emocionante y perturbadora, en una historia en la que no se diferencian buenos y malos, sino que todos los personajes son actores y víctimas de un conflicto de absoluta irracionalidad. Brillante.

'Into the Woods', el infalible encanto del cuento de hadas

Por mucho que la sociedad evolucione y avance en su descreimiento, el cuento de hadas tiene un encanto infalible. Por eso es un género que se adapta a diferentes tonos y sensibilidades, que puede parecer clásico o moderno, para niños o para todos los públicos, más divertido o más serio. La irreverente musicalidad de Into the Woods es por eso la enésima demostración de que el cuento de hadas no puede morir. Es fácil pensar que los méritos de la película proceden del musical de Broadway de Stephen Sondheim por mucho que Chicago o Nine ya hubieran puesto sobre la mesa las irregulares habilidades de Rob Marshall para el género, pero viendo la fantástica inmersión en el mundo de fábula que se consigue con lo que aparece en la pantalla y con el formidable trabajo del reparto, es imposible no disfrutar de un filme que quizá como único defecto tenga una excesiva duración, especialmente en el tercio final, el más oscuro y menos divertido que llega justo detrás de una escena que tiene sabor a final. Pero, en todo caso, es un musical muy apreciable.

Si el cuento de hadas es inmortal, también hay que decir que el sello perfecto para que alcance su máxima expresión es el de Disney. Puede parecer intrascendente para el disfrute de la película, pero ver el logotipo de Disney al comienzo es la mejor manera de sentirse transportada al mundo que propone Marshall, uno en el que la magia, la fantasía y la diversión están prácticamente garantizados. Into the woods esquiva además con facilidad los posibles elementos repetitivos con películas relativamente recientes, como Caperucita Roja, Enredados o Jack, el caza gigantes, títulos que tratan las mismas fábulas que aparecen aquí, y no sólo por el hecho de que la película sea un musical sino también el tono escogido y por el buen uso de las elipsis, imprescindibles en Broadway por una cuestión de espacio pero aquí muy bien llevadas para que contribuyan al sano humor que desprende el filme.

Con el formidable despliegue visual que tiene la película y una música con la garantía de su funcionamiento en el teatro, a Marshall le quedaba un elemento final para redondear su película: el reparto. Esta es una de esas películas en las que la diversión tiene que ser de doble vía, el público ha de disfrutar pero también el reparto. Por eso funciona tan bien Into the Woods. Lo fácil es quedarse con Meryl Streep (sorprendemente nominada al Oscar por este papel), pero con diferencia el mejor trabajo es el de Emily Blunt, una actriz formidablemente dotada para la comedia que tiene algunos de los mejores momentos de la cinta, incluyendo su última canción en solitaria. Pero también destaca un divertidísimo James Corden dando vida al panadero o Anna Kendrick haciendo de Cenicienta a la carrera cantando sus dudas desde la escalinata del castillo. Eso sí, con diferencia, el mejor momento de la película es el dúo que se marcan los dos príncipes, Chris Pine y Billy Magnussen, absolutamente delirante y delicioso.

Esa escena es la mejor muestra de la divertida irreverencia que tiene Into the Woods, nada demasiado exagerado como para que no la pueda disfrutar un público de todas las edades pero con la sutileza necesaria para que haya algo más que fantasía y música. De hecho, la cinta funciona mejor cuanto más humor de ese tipo hay, como en las reacciones del panadero ante las apariciones de la bruja o la brutal sinceridad de Caperucita (enorme acierto de casting el de la joven debutante Lilla Crawford), y seguramente por eso es el tercio final lo que más largo se hace, porque al margen del mencionado número musical de Blunt es el tramo menos divertido, el más oscuro y el que se hace más largo. Son detalles menores para una película que funciona como un reloj para lo que quiere ser, desde el espectacular despliegue musical del primer número para presentar a todos los personajes hasta la formidable adaptación de las historias para que todas desemboquen en el escenario perfecto del cuento, el bosque, un sitio en el que todo es posible.

'No llores, vuela', impacto frustrado

Hay buenas ideas en No llores, vuela (una de ellas no es precisamente la imaginativa traducción en España del título original, Aloft), pero el impacto de la película queda frustrado por muchas razones. Es difícil decir cuánto acierto se ha quedado en la reducción del metraje de la película, de los 112 minutos que duraba cuando se presentó en el Festival de Berlín a las 95 que quedaron cuando llegó al de Sundance y después a las salas comerciales, pero lo que es obvio que al resultado final le faltan unas cuantas cosas y le sobran algunas más. La historia de una madre interpretada por Jennifer Connelly con dos hijos, uno de ellos enfermo, y su desesperada búsqueda de soluciones, incluyendo la de un sanador, tiene buenos momentos cuando sabe cómo hilar los dos momentos temporales que recorre el filme, pero justo eso se acaba desinflando al final, porque el clímax es probablemente lo menos contundente del tercer largometraje de Claudio Losa. Connelly, eso sí, basta para compensar el irregular resultado.

No hay muchas actrices capaces de desprender tanta tristeza como Connelly. Su mirada, su expresión, su voz, todo encaja a la perfección en el personaje que le asigna Llosa, y al final es ella casi en solitario la que sostiene la película. Cuando está en pantalla, es imposible desconectar gracias a la enorme fuerza que emana siempre de su trabajo. Cuando desde el otro momento temporal del filme se refieren a ella, al menos hay expectactivas de ver algo interesante que equilibre sus dos mitades. No sólo la presencia de Connelly es lo que hace más interesante esa parte del filme (por la que se apuesta descaradamente incluso desde el cartel de la película), sino que la historia tiene mucho más poder emocional en esa zona del pasado, dejando los mayores defectos y las escenas más superfluas o peor explicadas para el momento presente. Por eso hay un desequilibrio importante en la cinta. ¿Por culpa del nuevo montaje? Quizá.

El caso es que esa irregularidad supone desaprovechar algunos de los elementos de la película. Lo principal es que No llores, vuela no tiene un foco claro. Cuando aborda la relación del personaje de Connelly con sus dos hijos, incluso con el resto de personajes que hay a su alrededor a pesar de que estén bastante desdibujados, el resultado es atractivo. Pero todo suena mucho más difuso cuando intenta hablar de otras cosas como el mundo de los sanadores, la relación familiar del personaje de Cillian Murphy o las aspiraciones del de Mélanie Laurent. Y es una pena, porque la película se beneficia de un espléndido reparto pero también de elecciones visuales interesantes, tanto por el trabajo de Llosa como directora como por la elección de escenarios, que encuentran un significado dentro de la propia película y añaden matices a sus temas principales. Pero cuando esa sensación llega, especialmente en el tramo final, es la historia lo que decepciona.

No llores, vuela busca un impacto emocional que consigue sólo por momentos. Lo hace en su drama, lo hace gracias al trabajo de Connelly, con instantes tremendamente impactantes como la lágrima del actor infantil Zen McGrath, un plano mucho más difícil de conseguir de lo que parece y que desborda la sinceridad que necesitaba la película en su conjunto. Buenas escenas, buenos momentos, buenos personajes, pero un conjunto que no termina de emocionar como debería. Todo parece estar ahí, pero el puzle no encaja, hay escenas de sexo que no funcionan, reacciones personales que no convencen y algunos elementos más que no ayudan a que el resultado final sea notable. No naufraga como para despreciar los aciertos de la película, pero está demasiado lejos de convertirse en la cinta que seguramente aspiraba a ser, quedándose al final en una en la que destacan algunos aspectos técnicos y sobre todo la interpretación de su protagonista por encima del corazón emocional que pedía a gritos una historia como esta.

viernes, enero 16, 2015

'Whiplash', brutal duelo de obsesiones

Cuando el cine aborda obsesiones está muy cerca de lograr lo máximo. Es un sentimiento tan cinematográfico que resulta un caramelo para cualquier director y para cualquier actor. Whiplash es un relato sobre la obsesión por la música, pero no es una obsesión sino un brutal y memorable duelo de obsesiones, la de un joven batería que sueña con ser uno de los más grandes (Miles Teller) y su profesor en la escuela de música (J. K. Simmons). Es un duelo que pasa por diferentes etapas, todas ellas formidables, hasta desembocar en un portentoso clímax, perfecta conclusión para un filme que probablemente reciba menos elogios de los que seguramente merece por su propia concepción indie o por acercarse de una forma tan concreta y, en el fondo, tan episódica, a temas tan universales. Pero la película invade el alma del espectador con tal facilidad que merece una consideración sobresaliente. ¿O acaso es posible evitar que el pie o la mano se muevan al son de la música que dicta Chazelle en Whiplash?

De alguna manera, es fácil contraponer Whiplass a cualquier película glorifcadora de la música. Pensemos, por ejemplo, en Profesor Holland, una algo desconocida pero hermosa cinta con Richard Dreyfuss en su papel principal que convierte la música en un sueño. Aquí el concepto que se ofrece es diametralmente distinto, mucho más retador, sacrificado e incluso violento. La música se domina con sufrimiento y en ese camino no hay límites para lograr la excelencia. Desdee el mismo amor por la música, esa es la clave para entender Whiplash. No es una película de personajes amables, de hermosos sueños o de caminos fáciles. Y sin embargo, es una película que explora con el mismo acierto el poder de la música a través del género escogido, el jazz. Cada plano, cada secuencia, cada personaje tiene música en la cabeza y el alma. Da igual que caigan bien o que sean insoportables como seres humanos, la música les conduce a todos ellos y eso se transmite al otro lado de la pantalla, al oído y al espíritu del espectador. Se siente desde la primera escena.

En ella, J. K. Simmons empieza a construir un personaje sencillamente memorable, cuyo poder de atracción es descomunal, construido con una exquisitez realista que el actor lleva a terrenos asombrosos. Es relativamente fácil admirar el retrato de este profesor, una maquiavélica desviación del clásico papel de mentor que con tanta frecuencia vemos en el cine, en sus momentos más exagerados, ese es el caramelo para cualquier actor. Pero por mucho que esas sean las escenas más celebradas, las más impactantes y las más divertidas, el triunfo de Simmons está en introducirlas en un retrato lleno de verdad, de sinceridad y de autenticidad. Su personaje no es una caricatura, sino un obseso, y eso le permite abrir un espectacular abanico de emociones que, aún muchos peldaños por debajo, Miles Teller recoge con mucha habilidad para dar forma a ese duelo. Son dos personajes conducidos por la obsesión y que están dispuestos a cruzar todos los límites para salir triunfantes. Que eso sea lo que se ve en la pantalla es el gran logro de Whiplash.

Más allá de que en el fondo el acontecimiento sobre el que se sustenta el filme es relativamente pequeño, y eso es algo que no tiene por que ser necesariamente negativo, es muy difícil encontrar problema alguna a Whiplash, una de esas películas pequeñas que tiene la capacidad de ir convirtiéndose, escena a escena, en grandes experiencias. Nada falla, nada desentona, todo aporta algo al conjunto final con una naturalidad brillante. Chazelle convierte la cinta es una formidable inmersión musical y psicológica, atrevida y muy bien desarrollada, tocando todos los aspectos que tiene que tocar para mostrar el duro camino hacia la leyenda musical (la soledad, la incomprensión, el sacrificio...), un brutal crescendo emocional que alcanza su cumbre cuando debe hacerlo, en su clímax final, donde sin innecesarias explicaciones o gratuitas concesiones a la comercialidad, los dos personajes protagonistas alcanzan un grado de comprensión de sí mismos y del otro que sólo puede provocar el más sincero de los aplausos. Una maravilla de película.

'Babadook', el monstruo ideal

Si hay algo que el cine de terror busca con ahínco es el monstruo ideal. Babadook lo tiene. Ese es el enorme mérito de la primera película como directora de la también actriz Jennifer Kent, que encuentra el horror ideal para que los temas en los que profundiza tengan sentido. La película es un todo que suma sus partes con enorme acierto. No van por un lado ni la elección de los protagonistas, ni su situación vital cuando les acecha este monstruo surgido de entre la oscuridad y las páginas de un inquietante libro, ni las propias características de este Babadook, sino que todo está meticulosamente hilado. Incluso su final, aunque sea uno que tiene la capacidad de provocar mucha perplejidad, e incluso apartarse del desarrollo que la película está llevando hasta ese instante. Pero es difícil no pensar que estamos ante un monstruo perfecto, que se une a una brillante atmósfera de terror que se asienta con la misma fuerza en la base psicológica de sus personajes y a dos actores deslumbrantes que son un enorme acierto de casting, Essie Davis y Noah Wiseman, interpretando a una madre y a su hijo.

En realidad, Babadook no transmita muy lejos de lo que suele dictar el género. Un niño, una familia desestructurada, un problema personal de mayor calado, una situación alejada de la normalidad para el niño y una casa con recovecos tétricos de la que surge ese monstruo que desencadena el terror. Pero partiendo de esa base, el filme, escrito también por Kent, se convierte en una delicada y meticulosa pieza de introspección psicológica que huye de las convenciones más facilonas del terror para ser algo diferentes, fresco y original. Por eso se mueve con tanto acierto a la hora de mostrar (o no mostrar) a su monstruo, por eso el libro en el que se le ve por primera vez es más aterrador que la colección habitual de sustitos que pueblan el género (y que esquiva como norma pero que utiliza de forma muy puntual y, por tanto, inteligente) o los baños de sangre que surgen del gore, y por eso los personajes se convierten en sincero objeto de preocupación del espectador.

La atención de Kent se divide muy acertadamente en los dos frentes que hacen que Babadook sea una experiencia fantástica. Por un lado, la atmósfera, haciendo que la sencillez juegue a su favor, centrándose en un escenario, la casa en la que acontecen los momentos más terroríficos, pero sin obviar las posibilidades que le da el mundo real(algo que, además, es necesario por la propia historia que cuenta) . Por otro, los actores, porque tanto Davis como Wiseman son perfectos para el papel. La primera encaja como una mujer capaz de mostrarse fuerte y frágil casi sin solución de continuidad, lo que le da un juego inmenso especialmente en el tercio final del filme. Y Wiseman aporta una inquietante sinceridad, muy difícil de obtener en un niño que aborda su primer papel profesional. La mezcla, con un buen uso del sonido y una ausencia casi total de música, acaba resultando en un filme de terror modélico que aumenta los aplausos por su modestia, con un presupuesto de apenas de dos millones que le resultan del todo suficientes para lograr el terror que busca.

Es verdad que, tras el intenso clímax que demanda el género y que Babadook ofrece con talento, el epílogo final es cuestionable y coloca de nuevo al filme en una balanza que parecía haber superado ya con los enormes aciertos que colecciona en la hora y media que dura esta magnífica experiencia de género. Esa conclusión tiene una enorme carga metafórica, otro acierto descomunal de la película sea cual sea el veredicto del espectador sobre esa escena, pero es difícil de encajar en el mundo que había estado describiendo Kent hasta ese momento. Pero, ojo, no es un error de la película, sino una elección arriesgada, consciente de que no gustará a todos los espectadores, incluso aunque desde las varias interpretaciones que acepta sí haya que destacar que es coherente con los temas y con la historia que ha venido mostrando. En realidad, es un elemento más para el debate, y eso viene a confirmar que Babadook es una película espléndida, una sobresaliente muestra de género y un filme que acumula aciertos por encima de su capacidad económica. Y así da gusto pasar miedo.

'Siempre Alice', una magistral Julianne Moore por encima de todo

Cuando se apuesta por un tema complejo y se crea una película en torno a un intérprete, el riesgo calculado es que ese intérprete asuma todos los elogios de la película. Siempre Alice es Julianne Moore, porque la actriz, acostumbrada a mostrar en pantalla lo más imposible de la forma más sutil y hermosa, firma una interpretación magistral que está por encima de todo lo que pueda ofrecer la película. Es más que evidente que el Alzheimer es un tema complejo, delicado y normalmente evitado por el cine, por lo que cuando se trata de una forma tan central en un filme el más beneficiado por esa decisión es su protagonista. Moore aprovecha el caramelo y eclipsa todo lo demás. Siempre Alice es, en ese sentido, una de esas películas necesarias para que la realidad de estos enfermos y sus familias cobre una visibilidad que normalmente se les niega, no ya en el arte sin la sociedad actual. Ese mismo discurso, el de la película de puertas hacia fuera, forma parte de la propia historia del filme, y ese es un acierto ineludible, por mucho que quede algo oculto.

En realidad, la película se queda en esas dos consideraciones. Es necesaria, es sincera y es emocional, pero el filme que dirigen Richard Glatzer y Wash Westmoreland, se queda en un ambiente de telefilme, en un retrato de un espacio de la sociedad moderna poco transitado por el cine, con más ambición de darle presencia pública que de firmar una película diferente. Cumple con lo que propone, pero no hay que esperar mucho más. De hecho, Alice aparece en prácticamente todas las escenas de la película, apostando por el camino más sencillo dentro de este tipo de cine, el de dejar que sea el protagonista principal el que absorba todo el peso de la historia, haciendo que sus aciertos como intérprete parezcan los de la propia película. Eso quizá resta algo de efecto a algunos de los detalles que apenas se pueden ver insinuados en el filme (cómo afecta el Alzheimer a su relación de pareja, cómo lo encaran sus hijos o qué efectos tiene realmente en su vida social). Se menciona pero no se profundiza porque busca ser un retrato personal más que uno social.

Por eso, contar con Julianne Moore es, en ese sentido, el refuerzo más contundente que puede recibir Siempre Alice. Moore lleva ya tantos años elevando el nivel de casi cada película en la que participa que cualquier elogio que se le pueda dedicar está ya entre lo previsible y casi lo rutinario. La enorme cantidad de matices que hay en su interpretación en esta cinta merecen todos y cada de los parabienes que se puedan imaginar sobre ella. Sostiene la película en solitario y hace que todo lo que hay a su alrededor tenga una cohesión que seguramente no procede de la forma en que está finalizada la cinta. Y eso que hay nombres conocidos en el reparto, como Alec Baldwin, Kristen Stewart o Kate Bosworth, pero todo palidece al lado de una Moore soberbia. Como la interpretación de Moore no es egoísta ni exagerada, ni apuesta por los caminos más fáciles y previsibles, todo parece mejor de lo que es realmente, incluso sus compañeros de reparto.

A pesar de tener un pilar tan poderoso como su interpretación principal, a veces es difícil catalogar películas como Siempre Alice con una simple alusión a su calidad como película. Probablemente, con ese baremo, dentro de esas puntuaciones que todos solemos dar a cada filme, no merecería gran cosa que pasara del aprobado. Y no es que sea mala, pero tampoco es brutal. Es sincera, emociona cuando ha de hacerlo, pero al final sorprenden las ausencias, que el clímax emocional de la cinta (el discurso en el que Moore habla de la enfermedad, una escena sinceramente intensa dentro de su sencillez) esté tan lejos del final de la historia y que, en realidad, adolezca de un final. Da la impresión de que muchas cosas se quedan a mitad de camino, inexplicadas o inexploradas, pero no por Moore, que despliega tal cantidad de mecanismos que sólo queda rendirse a su trabajo como una pieza formidable de interpretación que se eleva muy por encima del resultado del continente en que se muestra. Eso suele ser una razón más que suficiente para ver una película, por mucho que el tema sea duro o que la apuesta cinematográfica sea algo más simple.

'V3nganza', "ya está, vamos a emborracharnos"

No hay por donde coger V3nganza, tercera entrega de las aventuras de Bryan Mills, el protagonista de esta saga amparada por Luc Besson (y bien que se nota, pero para mal). Eso es importante dejarlo claro desde el principio. Ahora bien, deja un ejercicio interesante, y es el de interpretar un sinfín de diálogos de la película que podrían actuar como titulares para cualquier crítica que se le pueda hacer. Estas líneas están encabezadas con el "ya está, vamos a emborracharnos" de uno de los personajes tras cumplir una de sus misiones porque evidencia lo que supone esta película, un intento de sacar dinero fácil como consecuencia del seguramente inesperado éxito de las dos cintas anteriores, sobre todo de la segunda por sorprendente que parezca. Y como el reclamo es que se trata del episodio final (¿seguro?) de esta saga protagonizada por Liam Neeson, ¿qué más da que el guión sea manido y horrible, que haya tantísimos errores de continuidad, que haya escenas que no se sabe qué pintan o que el filme no remonte ni con la acción?

Conocidas ya las dos anteriores Venganza, tampoco es que las expectativas estuvieran demasiado altas, eso también hay que reconocerlo. Pero el resultado final es mucho más pobre de lo esperado. Se podía asumir que Besson, coautor del guión junto a Robert Mark Kamen como en las dos entregas precedentes, iba a incidir en los mismos temas de siempre y que las cuestiones familiares marcarían el arranque de la película, con la esperanza de que todo se arreglara cuando Liam Neeson se pusiera a pegar tiros, puñetazos y patadas. Pero no, ni siquiera eso, porque Olivier Megaton, autor de la también bessonizada y aburrida Colombiana, apuesta por un montaje machacón y videoclipero en la peor de sus consideraciones, lo que se siente con mayor fuerza en las persecuciones automovilísticas. Si acaso, cuando sí se aprecia con algo más de calma a Liam Neeson en pantalla, se puede intuir una levísima mejoría, más producto de las ganas de ver algo decente que de lo que realmente se ve.

El principal problema, no obstante, está en el horrendo trabajo de guión, que lastra todo lo demás. Parece que se da por sentado que, siendo una secuela o contando con algún nombre conocido, todo vale. Y no. Hay tantas incongruencias en la película ("mi prioridad es mi hija", dice Mills antes de la escena final en la que... mejor verlo) como fallos de raccord (¿dónde están las dos mujeres que acompañan al malo exótico, es decir ruso, antes del clímax?), y por si faltaba algún elemento para terminar de arruinar un guión ya de por sí bastante pobre llega esa impresionante cantidad de frases que el sufrido espectador puede usar para calificar la cinta, desde el "por ahí vas por mal camino" (la respuesta a esta línea, "eres demasiado pesimista" es casi una broma privada para el espectador) hasta el "no entiendo nada". Hay unas cuantas. Y sí, quedan Liam Neeson, Famke Janssen o Dougray Scott para alegrar el visionado, pero es que no tienen ni la más mínima opción de levantar la película.

Venganza fue una película simpática que instaló definitivamente a Liam Neeson en este subgénero propio en su filmografía en el que empuña una pistola y es el salvador del día en thrillers de distinta calidad (la mejor muestra fue precisamente la última, Caminando entre las tumbas), y eso provocó una secuela que, al margen de su exótico escenario, supuso un importante bajón de calidad que, paradójicamente, la taquilla recompensó con una recaudación aún más impresionante. La tercera película es, directamente, su acta de defunción, al menos la cinematográfica porque queda la sensación de que también hará dinero a pesar de sus inmensos problemas. Da mucha pena ver a profesionales respetables formando parte de despropósitos así, en los que todo es tan rocambolesco y discutible que casi se convierten en comedias involuntarias, partiendo desde el exagerado uso de una música que no encaja nunca con la película al disparatado montaje que no ayuda en nada a la narrativa. Siendo V3nganza tan mala, sólo queda implorar que no haya una Venganz4. Pero es para temerse lo peor.

viernes, enero 09, 2015

'Birdman', el Iñárritu más bizarro

Siempre que alguien utiliza el término "bizarro" en español surge la duda de si se está utilizando con acierto. Su significado según la RAE es "valiente", pero es fácil caer en la trampa de este false friend extraído del inglés para pensar que quiere decir "extraño". Birdman es una de esas películas en las que el término bizarro se puede y se debe entender de las dos maneras. Porque desde luego que se trata de una película bizarra, un valiente y arrojado ejercicio de estilo en el que Alejandro González Iñárritu no deja títere con cabeza en el show bussiness. Pero es también rara, una ensoñación a ratos casi poética y terriblemente arriesgada que funciona bastante bien casi siempre, aunque sobre todo en el tramo final cuesta encontrar un objetivo claro a esta locura. ¿Es un alegato? ¿Es un ataque? ¿Es una defensa? ¿O es simplemente una digresión? Es una película extraña, de eso no hay duda. Como tampoco la hay en cuanto al entretenimiento que ofrece durante sus dos horas. ¿Pero de qué iba todo esto? Ahí es cuando surgen las dudas.

El mismo concepto de la película está marcado por la genialidad. Michael Keaton interpreta a Riggan Thompson, un actor conocido en Hollywood por haber interpretado a un superhéroe, el Birdman que da título a la película, y que años después busca encontrar el prestigio profesional adaptando, dirigiendo e interpretando en Broadway una obra de Raymond Carver. El punto de partido le permite a Iñárritu adentrarse sin miedos, sin reservas y sin límites en una salvaje descripción de la profesión en la que la ironía salpica a todos sus estamentos. Se siente la genialidad del guión en esos diálogos cortantes, en esos retratos preciosos y en esa deliciosa combinación entre la más alucinógena ensoñación y el relato más realista. Ojo a las dobles lecturas, porque siendo Keaton, el primer Batman moderno, el protagonista de la película, hay muchos momentos en los que da la impresión de que la crítica del filme es muy certera y nada gratuita, toda una burla hacia el sistema desde dentro del mismo.

Y todo ello además creando una colección de personajes excepcionales y diversos que completan el relato a todos los niveles, que adquieren identidad propia por separado y viven unas relaciones portentosas. A eso contribuye de una manera muy especial el brutal reparto de la película, aunque no hay que quitar ningún mérito al trabajo literario de Iñárritu y sus otros tres coguionistas. Ahí no hay engranaje débil en la película. Es verdad que resulta fácil apostar por los rostros más conocidos. El propio Keaton está soberbio, como Emma Stone dando vida a la rebelde hija de Riggan, Naomi Watts como la emocionalmente frágil actriz protagonista de su obra de teatro o Edward Norton como el díscolo y polémico actor que comparte escenario con ellos. Pero ojo a un segundo nivel, con Zach Galifianakis (abogado y amigo de Riggan), Andrea Riseborough (la amante del protagonista) o Amy Ryan (su ex mujer). El guión es brillante en muchos momentos y los diálogos siempre inteligentes, pero también porque los actores le dan una vida asombrosa.

¿Pero cuál es entonces el problema de Birdman? Puede que no haya un problema como tal en la película y que este surja en todo caso en el patio de butacas. Siendo una película completamente diferente, y con una estructura absolutamente genial de aparente plano secuencia falseado convenientemente, a veces resulta complejo saber hacia dónde va, qué pretende, cuál es su mensaje. Durante los tres primeros cuartos la fascinación es total y hace que la película avance con brillantez. Es divertida, ingeniosa e inteligente, una amalgama de elementos casi antagónicos (Broadway como escenario y aspiración frente al blockbuster hoillywoodiense como medida del éxito y de la satisfacción personal y psicológica). ¿Pero en realidad de qué va Birdman? En la persecución de la respuesta a esa pregunta, a Iñárritu se le escapa ligeramente el filme en su tramo final, y quizá la única forma de replicar a esa cuestión sea ver el último plano de la película y asimilar que todo esto no ha sido más que una fábula. Una bizarra y casi siempre genial, pero una fábula.

jueves, enero 01, 2015

'The Imitation Game (Descifrando Enigma)', una mente maravillosa

Las aventuras de la mente no son fáciles de llevar a la gran pantalla, siendo uno de sus grandes riesgos que presenta este tipo de cine la dificultad de conectar empáticamente con una mente maravillosa tan por encima del común de los mortales. Ese el peligro del que sale mucho más que airoso The Imitation Game (Descifrando Enigma), la extraordinaria película con la que Morten Tyldum da el salto al cine anglosajón y que repasa la figura de Alan Turing, un matemático que acaba jugando un papel esencial en la lucha británica contra la Alemania nazi de Hitler desde posiciones muy alejadas del frente de guerra. The Imitation Game es así una película de guerra, una que busca un ángulo original y diferente, pero es al mismo tiempo un canto a la diversidad, un elogio de lo diferente, con una potente narrativa y un reparto espléndido encabezado por un Benedict Cumberbatch que da una nueva lección más de cómo meterse en la piel de un personaje y que le confirma como uno de los actores más versátiles y geniales del momento.

Es difícil encontrar fisuras a una película como The Imitation Game. Un tema apasionante, una figura central de poderoso atractivo emocional, una narración que mezcla tres momentos temporales, unos hechos históricos trascendentes (no sólo la Segunda Guerra Mundial como contexto, sino el reto que supone Enigma, el aparato de cifrado nazi al que hace referencia el subtítulo español), un guión complejo y sugerente, un envoltorio preciosista (imposible no destacar la portentosa banda sonora de ese absoluto genio que es Alexandre Desplat, un tipo que aún no ha ganado el Oscar por inverosímil que parezca) y un reparto compensado y que trabaja con un mimo apabullante. Quizá sea esto último lo que más llame la atención, en primer lugar por la clara pretensión publicitaria de que este sea el papel que dé a Cumberatch su primer Oscar (¡y su primera nominación, algo también difícil de asimilar!), y por la presencia de otros nombres conocidos, pero esto funciona porque, como todo en la película, está puesto al servicio de la historia.

La de Cumberbatch no es una interpretación histriónica o exagerada, sino que se adecua con una naturalidad impresionante al relato general y al retrato particular de este genio matemático. Sus angustias, miedos y problemas entran en el relato con la misma precisión que el cuadro histórico, una vibrante historia de científicos, militares y espías que va encontrando nuevos escenarios a medida que transcurre el filme. Y al final resulta difícil qué es más emocionante, si los instantes más intimistas o los avances en el cuadro más amplio, porque ambas mitades (que en el cuadro narrativo y temporal se convierten en tres partes, añadiendo un toque de genialidad añadido al filme) convergen en una de esas historias fascinantes que se apoyan en la palabra, en el gesto y en la mirada para que todo lo que sucede en la pantalla impresione, emocione y conmueva. Y en eso entra la gestualidad de Mark Strong, la presencia de Matthew Goode, la planta de Charles Dance o un encanto que no deja de crecer con los años en la no hace tanto menos llamativa Keira Knightley.

The Imitation Game es, aunque en un tono diferente, esa aventura de la mente que quiso hacer unos años Ron Howard con Russell Crowe y que se convirtió en Una mente maravillosa, una de las películas más sobrevaloradas de su generación, a pesar de unas interpretaciones soberbias. Aquí también hay un trabajo actoral sobresaliente y sin embargo la película va mucho más allá de lo que consiguió aquel filme que ganó el Oscar en la principal categoría, logrando una trascendencia remarcable en todos los aspectos que quiere tocar. Es, efectivamente, una espléndida película bélica que se desarrolla en despachos y laboratorios, también el retrato de un hombre torturado y asocial y esa mencionada apología de lo diferente. Son muchos los niveles que tiene la película, en su narración y como producto cinematográfico, y las debilidades son prácticamente inapreciables. Es una de las películas de 2014, aunque a España llegue para inaugurar 2015. Absolutamente recomendable.

'El jugador', un brillante ejercicio de estilo sin remate

Casi parece una obligación para cualquier director de éxito hacer en un momento de su carrera un ejercicio de estilo. Es lo que hace Rupert Wyatt en El jugador, tomando distancia con respecto a su anterior película, la diametralmente opuesta El origen del planeta de los simios. Y es un ejercicio de estilo que fascina, que arranca con una brillantez espectacular, con una presentación de su personaje protagonista apabullante, que sigue de una forma terriblemente atractiva, pero que se queda sin el remate final que necesitaba. Es, muy claramente, el peaje que Wyatt paga por el hecho de rodar para un gran estudio, pero que por desgracia limita el alcance de lo que se estaba convirtiendo en una extraordinaria película. Aún así, el resultado es muy interesante, notable en su conjunto, un thriller contundente, muy bien llevado, con un montaje visual y sonoro espléndido y con un reparto excelente. Lástima que le falte la guinda, pero aún así merece muchos elogios.

Incluso con ese defecto, la forma en la que arranca la película compensa con creces cualquier error que Wyatt pueda cometer con el preciso (pero también culpable de ese detalle) guión de William Monaham, basado en el filme del mismo título que dirigió en 1974 Karel Reiz con James Caan como protagonista. Pocas veces un título es tan adecuado como aquí: esta es la historia de un jugador, de uno que nunca sabe cuándo parar, que vive para jugar, que apuesta siempre en un todo o nada continuo y a todos los niveles. Eso que demuestra sobre la mesa de juego es una metáfora salvaje de su propia vida, y eso es algo que muestran de una forma sobresaliente Monahan, Wyatt y el propio Mark Wahlberg, un actor capaz de enormes logros interpretativos cuando se pone manos a la obra. Y este es uno de esos casos, donde su sutil transformación física es lo de menos.

En torno a su figura, El jugador, se va convirtiendo en un demoledor retrato sobre un mundo sórdido en el que nada vale más que el dinero, y donde las tensiones afectan a todos los aspectos de la vida de su protagonista, sus afectos, su familia, su trabajo. Es brutal el contraste entre un aspecto de su vida basada en la capacidad artística, la que marca sus enseñanzas como profesor universitario y sus creencias sobre la excelencia, y el puro azar que por un momento parece dominar de forma casi sobre natural. E igualmente brutal es la relación con su madre (una magnífica Jessica Lange), con una alumna brillante que es mucho más de lo que aparenta (una brillante Brie Larson) o con los prestamistas que se cruzan en sus apuestas (si hay uno que destaca a todos los niveles, en el guión y en la interpretación final, es el de un John Goodman magnífico que deja la filosofía más apabullante de toda la película).

Wyatt ensambla todo con bastante acierto, con un montaje lleno de sutilezas y brillantemente dividido con rótulos que anuncian el paso del tiempo y con una ambientación musical tan llamativa como formidable, tanto por la selección de las canciones como por la música de Jon Brion y Theo Green. Es verdad que lo mejor de la película está en su primera media hora (qué forma de elevar la tensión de cada plano por la incertidumbre que genera una simple carta, y qué forma de transformar la película para darle todo el poder a los diálogos) y que, sabiendo que es una película de estudio, no resulta difícil cómo va a ir encaminada para que el desenlace sea, digamos, apropiado. Pero, aún dejando el mundo de la película en un punto extraño y que seguramente no era el que pedía la narración, el camino es tan sugerente que se puede obviar la comercialidad que acaba abrazando por encima de la historia.

'Frío en julio', engañosa valentía

Hay dos momentos en los que el análisis de Frío en julio difiere notablemente. Durante la película no hay queja posible. Jim Mickle rueda con brío e inteligencia, planifica con mucho acierto las secuencias más complejas, lleva adelante un guión complejo y consigue que cada giro de 180 grados, que los hay en abundancia, no haga que la película se traicione a sí misma. Viéndola, lo más fácil es calificarla como valiente y eficaz. Pero cuando ésta acaba, cuando comienza la reflexión más sosegada, es cuando se le empiezan a ver las costuras. No es que utilice un macguffin, es que lo lleva casi al extremo del desinterés, olvidando por completo partes esenciales del arranque de la historia. No es que opte por un camino, lo cual es lícito y el escogido tiene además enormes puntos de interés, sino que se olvida por completo de parte del relato y de lo que conforma parcialmente a uno de los tres principales protagonista. Y eso deja una sensación extraña.

Los aciertos superan a los errores, porque la película engancha. Su primera secuencia es toda una declaración de intenciones. La idea es atrapar al espectador y no soltarle. Que no reflexione, sino que sienta. Que no se detenga en qué se le está escapando, sino que goce con lo que está viendo y la historia en la que está siendo sumergido. Eso lo hace admirablemente bien, porque hay una meticulosa planificación de los personajes, del asustadizo padre de familia al que da vida Michael C. Hall (en una formidable transformación para quienes le conozcan por la serie Dexter), del inquietante criminal al que interpreta Sam Shepard, y del enormemente atractivo personaje que queda en manos de un Don Johnson sensacional, cuya irrupción en la película es de las que llaman la atención poderosa y positivamente.  Mickle, además, no se limita a dejarse llevar por los aciertos de su reparto. Hay buenos planos y una magnífica ambientación.

Con la temática también hay muchos elementos de interés. Hay, desde diferentes prismas, una atractiva reflexión sobre la violencia y el uso de las armas, como punto de partida de una historia turbia y compleja. Es verdad, y ahí está el problema de la película, que lo que permite que el relato arranque es al final una anécdota a la que no se presta atención, y que el papel del personaje interpretado por Michael C. Hall es llevado por senderos difíciles de explicar. No en lo emocional, porque ahí radica parte de la fuerza de la película, pero sí en los aspectos más prácticos. Que sea un cabeza de familia, un hombre preocupado por su mujer y su hijo, es vital para la película, pero de repente esos dos personajes secundarios molestan y el guión no termina de explicar demasiado bien su ausencia. Cualquier análisis que se le pueda hacer cobra más sentido una vez vista la película, dado que merece la pena no revelar ninguno de sus giros.

Eso, sus giros y la mezcla de géneros, es lo que da un toque de valentía indiscutible al filme. Frío en julio está muy lejos de ser una película tópica o corriente, y por eso no sólo se merece una oportunidad sino un sincero aplauso. Tiene notables imperfecciones, pero muchos más puntos de interés. Sobre todo, tiene vida, es una película en constante movimiento en la que no se puede dar nada por sentado, que transita por géneros tan distintos como el thriller psicológico e incluso rinde homenaje al western más clásico y violento, especialmente en su clímax final. Por eso, la película no llega a soltar nunca al espectador. Es al terminar éste de ver el filme cuando la reflexión deja algunos puntos en suspenso. Quizá la novela, de una extensión superior, dé las respuestas que no se encuentran en la pantalla. Con todo, Frío en julio es una espléndida muestra de un cine más pequeño, sin grandes estrellas pero con mucho talento.