viernes, noviembre 28, 2014

'Mortadelo y Filemón contra Jimmy el Cachondo', desternillante y puro Ibáñez

No puede quedar mucha gente que no conozca con más o menos detalle a Mortadelo y Filemón. La historieta de Francisco Ibáñez, que ronda los 200 álbumes publicados, ha entretenido a tantas generaciones de chavales y no tan chavales, que resulta imposible acercarse a cualquier adaptación que se pueda hacer con la mente limpia. Quizá eso fue lo que más en contra jugó de la primera aproximación que hace ya más de una década intentó Javier Fesser, La gran aventura de Mortadelo y Filemón, penalizada por su prácticamente imposible salto a la imagen real aunque recibiera bastantes elogios. Pero con Mortadelo y Filemón contra Jimmy el Cachondo Fesser ha dado en el clavo y ha realizado la perfecta película de los agentes secretos más populares del tebeo español. Desternillante, divertida, inteligente y muy fiel al original, la película es puro Ibáñez. Por eso, efectivamente, supone revivir las sensaciones de leer cualquier álbum de los personajes pero con la magia de verles (y oírles) en una sala de cine.

La conclusión obvia es que Mortadelo y Filemón encuentran en la animación en 3D el vehículo ideal para mostrarse como realmente son. Eso sí, desarrollando esa idea es innegable que Fesser despliega en la pantalla todo lo que hace de estos personajes lo que son. Aunque parezca lo mismo, no lo es, porque el cine requiere de otro lenguaje. Comparten el gag visual, inseparable de los tebeos de Ibáñez. Pero el acierto es enorme porque lo que hace Fesser es llevar a los personajes a su terreno respetando por completo las viñetas que les son propias. En otras palabras, esto no es un tebeo pero a los aficionados a Mortadelo y Filemón les va a provocar las mismas sensaciones de diversión. ¿Por qué? Porque comprende a la perfección cómo tienen que hablar los personajes y el universo en el que se mueven en su salto a un medio completamente diferente. Eso era quizá lo más discutible de La gran aventura de Mortadelo y Filemón, que llevaba a los personajes al terreno del propio Fesser, pero aquí no sucede eso.

Como el respeto es absoluto, el de Fesser a la historieta y el del salto del cómic al cine, el resultado es brillante. La película se mueve al mismo golpe de porrazo que las aventuras de Ibáñez, sin que le importe cambiar de tercio cada poco tiempo (ojo a la primera secuencia en la que aparecen Mortadelo y Filemón, tan sorprendente como brillante) y con un humor completamente español y en ese sentido algo marciano, y lo hace en el mismo subtexto que el tebeo, aquel en el que importan las aventuras de los personajes principales pero también lo que sucede y lo que se ve a su alrededor. De esta forma, Fesser introduce tantos guiños, chistes y referencias que obliga al espectador a volver a ver la película o a debatirla con otros espectadores para cazar muchas más de esas cómicas alusiones. Y lo hace, lo cual tiene más mérito, sin despistar de lo que es el foco de atención: Mortadelo y Filemón en una de sus misiones secretas, divertida como la que más pero con una ventaja a su favor: la magia del cine.

Eso se plasma en un espléndido reparto, que contribuye decisivamente a dar vida a la cinta. Karra Elejalde como Mortadelo y sobre todo Janfri Topera como Filemón logran una caracterización memorable, hasta el punto de que consiguen que el espectador olvide que está viendo una película de dibujos animados. A partir de ahí, Mortadelo y Filemón contra Jimmy el Cachondo es una montaña rusa de ritmo bestial y divertimento absoluto, capaz de entretener a pequeños y a mayores porque al habitual y necesario catálogo de golpes y porrazos se suman chistes inteligentes entre los que destaca una memorable sátira sobre la televisión en España que concluye en el guiño final que corona unos créditos finales llenos de esos pequeños detalles que enriquecen a una película. Mortadelo y Filemón ya tienen una película definitiva y es esta. Lo es porque satisface sin duda los mejores sueños de Ibáñez como creador, pero también los de Fesser en su doble vertiente de aficionado y de director. Y así es imposible que Mortadelo y Filemón fallen.

'Los pingüinos de Madagascar', una trepidante locura muy de Dreamworks

Más que buscar un referente en la saga de Madagascar, a pesar de que uno de sus directores, Eric Darnell, provenga de ahí, Los pingüinos de Madagascar son puro Dreamworks. Al menos, el Dreamworks más reciente, uno que apuesta por historias alocadas y rocambolescas, con tramas casi imposibles de creer desde los estándares más lógicos de un espectador, simples excusas para desplegar todo un repertorio de chistes y universos visuales singulares. La diferencias entre Los pingüinos y cualquier otra película anterior de la productora está en el ritmo. Esta es trepidante y además no se detiene durante la hora y media que dura, va acumulando escenas una tras otra, aumentando el grado de intensidad y de acción hasta llegar al clímax final, e incluso a la escena que se inserta tras los primeros créditos finales. Y aunque la película llega a rozar lo inverosímil, incluso dentro de su propuesta, al final resulta tremendamente divertida.

En ese sentido, la cinta consigue lo más difícil: es divertida para adultos y lo es también para niños. Es verdad que lo más divertido para los mayores se condensa en la primera media hora (los chistes sobre los documentales son sensacionales) y eso puede dejar cierta sensación de que la película va decreciendo según aumenta su nivel de locura y su infantilización (sin ser eso un reproche, sigue siendo un cine que busca a los chavales de forma primordial), pero la combinación entre animales, colorido, chistes y acción satisfará a una gran parte de su público objetivo. Y la ventaja es que, aunque un par de chistes hacen referencia a Madagascar y sus mismos protagonistas surgen de allí, no es necesario haber visto las películas de esa saga para entender o disfrutar este spin-off. Todo el background que hay que tener para pasárselo francamente bien está contenido en el prólogo de la película, una de sus mejores escenas.

La inmensa locura en que se convierte la trama no llega a ser inverosímil gracias a que el flashback con el que se explica es portentoso, genial y divertido, probablemente la mejor escena de la película, y la que hace que el castillo de naipes que en realidad es la historia se sostenga con cierta solvencia. El gag, el slapstick, el chiste, todo eso va por otro lado, y es continuo y divertido. Los pingüinos lo son, por mucho que respondan a arquetipos claros y prefijados, y ahí radica el éxito de la cinta. Eso sí, ese detalle no es lo único que roza lo convencional, ya que el cine de dibujos animados tiene la costumbre de encontrar un tema inspirador para que los niños saquen alguna lección. Los pingüinos no es una excepción, aunque sea una lección de poco calado y, en realidad, tampoco se le dé una gran importancia en la película. En realidad, eso acaba siendo lo de menos dentro del alocado festival que supone el filme.

Y es que todo parece funcionar. De más a menos, sí, pero con un nivel siempre elevado. La comedia es tremendamente efectiva, y engancha tanto en los diálogos como en su expresión más visual (como la del chiste del paso de cebra), en el choque de personalidades de los diferentes personajes (¿el grupo de élite Viento del Norte podría ser un spin off del spin off?) y en sus escenas de acción (el descacharrante in crescendo de la persecución en Venecia no tiene precio). Por muchos defectos que se le quieran buscar, la película engancha como el perfecto entretenimiento para niños sin que el adulto tenga por ello que aburrirse. Eric Darnell y Simon J. Smith, directores del invento, saben sacar partido a las directrices de Dreamworks logrando que la manifiesta posición inferior en el terreno de la animación con respecto a Disney y sobre todo Pixar quede minimizada por la diversión más salvaje y desenfadada.

'The Zero Theorem', Gilliam fascina incluso con un rumbo extraño

Hay pocos directores que tengan la capacidad de fascinar siempre con sus universos de fantasía. Terry Gilliam es uno de ellos y The Zero Theorem cumple con esa norma no escrita. Esta tragedia de extraño rumbo captura desde lo visual, desde su ejecución y desde el desarrollo de sus personajes, aunque sea quizá la película de Gilliam más difícil de seguir desde un punto de vista tradicional. Claro que lo tradicional nunca se ha aplicado a su cine, con lo que eso puede ser una paradoja más de las que hacen que sus películas encuentren un espacio propio que no comparten con las de ningún otro director. Pues a clasificar lo inclasificable, hay momentos en los que The Zero Theorem recuerda a Brazil, una de sus mejores películas, pero hay otros que provocan una sensación mucho más difusa e incluso, por qué no admitirlo, perplejidad. Pero todo eso, mejor o peor, forma parte del imaginario que aumenta Gilliam película a película.

Lo más problemático de Gilliam es sopesar qué tiene más importancia, si el universo que crea o la historia que acontece en él. Escoger la segunda opción obliga al espectador a realizar un trabajo mucho más complejo, porque la película tiene numerosas lecturas e interpretaciones. ¿Cuál es la correcta? Eso sólo Gilliam lo sabe, pero de lo que no se puede dudar es de que The Zero Theorem es una de las películas más trágicas de su carrera. Es verdad que algunas son comedias, pero Brazil, El rey pescador o Miedo y asco en Las Vegas ya eran títulos que buceaban a su manera en lo más oscuro de la psicología humana. El personaje al que da vida Christoph Waltz, quizá con un toque de la misma perplejidad que azota al espectador, es triste sin medida, es un hombre que vive una vida sin vivirla, sin disfrutarla, sin compañía, con incontables miedos y fe solamente en una llamada de teléfono que cree que ha de producirse en algún momento.

Sólo con esos datos ya se puede ver que el guión de The Zero Theorem esconde muchas claves, a las que se pueden sumar otros muchos personajes de la película y escenas de gran trascendencia, incluso sin que parezca claro cuál es su propósito. Y ese es justamente el problema que muchos espectadores afrontarán con esta cinta, no saber exactamente qué pretende contar, hacia dónde se dirige y cuál es su objetivo. Sin una meditada atención al conjunto y al detalle (quizá más al detalle), es fácil caer en ese vacío cósmico que tantas veces se ve en la pantalla. Por eso el universo que crea Gilliam es al final tan importante para evitar una peligrosa frustración. Incluso sin conectar con alguna posible explicación a la historia, es imposible no sentirse fascinado con ese entorno de ciencia ficción que crea el director, tan propio de sus películas y al que siempre sabe dotar de imágenes nuevas.

The Zero Theorem no es una película fácil. No lo es ni siquiera prestando atención sólo a lo visual, porque nada es gratuito y cada pieza que diseña Gilliam acaba teniendo una importancia vital en la historia. Y al no ser fácil camina peligrosamente por la frontera de la indiferencia del espectador, y eso es algo que se nota incluso admitiendo que hay momentos fantásticos en la película, un reparto muy bien medido (David Thewlis borda esos personajes extraños que parecen saber algo más que el protagonista y que el espectador) y momentos clave muy atractivos (el encuentro con la Dirección, interpretado por Matt Damon; o la historia de amor que se gesta con Bainsley, con el cuerpo y el rostro de Mélanie Thierry). Gilliam tiene unas reglas tan personales que a veces parece que en su cine no hay reglas. Eso hace que sus películas sean valientes, pero también que su público objetivo sea mucho más reducido del que seguramente querría.

viernes, noviembre 21, 2014

'Los juegos del hambre. Sinsajo, parte 1', una superficial transición para convencidos

Cada vez es más evidente que Los juegos del hambre es una saga para convencidos. Por eso, los que formen parte de ese grupo no estarán nada de acuerdo con las siguientes líneas. El problema, en realidad, es de base. La primera parte de Sinsajo, como ya sucedió con las dos entregas anteriores de la saga, deja la inevitable sensación de que no está pasando gran cosa, de que todo son preparativos para la historia de verdad. Ese es un mal que desde hace tiempo aqueja al cine, sobre todo a la fantasía de corte más juvenil. Hoy Los Goonies, Dentro del laberinto, Gremlins o cualquier otra película que hizo de los 80 la mejor década para este tipo de fantasía y ciencia ficción serían trilogías ya desde su primer borrador. Antes había una capacidad de síntesis sublime, y por eso aquellas son pequeños clásicos y las de hoy son modas. Sinsajo, parte 1 es una transición, como lo era En llamas, todavía la mejor película de la saga. Y aunque incide en la política y en la propaganda, su análisis es superficial por voluntad propia.

Eso, en todo caso, ya no asombra. ¿Es la primera parte de Sinsajo una mala película? En realidad no, pero tampoco hay nada que indique es una buena película. Francis Lawrence rueda con cierto oficio, sigue con relativa facilidad los acontecimientos que rodean la vida de Katniss Everdeen. Pero roza lo innecesario en demasiados momentos. Es un mal que aqueja buena parte de las sagas modernas, por no decir a todas, pero ya no hay una identidad entre los diferentes episodios de las sagas. Si no has visto lo anterior, estás perdido. Es una continuidad lineal en la que no se buscan nuevos espectadores, sino fans convencidos. Y por eso el episodio final está dividido en dos, porque se sabe que todos pasarán por taquilla, reafirmados en que están viviendo su propia aventura como fans. Totalmente lícito, pero cinematográficamente más pobre que lo que solía hacerse hace no tantos años, cuando se hacían adaptaciones de las novelas y no fotocopias en las que todos los personajes tengan que salir y ser presentados, aunque narrativamente la película no lo necesite.

Francis Lawrence, que consigue en esta ocasión unas actuaciones más contenidas y adecuadas de casi todo su reparto (se nota en este sentido que se ha perdido el exceso visual de las anteriores entregas en beneficio de una estética de guerra que es más interesante, y actores como Woody Harrelson, Elizabeth Banks o Stanley Tucci lo agradecen), apuesta por un tono más dialogado, más político, más analítico, en el que Katniss sea un personaje más maleable desde el punto de vista de todas las facciones en disputa. Pero no profundiza, o al menos no tanto como debiera. Se habla del poder de la propaganda, pero en realidad la película no pasa de arañar la superficie. Lo intenta durante muchos minutos, hasta el punto de que apenas hay secuencias de acción y estas tienen la presentación de una película de serie B, cosa que Los juegos del hambre no es. No hay combates ni grandes explosiones, sino que hay escaramuzas y escombros. ¿Una guerra? Apenas se ve. Y la película pide a gritos siquiera uno o dos planos espectaculares que nunca llegan.

La primera parte de Sinsajo es así una transición más, lo que recuerda al efecto que generaba la saga de Harry Potter, eternamente esperando el enfrentamiento del niño mago y Voldemort, hasta que llegó nada menos que en la octava película. En Los juegos del hambre no habrá que esperar tanto, afortunadamente, pero sorprende que pasen tan pocas cosas de carácter trascendente en este su tercer episodio. Las escenas vitales se pueden contar con los dedos de una mano. A la hora de película da la impresión de que la historia por fin despega, pero no es más que un espejismo. Pasan las dos horas y se podría decir que estamos en el mismo punto que al principio, si no fuera por el necesario final abierto (cosa que ya estaba en En llamas sin necesidad de dividir un episodio en dos), derivado de la mejor escena de la película, la única que, incluso anunciada con poca sutileza, sorprende y se sale del camino más previsible. Y, como suele suceder, lo más normal es que la última película sea la mejor. ¿Pero hacía falta todo esto para llegar ahí?

'Jimmy's Hall', el cine social que domina Ken Loach

Después de unas cuantas décadas ya a sus espaldas como cineasta, no es ninguna sorpresa descubrir a Ken Loach haciendo películas de claro corte social. Jimmy's Hall es ese cine social que domina el realizador británico con tanta facilidad, que se mueve entre un cuadro mucho más amplio y una situación muy concreta. Así, en esta película posa su objetivo en un pequeño pueblo irlandés que, a comienzos de los años 30 del siglo pasado, cuenta con la presencia de un activista, que regresa de Nueva York, donde ha estado refugiado durante diez años, dispuesto a plantar cara a la iglesia y a los grandes terratenientes con un local social como eje de las disputas. Aunque no es la cinta más potente por su contenido ideológico de la filmografía de Loach, lo compensa con agradables sensaciones que procede tanto del ambiente en el que se desarrolla la película como del espléndido uso de la música.

Si Jimmy's Hall funciona tan bien es porque, a pesar de la sencillez de su historia y de un ligero maniqueísmo en algún momento de su desarrollo, es porque la película entiende perfectamente el momento y el lugar en que acontece la película. Irlanda era entonces un escenario postbélico entre partidarios y detractores del Reino Unido, el mundo estaba en pleno periodo de entreguerras y al crack del 29 todavía se dejaba sentir mientras el comunismo avanzaba por todo el mundo. Todo eso, que ya es un escenario suficientemente complejo, se mezcla con el folclore irlandés, con el papel de la iglesia y con una lucha de corte sindical, haciendo de la película un completo mosaico que, en realidad, nunca abandona la idea de ser una película pequeña e intimista.

Hay un elemento que siempre funciona en las películas de Loach, y es su reparto. Integrado tantas veces por nombres absolutamente desconocidos para el gran público, el cineasta siempre saca lo mejor de sus elegidos y hace que todos ellos enriquezcan lo que de verdad hace grande sus películas, y es el entorno. Jimmy's Hall no es ninguna excepción en ese sentido, ni en la brillantez de sus actores ni en la inmersión que ellos mismos hacen en el entorno rural en que se mueven. Loach, además, es un cineasta lo suficientemente hábil como para que el montaje le sirva a sus propósitos. Hay un flashback espléndido y un montaje paralelo aún más brillante (alternando uno de los bailes en el salón social y un sermón religioso) que bien podrían ser los mejores momentos de la película junto a las escenas más personales en el último tercio del filme entre los dos protagonistas esenciales, Jimmy (Barry Ward) y Oonagh (Simone Kirby).

Como Jimmy's Hall se basa en una historia real, muchas sinopsis han decidido incluir el desenlace de la película como si ese fuera el único aspecto reseñable. Lógicamente, si no se conoce al personaje real, lo mejor es olvidarse de cualquier sinopsis, crítica o resumen que decida sencillamente alterar una parte de la forma en la que Loach transmite su relato. Cosas del marketing moderno. Y no es que Loach supedite el acierto de su película al desenlace del relato, ni mucho menos, ¿pero por qué arruinar esa sensación de una forma tan gratuita? Incluso habiendo caído en la trampa publicitaria, Jimmy's Hall destaca por su sencillez y su compromiso, marcas indelebles del cine de Loach que funcionan aquí de nuevo por su habilidad de hacer que el espectador se zambulla en el entorno escogido.

viernes, noviembre 14, 2014

'Diplomacia', portentoso duelo teatral

Pocas veces un título es tan exacto a lo que se acaba viendo después en la película, pero Diplomacia es justo eso, una brillante partida de ajedrez entre dos personajes que protagonizan un portentoso duelo teatral ambientado en los últimos días de la Segunda Guerra Mundial. Hay que asumir ese último adjetivo, teatral, porque es probablemente el mayor inconveniente de la película, que no se despega demasiado de su origen en los escenarios cuando la historia, en realidad, pide algo más de grandeza visual en determinados momentos, pero eso mismo es lo que centra todo el esfuerzo cinematográfico en dos actores brillantes, André Dussollier y Niels Arestrup, que llevan casi es solitario el peso de la cinta con una contención y una riqueza de matices espectacular, traslación absoluta de esa partida de ajedrez a un debate cuyo final, además, es conocido. Y aún así la película tiene un ritmo y una tensión impresionantes, lo que da idea del gran trabajo general que encierra.

Puede parecer absurdo, pero mantener durante hora y media la tensión cuando está en juego la destrucción de una ciudad cuando es sobradamente conocido que esta sigue en pie, es algo que tiene mucho mérito. La película cuenta el final del avance aliado hacia París y el plan que tenían los nazis para destruir la capital francesa con una serie de bombas colocados en puntos estratégicos. Sus protagonistas, el general alemán a cargo de la ciudad y un diplomático suizo que trata de convencerle de que no desencadena la barbarie destructora sobre París. La narración es casi en tiempo real, con escasas elipsis, lo que permite comprender toda la trascendencia de la brillante conversación que mantienen Dussollier y Arestrup, los diferentes estados de ánimo por los que pasan ambos personajes y las razones con las que argumentan sus decisiones. Todo tiene una brillantez enorme.

Es verdad que siendo París el tablero de esa partida de ajedrez, y aunque es continuamente mencionada, se echa en falta ver la Ciudad de la Luz más de lo que decide mostrarla Volker Schlöndorff, director de la película y coescritor de la adaptación teatral. Aunque en el epílogo sí se llega a ver, no es exactamente lo que venía necesitando la película mucho antes. Schlöndroff no consigue despegarse del todo de un tono teatral que podría haber superado, y que de hecho marca el final de Diplomacia. Pero el magnetismo que desprenden Dussollier y Arestrup con sus interpretaciones es tan grande que al final esto es casi un matiz sin importancia que no lastra en absoluto el resultado final de la película, y más teniendo en cuenta que hay un espléndido trabajo de ambientación, aunque queda casi en su totalidad limitado al interior del hotel en el que los nazis montaron su cuartel general en París.

Diplomacia hace de los problemas que podría sufrir sus mayores virtudes. Al encierro teatral responde con dos actuaciones formidables que podrían haber sustentado con la misma fuerza la obra sobre las tablas. Al escenario histórico más o menos conocido le añade un ritmo cinematográfico espectacular, basado sobre todo en el diálogo y en sus actores. Y al carácter minoritario que probable y desgraciadamente le confiere el hecho de estar protagonizada por dos actores veteranos y ajenos a Hollywood y el de ser una película europea rodada en francés y alemán, replica con la mayor contundencia de todas: con talento. Diplomacia es una película espléndida, un magnífico muestrario del poder seductor de las palabras y de las miradas por encima de efectismos facilones y un recordatorio, uno más, de que el cine necesita actores y personajes de más edad de la que suelen tener los grandes reclamos publicitarios del medio. Le falta algo de grandeza para ser algo más, pero cuando hay una buena historia y tanto talento, es fácil convencer.

'Matar al mensajero', muy entretenida, menos sólida

Cuando el cine se acerca a la acción periodística más audaz y pura, rara vez se equivoca. El escenario permite un suspense, una acción, una intriga  una empatía con los personajes que hace que una película que se acerca al trabajo del reportero sea entretenida y solvente casi siempre. Matar al mensajero sigue un caso real, el del periodista norteamericano que destapó la vinculación entre el narcotráfico y la financiación de la Casa Blanca a la Contra nicaragüense y los efectos que eso tuvo en su carrera profesional. La historia, con exactitud o no a lo que realmente aconteció, tiene una garra innegable. La dirección de Michael Cuesta no tanta. La película entretiene con facilidad y convence porque tiene un espléndido reparto (lo que más chirría es Paz Vega, convertida en tópico), pero es menos sólida de lo que parece. Sobrecoge y emociona por momentos, pero siempre está presente la sensación de que dando un paso más se podría haber conseguido un filme mucho más redondo. No decepciona sino que entretniene, pero no pasa a un nivel superior.

La historia de Gary Webb es, efectivamente, fascinante por sí sola. No necesita grandes artificios ni muchos añadidos para mostrar una gran cantidad de temas enormemente interesantes. Lo que se ve es el poderoso atractivo del poder, de la información, de las conspiraciones. Todo eso está presente en Matar al mensajero y se hace mucho más evidente en la segunda mitad de la película, que aumenta el ritmo de una forma más que interesante. Acierta además con el protagonista, un muy buen Jeremy Renner (que además es productor del filme), y con un reparto más que solvente que juega la baza de la sorpresa de introducir actores muy conocidos en papeles mucho más pequeños y puntuales de lo que se podría esperar de ellos (y, en ese sentido, es una lástima ver tan poco a Michael Sheen, porque Andy García o Ray Liotta ya se han acostumbrado a presencias menores) pero que dan empaque al resultado final.

El problema de Matar al mensajero es que no termina de alcanzar la trascendencia que busca y que, de hecho, tiene la historia en que se basa. ¿Es un canto a la libertad de prensa? ¿Es una cinta política? Es una mezcla de ambas? ¿O es un drama personal y familiar? Quizá Cuesta pretende abarcar demasiado y mezcla escenas impresionantes (la tensión que genera en el aparcamiento del aeropuerto) con otras que acaban rozando la intrascendencia (casi todo lo que tiene que ver con las motos). Se escapa, aunque emocione, la triste épica que hay en el discurso final de Webb, que es lo que encierra el corazón más puro de la película, se pierde en detalles que no terminan de convencer con la misma fuerza que el marco general, por mucho que el demoledor final sirva para que Matar al mensajero deje un gran sabor de boca al acabar, aún con la certeza de que se ha escapado la oportunidad de hacer un filme de los que dejan un poso mucho más profundo.

En realidad son las expectativas que levanta la película las que acaban jugando en su contra. Apunta a generar un impacto como el de Todos los hombres del presidente o, de forma más modesta pero igualmente brillante y más reciente, el de La sombra del poder, pero se queda en un correcto entretenimiento que en algunos momentos alcanza lo notable. Es una buena radiografía de la forma en que se gestiona la información desde las altas esferas, del valor del periodismo y del coste que puede tener la publicación de una noticia que no guste a los poderosos. Y eso, cuando se hace con un mínimo de decencia, suele bastar para que una película logre un holgado aprobado. Quizá la profundidad personal que quiere darle a Webb necesitaba de otros recursos, quizá la faceta periodística necesitaba un sustento más fuerte y quizá la película tendría que haber encontrar un mayor respaldo en la contundencia de su guión (que deja en el aire demasiadas dudas, incluso sobre la credibilidad del reportaje, cuando es obvio que quiere plantear justo lo contrario) y algo menos en la fuerza de su reparto. Pero entretener, entretiene.

'Orígenes', Mike Cahill sigue buscando su fantasía perfecta

La intrigante Otra Tierra, el primer largometraje de Mike Cahill mostró a un director ambicioso y atrevido que se quedaba a medio camino de sus pretensiones iniciales, incluso a pesar de que algunos elementos de su debut cinematográfico eran muy atractivos. Con Orígenes, su nuevo trabajo, no sólo no ha rebajado el umbral de sus ambiciones, sino que incluso parece haberlas aumentado. El enfrentamiento entre ciencia y fe es ya el tema estrella de sus filmografía. No se puede negar que hay momentos en Orígenes que generan una fascinación impresionante, empezando por su punto de partida esencial, el poder hipnótico de la diferente mirada que posee cada ser humano, pero lo curioso es que la película no termina de llenar por lo más realista, no por sus notables toques de ciencia ficción. Cahill sigue buscando su fantasía perfecta y tampoco parece haberla conseguido con Orígenes, pero sigue intrigando lo suficiente para seguirle la pista en sus próximas cintas.

Ian es un científico fascinando por los ojos. Los fotografía, los estudia, y busca el desarrollo de una teoría evolutiva de los mismos que desmonte los argumentos religiosos en torno a este órgano como prueba de la existencia de Dios. En torno a ese concepto, Cahill construye una inteligente trama que busca una contraposición absoluta entre ciencia y fe, incluso entre razón y fantasía llevando al extremo los temas que expone. Que el planteamiento es ambicioso se nota en buena parte de la película, desde su casi poético comienzo hasta la intrigante escena que hay al final de los títulos de crédito (reventada parcialmente, por cierto, en esos mismos rótulos). Y se agradece. Es una de esas idas de olla de la ciencia ficción moderna que esconden tanta genialidad como difícil equilibrio, pero tratando al espectador con respecto la película avanza con mucha naturalidad.

Lo que sorprende es la facilidad con la que la película se arroja a sí misma a los pies de los caballos. Creerse la premisa (casi habría que decir las premisas, pues es una película viva y cambiante en ese sentido) es el habitual ejercicio de fe del género, pero es su faceta más realista la que genera más dudas. Es así como la película rompe su credibilidad, especialmente en el tercer acto, aunque su fascinación se mantiene intacta. Por eso no llegar a ser la ambiciosa y perfecta historia que Cahill había imaginado, porque no todo queda cerrado con una precisión envidiable que sí se da con frecuencia en los dos primeros tercios de la película, al menos hasta la elipsis que plantea el relato. Juega también a su favor que el trío protagonista, el que forman Michael Pitt, Brit Marling (ya protagonista de Otra Tierra) y Astrid Bergès-Frisbey mantiene en todo momento la fe en lo que están contando.

Cahill es, además de un guionista intrigante, un director inteligente. Suele acertar con el punto donde coloca la cámara y compone los planos con brillantez. Puede ser efectista en algún momento, pero también es efectivo (la mejor demostración de este concepto está en la escena a la que corresponde la fotografía que encabeza estas líneas), y así consigue que la historia fluya con bastante habilidad. Y monta francamente bien, domina las elipsis y sabe ceñirse a lo que resulta esencial para su historia. No es nada casual que ninguna de sus dos películas llegue, y por un margen amplio, a las dos horas de duración. Eso es otro punto a su favor, porque tiene muy claras las ideas que quiere transmitir. Eso, no obstante, hace que quizá haga falta algo de fe en el género por parte del espectador para aceptar la propuesta en su totalidad. Incluso así, vista por un aficionado a la ciencia ficción, deja algunas dudas. Pero también unas cuantas certezas. Orígenes no será un clásico, pero sí un espléndido apunte. Y si Cahill mantiene una progresión, lo mejor está por venir.

'The Skeleton Twins', la vida es una tragicomedia

Qué difícil es hacer una buena tragicomedia y qué fácil parece cuando se ve una que merece la pena. The Skeleton Twins, segundo filme de Craig Johnson como director, encaja en esa categoría porque encuentra el equilibrio perfecto entre el drama y la comedia, entre momentos emocionalmente demoledores y secuencias terriblemente divertidas. E incluso consigue que ambas sensaciones se mezclen con naturalidad, como por ejemplo en la primera secuencia de la película, una que sirve para sentar las bases de la historia y para mostrar a una espléndida pareja protagonista, la que forman Kristen Wiig y Bill Hader. A partir de ahí, la montaña rusa emocional que supone la cinta, reflejo de la vida, no deja de moverse, de agitar los cimientos de la existencia de una pareja de hermanos tremendamente singular. Quizá al final queda una muy leve sensación de insatisfacción por dejar demasiados cabos sueltos, pero todo lo que aparece en la pantalla funciona francamente bien.

Y eso que la película arranca con situaciones que rozan peligrosamente el arquetipo, especialmente por el lado de Milo (Hader), el hermano gay que incluso en uno de sus diálogos llega a referirse a ese tópico del que parte su personaje. Pero como el toque cómico funciona desde el principio es bastante fácil perdonar lo trillado que pueda haber en el guión para así disfrutar de lo que ofrece la película, que no es otra cosa que el reencuentro de estos dos hermanos probablemente en uno de los peores momentos de su vida. Ese anclaje en la realidad es lo que permite a Johnson mostrar una inusitada alegría por vivir dentro de un drama a ratos muy profundo (y que se desborda en la conversación que tienen Milo y Maggie en plena calle tras salir juntos en la noche de Halloween). Quizá por eso el final quede relativamente abierto, aunque eso no termina de justificar el olvido de la película hacia algunos personajes como el marido de Maggie, Lance (Luke Wilson).

Siendo el reparto lo esencial en una película de estas características, y estando tanto Wiig como Hader francamente bien, superando los tópicos y estableciendo una química especial (¿existe la idea de que sólo puede haber química entre una pareja protagonista que tenga vínculos de pareja? Si existe, aquí un ejemplo de que no es así), se agradece que Johnson haya prestado atención al detalle. Los personajes tienen trabajos, aunque no sean parte del corazón emocional de la película o necesarios para su desarrollo; tienen un entorno, aunque en realidad el relato podría suceder en cualquier parte; y los días pasan, aunque la época del año no sea en absoluto fundamental para The Skeleton Twins. El envoltorio complementa así a los personajes, les deja respirar y les da un aire de verosimilitud que acaba permitiendo que todo parezca incluso más completo de lo que es.

Así, The Skeleton Twins es una de esas películas tan inteligentes como divertidas que sabe maximinzar sus puntos fuertes (entre ellos la música, una espléndida selección que, aquí sí, tiene un sentido narrativo evidente, como la escena en la que Milo le da sentido a una canción, sin duda el momento más emotivo de toda la cinta) para que los más débiles queden ocultos, incluso que pasan desapercibidos. Se puede discutir con razones coherentes la forma en la que acaba la película, dejando algunos elementos vitales en el aire, pero al mismo tiempo permite al espectador sacar muchas conclusiones. Y eso, aunque a alguien pueda convencerle más el final montado de otra manera, no deja de ser un elemento más de implicación. Al final, es tan fácil meterse en la piel de Milo y Maggie, reflexionar sobre cuáles serían nuestros pasos en su situación, que sólo queda reconocer que la película cala. Y si cala es porque,efectivamente, la vida a este lado de la pantalla también es una tragicomedia. Como la de ellos, aunque no tenga el mismo nivel de drama.

'Escobar. Paraíso perdido', ¿dónde está Escobar?

Lo más sorprendente de Escobar. Paraíso perdido, viendo el título de la película, su cartel y la promocionadísima caracterización de Benicio del Toro como el narcotraficante colombiano, es que Pablo Escobar no es el protagonista de la película. Resulta tentador pensar que la intención de la cinta de Andrea Di Stefano, que debuta como realizador, quiere hacer de Escobar una presencia, una poderosa fuerza motora de todo lo que acontece en su historia. Pero pronto resulta evidente que no es así, que en realidad se trata de una historia que busca el protagonismo de un actor mucho más joven y que simplemente utiliza la figura de Escobar, que si no fuera por la escena en la que acaba entregado al Gobierno colombiano podría ser cualquier otro personaje. Esto sería un detalle menor si la película funcionara, pero Di Stefano se pierde en largas escenas que no necesitan semejante extensión para llegar a un filme de dos horas en el que los personajes aparecen muy poco desarrollados.

El problema, por tanto, es el guión. Lejos de querer hacer una biografía de Escobar, aunque sea lo que sugiera su título, el protagonista de la historia es Nick Brady (Josh Hutcherson), un joven canadiense que acompaña a su hermano a Colombia para vivir en la playa y montar allí un pequeño negocio (que esa simple puesta en contexto se haga tan tarde y tan mal es una muestra clara de que algo falla), y que acaba relacionándose con el cartel de Escobar (Benicio del Toro). Es el típico relato del personaje fuera de su contexto natural que, esta vez por amor, acaba encerrado en una situación de la que tendrá que intentar escapar desesperadamente. Esa es la historia que cuenta Paraíso perdido (que en pantalla prescinde del nombre de Escobar en el título, con mucha más lógica que la promocional). El proceso hasta llegar ahí es más o menos irrelevante aunque Di Stefano le dedique un tiempo desmedido que compone el larguísimo flashback que supone la primera mitad de la película.

Que el guión no termina de desarrollar a los personajes (los secundarios casi nada en absoluto, pero incluso también los protagonistas) resta valor a la pretendidamente ominosa presencia de Escobar. Hay algunos momentos que impresionan, pero en realidad da la sensación de que Benicio del Toro está con el piloto automático, mostrándose capaz de interpretar de la misma manera a cualquier personaje histórico latinoamericano, tanto dado que sea el Che Guevara para Steven Soderberg o aquí Escobar para Di Stefano. Quien no conozca demasiado a la figura real, no entenderá con la película los motivos por los que se entrega, por los trafica o por los que cuida tanto en apariencia de los suyos. Ni siquiera, en realidad, porqué desencadena lo que cuenta la cinta en su segunda mitad. Aún reconociendo la genialidad habitual de Del Toro, su Escobar sabe a poco. Y Josh Hutcherson se mantiene en su papel, el mismo que interpreta en Los juegos del hambre, aquí o en cualquier película que le demande una mirada de intensidad y poco más.

Luego llega otro problema, y es el del contexto. Si todos los personajes han de ser colombianos salvo el de Nick, sorprende escuchar a Del Toro en la versión original pronunciando nombres en español como si él fuera el norteamericano, o el acento perfectamente español de Claudia Traisac (superando la excesiva ingenuidad que el guión da a su personaje, su trabajo es de largo lo más interesante de la película). Quién sí hace una clara inmersión en su personaje colombiano es Carlos Bardem. Son, de nuevo, detalles, pero con esos mismos detalles comienza a desmoronarse el castillo de naipes que en realidad es la película. Tienes sus escenas destacadas (la conversación entre Nick y Escobar viendo el partido de fútbol), pero al final da la sensación de que deja escapar las mejores posibilidades que hay sobre la mesa. Ni siquiera el clímax consigue la épica que necesita y que venía ya dada por el evento real que marcó la vida del propio Escobar y que se escoge como pivote esencial de la película. Demasiadas posibilidades desaprovechadas para tan poca película.

viernes, noviembre 07, 2014

'Interstellar', Nolan alcanza la cumbre de su reino

Christopher Nolan es un director que destaca por haber sabido llevar lo mejor del cine como arte a lo que se entiende por cine comercial. Esa peculiaridad hace que no todo el mundo vea con buenos ojos su trabajo, pero es difícil resistirse al enorme entretenimiento que hay en sus películas mientras él introduce elementos de mayor calado en ellas. El Caballero Oscuro y Origen eran, hasta ahora, las mejores muestra de esa fusión tan formidable que hace en su cine. Interstellar viene a sumarse a estas como la muestra más ambiciosa de su forma de entender el medio. Es, probablemente, la cumbre de su reino, porque nunca había querido mirar tan lejos. Esta vez, aunque esa forma ya explicada de hacer cine le lleve a dar las explicaciones que el cine comercial está obligado a incluir, se ha mostrado de la forma más compleja, personal y arriesgada, en una historia de ciencia ficción (por momentos dura y sin complejos) que roza las tres horas de duración, que tiene un poder hipnótico brutal y que no sólo no defrauda sino que tiene la capacidad de apasionar.

Quizá el problema con Nolan está en que siga habiendo público que no digiere bien esa forma de entender el cine espectáculo. Quizá con Interstellar haya gente que no le perdona que coquetee con tanta facilidad con el Stanley Kubrick de 2001 o el Duncan Jones de Moon como con la ciencia ficción más accesible en sus explicaciones, esa que no deja cabos sueltos para que el lector contraponga las teorías más descabelladas porque siempre hay una escena o un personaje que explica claramente lo que ha sucedido. Eso sucede en Interstellar, es indudable. ¿Minimiza eso el impacto de su cine? Probablemente no, sobre todo si se han aceptado esas normas, las mismas que Nolan ha empleado desde el comienzo de su carrera, mostrando una enorme coherencia en sus planteamientos. A partir de ahí, Nolan tiene tal dominio de todo lo que aparece en la pantalla que la inmersión en su mundo es definitiva, brutal e impresionante, hasta el punto de convertir estos 169 minutos en una experiencia extraordinaria.

Nolan es un maestro a la hora de crear universos sugerentes, y eso en Interstellar se siente desde su primer plano. Su futuro es un reto. La forma en la que lo plasma, un inmenso acierto. La película se convierte así es un estímulo constante, especialmente sensorial pero también emocional. Es cierto que la comercialidad del cine de Nolan implica ciertas concesiones. La previsibilidad es una de ellas, y es fácil intuir cuáles van a ser las explicaciones fundamentales del entramado que crea ya desde la primera media hora de la película, una vez que ha asentado el escenario y entra de lleno en el desarrollo de la historia. Pero al mismo tiempo tiene una impactante capacidad de sorprender. No necesariamente por los giros de su guión, base de un cine mucho más efectista (y por tanto vacío) que el del autor de Memento, sino por la forma en que suceden las cosas. El montaje de la película y el estímulo tanto visual como sonoro (Hans Zimmer, sublime e incluso un poco excesivo) se encargan de ello.

A partir de ahí, Interstellar sabe aprovechar un espléndido reparto, en el que hay algunas sorpresas, que está encabezado por unos fantásticos Matthew McConaughey y Anne Hathaway. Con ellos, Nolan atrapa una emoción necesaria para que la película no sea un simple ejercicio a medio camino entre Kubrick y Terrence Mallick. Y no lo es porque, hay que insistir en que siempre dentro de los parámetros de los que disfruta Nolan, el conjunto es muy atractivo. Cuando se hizo público el primer y críptico trailer de la película, ya quedó claro que debía ser el más ambicioso intento de Nolan como narrador y ahora que la cinta es ya un hecho se puede decir que los objetivos han sido más que colmados. Interstellar es una de esas piezas de ciencia ficción comercial llamadas a perdurar, en las que las normas del espectáculo cinematográfico se aplican sólo en beneficio de la historia. La portentosa habilidad visual de Nolan, su impresionante sentido del ritmo y la colección de escenas formidable completan, con algún leve defecto, un imprescindible cuadro.

'El amor es extraño', y este retrato también

Hay un problema con El amor es extraño. ¿Cuál es el tema central de la película? ¿Qué es lo que intenta contar exactamente? Si lo que busca es hablar del compromiso ante la adversidad, hay momentos en la cinta de Ira Sachs que rozan lo extraordinario. Pero si quiere hablar del amor en sí mismo, hay algo que no termina de encajar, más después de ver un epílogo que, en realidad, habla de algo completamente diferente. Por eso, la película deja una sensación de cierta frialdad que no casa demasiado con la emotividad que quiere presidir su historia, la de dos hombres que después de 39 años de relación deciden casarse y eso tiene consecuencias sociales graves en su vida privada. Es tierna y emotiva gracias a las magníficas interpretaciones de John Lithgow y Alfred Molina, pero al mismo tiempo el envoltorio despista bastante, precisamente por la falta de un objetivo claro.

En realidad, lo que es un problema forma parte de la riqueza del filme, y es que, a falta de uno claro y predominante, hay muchos temas posibles en El amor es extraño. La relación entre Ben (Lithgow) y George (Molina) tendría que haber sido el principal, pero en realidad lo es sólo en parte. Los dos protagonistas aparecen en tantas escenas el uno sin el otro que el atractivo de ver la química entre ambos se diluye ligeramente, y es una pena porque ambos realizan una total inmersión en sus papeles, en especial un Lithgow que muestra de forma brillante una fragilidad emocional y física que no acostumbra a mostrar. Su separación física, que no emocional, es de hecho uno de los puntos más desconcertantes de la película. Asumible en el argumento pero no del todo un acierto si, insistiendo en el mismo punto, ese pretendía ser el corazón de la película.

Y es que, a partir de los problemas de esta pareja, surgen otros temas que por momentos eclipsan al central. El matrimonio que forman Kate (Marisa Tomei) y Elliot (Darren Burrows), sobrino éste de Ben, se lleva bastante protagonismo. Su situación como pareja, su experiencia como padres, incluso el incordio de tener en su casa a un familiar, son cuestiones que habrían servido para que estos dos personajes protagonizaran su propia película. Y dado que muchas de sus escenas sólo cuentan con la presencia de Lithgow y no la de Molina, devoran parcialmente esa historia que debía ser la central, y que tras el arranque sólo recupera ese papel en dos o tres ocasiones durante la película, hasta llegar al desenlace, una escena muy emotiva que, probablemente, debía haber cerrado la historia. Ira Sachs, director del filme, apuesta en cambio por un epílogo que desvía aún más el tema de la película, invita a pensar de nuevo en su título pero no en el camino que habían marcado Lithgow y Molina.

El amor es extraño es precisamente eso, una película por momentos extraña. un drama inteligente por momentos y siempre tan bien llevado que da la impresión, probablemente, de ser mejor película de lo que en realidad es, porque una vez concluye es cuando el espectador puede darse cuenta del dilema temático que encierra. Con todo, es una cinta con sus momentos divertidos (la conversación entre Lithgow y Tomei mientras ella intenta escribir es divertidísima), emotivos (la visita de George a Ben en una noche lluviosa) e incluso poéticos (el cuadro que pinta Ben y el significado que acaba adquiriendo). Lo extraño no es tanto el amor, que en la película eso sí se muestra en las manifestaciones más diversas, sino que haya tantos cambios de rumbo en una historia que sólo llega a los 100 minutos. Un camino entretenido, simpático y dramático a partes iguales, pero que seguramente podría haber dado mucho más de sí.

'Blue Lips', a Pamplona hemos de ir

En el cine hay veces en que el qué devora ligeramente al cómo, y eso le sucede a Blue Lips. La película es un singular experimento que sigue las andanzas de seis personajes procedentes de diferentes partes del mundo que acaban confluyendo en Pamplona en los Sanfermines. Cada personaje, además, tiene un director diferente, que codirige las escenas en las que se junta con otro de los seis principales. Curioso, sin duda. Pero quizá, al margen de ese detalle y del esfuerzo que hay que reconocerle, algo insuficiente por momentos. No es que la película flaquee especialmente en alguno de esos segmentos o en sus nexos de unión. Muy al contrario, la acción se sigue con interés, sea por parte del ex futbolista brasileño, el periodista americano, el fotógrafo italiano, la adolescente argentina, la joven hawaiana o la mujer pamplonesa. Pero quizá hay un exceso en no ofrecer toda la información, sin duda es algo intencionado pero le resta impacto a la historia. Aún así, lo curioso de la historia, coral pero no una suma de cortometrajes, es atractivo.

Lo es porque hay una diversidad en el reparto, muy bien escogido y muy efectivo, que permite encontrar amplios espacios de empatía. Podrían haber sido más si el guión hubiera precisado algo más algunos detalles. Algunos se ofrecen con una elegancia espectacular (eso permite deducir, por ejemplo, cómo pudo morir el marido de la mujer pamplonesa), pero otros se quedan tan en el aire que exceden incluso el carácter de macguffin (el novio de la joven hawaiana, la enfermedad de la chiquilla argentina). Siendo una película dirigida por seis personas, es difícil saber cuánto de lo que falta estaba en el guión original, se quedó en la sala de montaje o directamente nunca se planteó su inclusión en la película, pero sí es cierto que esos detalles dejan una sensación de irregularidad, incluso aunque haya buenos momentos en cada segmento (y en algunos de los encuentros, en especial el de la pamplonesa y el periodista americano, probablemente lo mejor del filme y de donde sale su título).

No es que la tarea de ensamblar la cinta fuera fácil, eso también hay que reconocérselo a la película. Rodar en pleno San Fermín es un reto inmenso y eso da a la cinta un sabor bastante especial. Incluso sin conocer de primera mano la fiesta navarra, es indudable que Blue Lips ha sabido captar muchos de los elementos esenciales de esa semana de desenfreno, e incluso algunos de sus problemas más conocidos. Pero eso mismo obliga a pensar de nuevo en que las historias quedan sin una conclusión real en muchos casos. Se ve Pamplona, se ve San Fermín, se intuyen muchos de los recovecos emocionales que configuran a cada uno de los personajes, pero no termina de sentirse con firmeza un nexo de unión real entre todo. Así, hay brillantez por momentos, pero se echa de menos un motor más propio del argumento que del escenario. Obviamente, eso no es lo que busca la película, pero cabe preguntarse cómo habría sido la película de haber dado ese paso adelante.

Blue Lips es un complejo salto mortal casi sin red, y asumir que la película sale adelante con cierta facilidad es la mejor forma de reconocer el esfuerzo que hacen sus seis directores (Daniela de Carlo, Julieta Lima, Gustavo Lipsztein, Antonello Novellino, Nacho Ruiperez y Nobuo Shima) y un reparto entregado a la hora de convencer emocionalmente, no sólo por la diversidad cultural que representan. Es también verdad que esa irregularidad y algunos elementos de la propia concepción de la película no convencen con la misma facilidad, pero hay un buen trabajo de concreción y condensación. Son muchos los perfiles y las emociones que toca la película y todo ello tiene cabida en un filme de apenas hora y media que supera la sensación de que se trata de una postal turística pero que no llega a satisfacer todas las ambiciones propuestas que lanza. Con todo, entretiene y por momentos gusta mucho.

'French Women', las mujeres siguen siendo de Venus

Por mucho que el título en España de Sous les jupes des filles (algo así como Bajo las faldas de las chicas) sean French Women (obviamente, Mujeres francesas), las mujeres siguen siendo mujeres y, por tanto y siguiendo el dicho popular, de Venus. French Women es una película de, por y pretendidamente para mujeres, es el retrato de once de ellas cuyos caminos se van cruzando de una forma más o menos natural y siempre con el amor y el sexo (más el sexo que el amor) como motor esencial de sus vicisitudes. Dado que es una de esas películas corales que tiene la ambición de tocar prácticamente todos los palos (en este caso, mujeres embarcadas en todo tipo de relaciones, de todas las orientaciones y gustos sexuales posibles y con las personalidades más diversas), la irregularidad es manifiesta. A ratos es muy divertida y a ratos es más convencional, pero sobre todo no tiene nada claro cómo acabar la película, y por eso finaliza con un extraño número que, en realidad, no tiene sentido. Llegar hasta ahí, no obstante, es entretenido.

El acierto de Audrey Dana en su primera película como directora es que deja que la acción respire, viva y se desarrolle gracias a sus actrices. Isabelle Adjani, Alice Balaïdi, Laetitia Casta, Audrey Dana, Julie Ferrier, Audrey Fleurot, Marina Hands, Géraldine Nakache, Vanessa Paradis, Alice Taglione y Sylvie Testud llevan el peso del filme con bastante soltura, amoldándose a todo lo que demanda la historia en cada momento, en general y en cada secuencia. Son el alma de una película que, peor interpretada, probablemente habría llegado mucho menos. Es en el guión donde se concentran las dudas de la película, que al final no aclara si quiere ser un simple pasatiempo en femenino o si quiere lanzar algún tipo de mensaje. A ratos parece esto último, pero la forma en que las historias acaban (o que los hilos entre algunas sean un tanto forzados) invitan a pensar lo contrario. Esa indefinición es el peor enemigo de French Women y probablemente lo que alargue la película hasta rozar las dos horas.

La parte más cómica es lo mejor, pero cuando quiere adoptar un tono más trascendente es cuando sorprende negativamente. La mezcla avanza precisamente porque lo divertido consigue ser muy divertido en algunos momentos, pero hay que asumir la cinta desde una perspectiva más lúdica, incluso entendiendo que el número final no es más que la rocambolesca e inverosímil cúspide de la diversión que sin duda ha experimentado el equipo femenino de la película. Cuando la historia provoca desconexión es cuando se quiere tomar demasiado en serio, con temas que ni siquiera es capaz de cerrar con fuerza (a veces ni con coherencia, como evidencia ese plano del hospital ya en los créditos) y que impiden que French Women sea algo más que una comedia coral. Divertida, sí, pero hasta ahí. Y ese mérito, hay que insistir en ello, está muchas más veces entre los méritos del reparto que en los del guión, coescrito por la propia Dana.

Sintiendo rechazo por las etiquetas, es difícil sentenciar que French Women es una película para mujeres. Probablemente sí lo haya querido ser en su gestación, por aquello de que intenta ser un completo muestrario de féminas en diferentes situaciones de afecto y desarrollo personal. Pero en realidad la comedia que funciona en el filme es bastante universal. El problema de French Women no es por tanto de clasificación, sino de narrativa. Aún habiendo diversión en la película, el montaje es a ratos atropellado, la transición entre las vidas de las once mujeres protagonistas no es equilibrada y el ritmo depende del gag más que de los objetivos narrativos. Bien pensado, si la película evidencia tan fácilmente que las mujeres siguen siendo de Venus y al mismo tiempo el humor que funciona en la cinta es aquel que puede hacer gracia tanto a hombres como a mujeres, es que algo no está bien planteado, a pesar de que el resultado final alcance un aprobado por simpatía y locura.