domingo, enero 29, 2012

'J. Edgar', un Eastwood más disperso que de costumbre

Que cada película que estrena Clint Eastwood es un motivo de celebración es algo que está ya fuera de toda duda. Lo será hasta que acontezca el triste día en el que no podamos ver nuevas películas suyas. La genialidad de un cineasta, sin embargo, tiene como elemento contraproducente que no siempre se puede brillar a la misma altura. Pero que nadie se asuste. J. Edgar, el retrato que Eastwood hace del primer director del FBI, Hoover, no es un borrón en la carrera del mítico realizador de Sin perdón, Bird o Mystic River. Pero sí es una película mucho más dispersa de lo que es costumbre en el viejo Clint. Fallan elementos que en otras películas recientes suyas sí funcionaban, empezando por algo que afecta a la credibilidad del propio filme que es la caracterización de los actores. Sí encaja, como siempre, la clásica forma de rodar de Eastwood. Y Leonardo DiCaprio ofrece una convincente y apasionada recreación de Hoover, imprescindible de honrar con el visionado de la película en versión original.

A priori, sonaba fascinante la posibilidad de ver qué podía hacer Clint Eastwood con la biografía de un tipo tan controvertido y fundamental en la historia norteamericana del siglo XX como J. Edgar Hoover. Menos encajaba la unión entre el cineasta y el guionista Dustin Lance Black, autor del libreto de Mi nombre es Harvey Milk y conocido defensor de los derechos del colectivo gay. La mezcla, en realidad, es parte de la dispersión que afecta a J. Edgar, que salta con demasiada facilidad entre los dos temas (la construcción del FBI por un lado y las tendencias homosexuales de su director por otro) y las cuantiosas secuencias que engloba cada uno de ellos en la película, de algo más de dos horas de duración. Sin hacerse larga, porque estamos ante un director que sabe rodar a la perfección, a veces se pierde la perspectiva del drama histórico en favor de la tragedia personal y viceversa, porque ninguno de los dos encuentra una definición tan precisa como cabría esperar de Eastwood.

La película explora dos líneas temporales. Por un lado, el presente, en el que un envejecido pero todavía en activo Hoover relata sus memorias y se enfrenta a la situación del momento, en la que Richard Nixon ha llegado a la Casa Blanca. Por otro, sus recuerdos a modo de flashbacks, desde que comienza a trabajar para el Departamento de Justicia y pasa a crear el FBI tal y como lo conocemos hoy en día, hasta sus casos más populares y su lucha contra el comunismo. Sin que se lleguen a entorpecer ambas líneas y con algún que otro gran momento de montaje, lo cierto es que no termina de haber fluidez entre ellas. No termina de haber una conexión emocional, al menos no hasta una secuencia final extraordinaria entre el propio Hoover y Clyde Tolson, uno de sus hombres de confianza en el FBI y a quien se consideró su amante. Es en esa escena donde sí llega la magia, donde se funden con maestría la historia y la ilusión, los hechos y los delirios de grandeza, las sensaciones de un hombre y su aplastante realidad.

La escena, además, y a pesar de llegar en el último cuarto de hora, es prólogo y continuación de las mejores secuencias políticas que incluye la película, precisamente las que se refieren a Nixon y, en menor medida, a los Kennedy. Lo que falla, ahí y en toda la película, es el maquillaje aplicado a los actores para mostrarles envejecidos. No parece creíble, saca de la historia con demasiada facilidad en casi todos los casos, incluso en el de Leonardo DiCaprio, que al margen de ese lastre no es capaz de coronar su gran trabajo interpretativo y vocal ofreciendo un tono de voz propio de un hombre de la edad con la que murió Hoover. Si se cierran los ojos, seguimos escuchando al Hoover más joven. La excepción en cuanto al maquillaje es Naomi Watts, que incluso con un personaje que a veces parece demasiado corto deja otra espléndida actuación como la secretaria personal de Hoover, creíble además en todos los estadios de edad, incluso más en sus últimos años.

DiCaprio, eso sí, consigue lo más difícil: convertirse en Hoover desde el principio e, insisto, a pesar de las flaquezas del maquillaje. La verdad es que le ha sentado fenomenal rodar con directores como Scorsese, Spielberg o ahora Eastwood para crecer como actor, y gracias a eso su presencia es magnética y poderosa durante toda la película. Si estamos ante una de esas películas que se basan en un retrato más o menos fidedigno de una importante figura política y DiCaprio sale triunfante, ¿qué falla entonces? Quizá que cuesta encontrar sentido a algunas escenas, incluso a algunos personajes (como la madre de Hoover, interpretada por Judi Dench). Quizá que no terminan de palparse en la pantalla la importancia de cada movimiento político y estratégico de Hoover, quizá que los saltos de uno a otro episodio son demasiado bruscos y por medio de una voz en off que no siempre funciona bien. La genialidad de Eastwood se sigue dejando ver como casi siempre (atención a la hermosa composición del plano final de DiCaprio), pero esta vez un peldaño por debajo de lo que nos tiene acostumbrados. Aún así, Eastwood siempre es mejor que la media.

jueves, enero 26, 2012

'The Artist', rareza embaucadora

Cada vez me pasa con más frecuencia que no encuentro la genialidad en los títulos que triunfan, sea en taquilla, en los premios o entre el público. Cuando esos tres campos se conjugan en un aplauso unánime, es cuando uno casi siente temor por alzar una voz discrepante. Pero es que The Artist me obliga a ello. Rendido el mundo cinematográfico entero a los pies de la película de Michel Hazanavicius, yo sólo puedo decir que me aburrió profundamente. Es más, me pareció tramposa. Y más aún, no tiene ni un solo rasgo de originalidad, más allá de coger algunas características de un cine perdido en el tiempo (que no en la memoria, el cine mudo de antaño es tan cine como el actual) y erigirse en una rareza que ha embaucado a medio mundo. Nada que decir a eso, pues el cine tiene la magia de embaucar a quien se deja, por las razones que sea. Y eso es muy personal. Pero conmigo no lo ha conseguido. Por muchos Oscar que gane el próximo 26 de marzo.

Es eivdente que no hay en The Artist trazos de originalidad. Situada en el Hollywood de los años 20, cuenta la historia de un gran actor del cine mudo, George Valentin (Jean Dujardin), que se cruza con una joven que comienza a abrirse camino en el séptimo arte, Peppy Miller (Bérénice Bejo). Mientras él ve cómo su estrella va decayendo con la llegada del cine sonoro, ella despunta como estrella en esa nueva forma de entender el cine, en el que la voz de los actores es clave para atraer al público. Sí, todo es tan previsible como parece. Sí, todos hemos visto Ha nacido una estrella en alguna de sus múltiples versiones. Sí, todos conocemos el homenaje a este momento de la historia del cine que supuso, con mucho más mérito y cariño, Cantando bajo la lluvia. Y sí, todos hemos visto los amargos retratos del mundo del espectáculo de Joseph L. Mankiewicz. Y si no, deberíamos. En cualquier caso, ahí está el origen de esta The Artist. Pero si Harvey Weinstein toca con su poderoso dedo un título de estas características, es evidente que acabará llegando lejos en muchos sentidos.

Llegados a este punto, procede insistir en la advertencia que, antes de que esta película adquiriera la fama que tiene hoy, no llegó a muchos espectadores. Es una cinta muda (sólo música a lo largo y ancho de sus 96 minutos) y en blanco y negro. Es decir, cosas que muchos espectadores de hoy en día tienen vetado, postergando desgraciadamente al olvido años y años de cine de verdad. The Artist quiere parecerse a un filme de la época en la que está ambientado, pero lo hace de una forma muy tramposa. Plagada de trucajes visuales contemporáneos, no tiene la textura de una película de antaño. El uso de los carteles con frases de los personajes, muy ausente durante la primera mitad del metraje y excesivamente necesaria en la segunda, impide que cuaje ese sabor anejo que busca. Además, cabe entender como una trampa su uso del sonido (en lo que podría ser la mejor secuencia de la película, el sueño en el que la estrella del cine mudo descubre el sonido sin capacidad para emitirlo él mismo), que excede la categoría de homenaje. Es una forma de recordar al espectador que no es una película de los años 30, una triquiñuela, un guiño al espectador contemporáneo.

La polémica ha tocado a The Artist por el lamentable uso que hace en una de sus escenas clave de la música que Bernard Herrmann compuso para Vértigo, obra maestra musical y cinematográfica. Que una película que quiere eirigirse en un homenaje al cine muestre tan poco entendimiento de sus reglas, asombra. Y casi indigna. Herrmann realzaba imágenes, secuencias, una historia, algo concreto, único y especial. Sacar la música de su contexto suena casi a insulto, y más cuando se usa para un subrayado clave y no para un homenaje puntual. Puedo comprender que Kim Novak dijera sentirse profesionalmente violada y desprecio profundamente el argumento usado por el director de este filme, Hazanavicius, afirmando que no es ilegal usar música de otras películas y que había pagado por ello. Menudo homenaje al cine, sí señor. Había leído sobre esta polémica, pero la tenía borrada de mi mente hasta el momento en que las notas de Herrmann inundan la pantalla. Hasta ese momento, The Artist no me había convencido en absoluto. A partir de ahí, directamente me cabreó. Mi mente salió de la película, empapada de la genial partitura del mítico compositor, y daban ganas de coger Vértigo antes que seguir hasta el final con este remedo de cine mudo.

Que nadie me malinterprete, The Artist no es una mala película per se. Está correctamente realizada, bien interpretada (a pesar de los encendidos elogios a Dujardin y Bejo, tampoco veo nada para lanzar cohetes y veo algunas trampas también en ese terreno; para mí la mejor interpretación es el mínimo papel de Malcolm McDowell), y ofrece una bonita historia sobre el Hollywood clásico. Pero en cierta medida me siento estafado. Es una rareza, eso está claro, porque el cine mudo ya no existe y la fotografía en blanco y negro está reducida a la mínima expresión. ¿Pero eso convierte a esta película en un producto sobresaliente? No, en absoluto. ¿Por qué debería? Dan ganas de ponerse a hacer listas de películas mudas que se pueden ver con el mismo agrado que ésta y que cuentan con el mérito añadido de haberse realizado sin trampas y con los medios de aquella época. Es difícil entender porque la a veces repetitiva banda sonora de Ludovic Bource (menos propia del cine mudo de lo que pudiera parecer) cede un momento cumbre a la música de Vértigo, metáfora de lo que es la propia película. Y, al menos a mí, me es complicado entender qué ha cautivado exactamente a tanta gente de un filme tan simple como éste.

martes, enero 24, 2012

'Bunraku', fuegos artificiales que no esconden nada

En la eterna cuestión de la forma y el fondo en el cine moderno, al menos en lo que se refiere al cine de acción y fantasía, está venciendo claramente la primera. Hay muchas películas contemporáneas que se venden con el envoltorio, con el aspecto visual, con matices visuales cargados de originalidad y fantasía. Pero, escarbando, resulta que no esconden nada más que historias convencionales, ya vistas, vacías incluso. Bunraku es justo eso. Muchos fuegos artificiales pero nada debajo de ellos. En el fondo es la típica película de peleas y artes marciales que cree tener alma de western (en realidad, de spaguetti western), pero que no deja de ser un refrito de una especie de subgénero cuyo mejor exponente (y con mejor no quiero decir bueno) sigue siendo Quentin Tarantino. Y, claro, los imitadores no suelen llegar al nivel del original, así que Bunraku, insisto, es eso: mucho ruido y pocas nueces. Pero habrá quien disfrute del ruido.

Lo bonito de Bunraku nace precisamente de lo que implica ese término, que se refiere al teatro japonés de marionetas. De ahí nacen escenarios de papel maché en los que acontece la película, las secuencias de animación y de imágenes generados por ordenador que sirven generalmente como transiciones y otros tantos elementos visuales que adornan el filme. Es un universo hermoso de contemplar, original y diferente en un mundo de imágenes cinematográficas que apuestan por el realismo incluso en los entornos más fantásticos. Lo mejor, de hecho, es la secuencia inicial hecha a base de marionetas y sombras chinescas, un prólogo que casi se puede entender como un corto desconectado de la película. Y es que, claro, si detrás de todo esto no hay una historia solvente y entretenida que utilice ese escenario, lo único que puede suceder es que ese notable trabajo quede engullido por una película que roza el aburrimiento en demasiados momentos.

La premisa de partida de la historia es tan interesante como inane en toda la narración más allá del prólogo: estamos en un mundo en el que las armas de fuego han sido prohibidas, por lo que las peleas, que se siguen produciendo, son con los puños o con cuchillos y demás armas cortantes. En ese escenario, hay un jefe criminal (Ron Perlman) con el que se acabarán enfrentando dos hombres misteriosos, un jugador de cartas (Josh Harnett) y un samurai (Gackt), con la ayuda de un peculiar camarero (Woody Harrelson). Por supuesto, en este cóctel no falta la femme fatale de turno, interpretada por Demi Moore. Nada original ni en la historia, ni en el reparto. Todo se ajusta a lo que cabe esperar. No hay sorpresas, no hay puntos álgidos, los personajes son tópicos y responden a cánones muy claros. En realidad, ese es el gran problema de Bunraku. Uno se podría saltar diez o quince minutos de película y no tendría la sensación de haberse perdido nada, siempre y cuando llegue a la también tópica pelea final (donde sí hay originalidad es en la penúltima pelea) más que nada para saber cómo acaba el invento.

Guy Moshe, su segundo trabajo tras la cámara, escribe y dirige una película (rodada en 2008, por cierto, aunque vista por primera vez en septiembre de 2010 y estrenada comercialmente un año más tarde; quizá ahí esté la clave de lo que cabe esperar de este producto) que parece un batiburillo entre las mucho más logradas Sucker Punch y Sin City en su aspecto visual y Kill Bill y demás historias de Tarantino e imitadores en cuanto a la historia. Quizá si no durara los 124 minutos que dura podría haber gozado de mayores simpatías, pero de esta forma cae en la repetición en el aburrimiento con mucha facilidad porque lo que cuenta no atrapa del mismo modo que sí podrían capturar los escenarios. El resultado es apto para fans de los sucedáneos de Tarantino y para quienes quieran echar un vistazo a un estilo visual llamativo que, en beneficio de otra historia mucho más inteligente y completa, podría haber encontrado muchos más adeptos.

viernes, enero 20, 2012

'La dama de hierro', más Meryl Streep que película

El descomunal talento de Meryl Streep hace sencillo el balance de una película en la que aparezca como protagonista. Demasiado sencillo a veces. Y es que su brillantez como intérprete permite a cualquier filme que tenga la suerte de contar con ella esconder sus carencias y rendirse a la evidencia de que nada de lo que se haga superará su actuación. En La dama de hierro viene a suceder algo parecido. Como película no termina de convencer, demasiado dispersa, incluso demasiado caricaturesca. Pero tiene a Meryl Streep interpretando con maestría a un personaje además lo suficientemente reconocible como para que le suponga un reto, la ex primera ministra británica Margaret Thatcher. Y Streep lo borda. Contribuye en parte a la caricatura que queda de ella, pero triunfa moviéndose con elegancia en la frontera entre esa caricatura y el retrato realista. Y es que cuando termina la película, sólo queda una recuerdo: Meryl Streep.

Da la impresión de que Phyllida Lloyd, directora del filme (y también de Mamma mía!), ha tratado de abarcar demasiado en muy poco tiempo, y por eso el resultado final es difuso. No es fácil determinar si es una película sobre una mujer que supera todos los prejuicios machistas y clasistas para llegar al poder, sobre una política de derechas recta y atípica o sobre una mujer recordando lo mejor y lo peor de su vida. El inicio, y a la vez tronco de la película, incita a pensar en lo tercero, con una Margaret Thatcher anciana. Los primeros flashbacks, que es como está contada toda la película, llevan a pensar que el tema central es el primero de los tres mencionados. Y, en realidad, sus mejores escenas apuntan a un retrato político diferente. En estos tres tramos, sobre todo en el último, hay grandes momentos, grandes flashes, grandes frases, pero no termina de hilarse una historia, no hay una película en el conjunto de todo ello.

Y sin embargo, la hay. ¿Por qué? Por Meryl Streep. Porque cada una de sus presencias enciende lo que está sucediendo en la pantalla, aunque nazca de un brusco salto en el espacio o en el tiempo, aunque quede totalmente descontado de la siguiente escena, o por el brusco cambio que supone ver a Margaret Thatcher de joven con le rostro de Alexandra Roach (no por falta de calidad, sino por el abismo que hay entre las dos actrices). El hilo conductor de la película es el de la Historia misma y no es fácil abarcar once años de la vida de su protagonista, los que pasó en Downing Street. Lloyd, incluso, quiere mostrar más, y se nota que es demasiado. Abandonada la esperanza de dar coherencia a un relato tan prolongado, lo que importa entonces es definir la personalidad de la protagonista y siempre da la sensación de quien consigue eso es Meryl Streep. No el guión, no la película en sí misma, ni siquiera el recuerdo que el espectador pueda tener del personaje real. Es la actriz, con un gran trabajo interpretativo, vocal y gestual. Rozando la caricatura, sí, pero quizá de la única forma en la que se puede encajar algo así en una película.

Tal es el dominio absoluto de Meryl Streep sobre lo que sucede en la pantalla, que apenas queda hueco para mucho más. Lo que sucede es siempre por, para y alrededor de ella. Sólo hay otro detalle de la película que permanece en la memoria, al margen de la inclusión de imágenes documentales (en un cierto abuso de ellas, como recurso para hacer que el tiempo avance con rapidez y así abarcar todo lo que se quiere contar en los pocos más de cien minutos que dura la película), y es el personaje de su marido, Dennis. Jim Broadbent está brillante, tanto en la amargada faceta real de un hombre que no deja de sentirse a la vez orgulloso de su mujer y abandonado por ella como en la divertida y juguetona visión con la que Margaret Thatcher convive en su última época. El resto de personajes no son tales. No son más que instantes que sirven para articular el retrato de la proytagonista.

Eso hace que La dama de hierro deja un poso ligeramente decepcionante como película. A pesar de que hay en la historia muchos elementos interesantes, casi todos se quedan en la superficie, y escenas brillantes se mezclan con apresurados montajes que no consiguen explicar la importancia de los asuntos que trata. El conjunto está bastante desequilibrado y el mensaje difuminado. Pero Meryl Streep es otra historia. Ella crea un personaje fascinante, esencial para entender su carrera desde el mismo momento en que irrumpe por primera vez en la pantalla. Es tanta la genialidad de su trabajo que cabe preguntarse qué habría sido de esta película sin ella. Probablemente sólo habría generado morbo como un pasatiempo que no perduraría. Probablemente. Pero tiene a Meryl Streep. Hoy por hoy, y aunque el conjunto a su alrededor no sea deslumbrante, eso sigue siendo una garantía de que hay categoría en la pantalla.

martes, enero 17, 2012

'La hora más oscura' y también la más absurda

Desafiando todas las leyes de la lógica, toca un intento de hablar de La hora más oscura como si fuera una película que se lo mereciera. En realidad, procede hacerlo, porque sirve para analizar unos cuantos de los males que aquejan al cine de nuestros días. Cuando hablamos de ciencia ficción y fantasía, parece que todo vale, que el público desconecta por completo sus neuronas para ver el tópico espectáculo (es un decir) en el que el mundo está amenazado por algo que no entendemos pero que nos explican fenomenal. El invento siempre, siempre, siempre tiene que estar protagonizado por tres, cuatro o cinco actores monos, añadiendo como condición sine qua non que una de las actrices se medio desnude una vez. Por supuesto, la única escena de efectos especiales medianamente remarcables estará en el cartel. El 3D, indispensable... para sacar dinero, claro, porque útil no es en absoluto. Y todo lo demás estará aderezado por unos diálogos terriblemente nefastos. Esto es La hora más oscura.

Resulta que sin saber muy bien por qué o para qué, la Tierra es invadida por unos bichos luminosos que caen del cielo, se llevan por delante la energía eléctrica dejando a oscuras el mundo (es un decir, bien que hay luz para añadir despropósito a la película ya desde su concepción) y fulminan a todo bicho viviente que ose tocarles sin que se sepa tampoco la razón. La escena en la que eso empieza a suceder acontece como a los veinte minutos de película. Antes de eso, hemos visto a dos chicos jóvenes y simpáticos irse a Moscú a presentar un proyecto de red social a una empresa rusa, ver que un impresentable les ha robado la idea (tiene gracia que a Max Minghella, uno de los actores que da vida a estos personajes, le pasara lo mismo en La red social; ¿estamos ante un nuevo tipo de irónico encasillamiento 2.0 en Hollywood?), encontrarse con dos turistas norteamericanas en un garito moscovita de moda y tener que empezar a correr todos juntos para salvar la vida. Por si alguien lo dudaba, la escena de efectos especiales llamativos es justo esa, la que da inicio a la invasión.

Si en este arranque no hay nada que rascar, más allá de encontrarle algún elemento de interés y originalidad a una película de ciencia ficción (tarea ya insuficiente para apreciar una película en su conjunto, porque medios para hacer algo decente tienen todos), lo que sucede a partir de ahí es absurdo y caótico. Los diálogos no es que sean malos, es que acaban bordeando el ridículo más espantoso, y los personajes van entrando y saliendo sin que nada tenga mucho sentido. Las interpretaciones son inexistentes porque no hace falta, no hay personajes en el guión, sólo cuatro actores (el mencionado Max Minghella, visto también en Ágora; Olivia Thirlby, la amiga de Juno; Emile Hirsch, protagonista de Speed Racer; y Rachael Taylor, que no sé dónde pero aparecía en el primer Transformers) que se luzcan física, más en el caso de ellas, o cómicamente, más en el caso de ellos, a los que también se pide por supuesto que sean héroes de acción como a ellas que ejerzan de damiselas en apuros. Uno de los muchos tópicos de la película.

Chris Gorak, director de este desaguisado (su segundo trabajo, cinco años después de la desconocida Right at your door), tampoco pone excesivo esfuerzo en ocultar los puntos más débiles de su narración. La hora más oscura es de esas películas en las que uno se pregunta si nadie es capaz de darse cuenta de todo lo absurdo que tiene el desarrollo de la historia mientras se está rodando. Los personajes no es que sean perfectamente intercambiables, es que ellos mismos cambian de comportamiento porque no importa nada de lo que digan o hagan, sólo que escapan para llegar a la siguiente surrealista etapa del proceso. ¿Que hemos asolado una ciudad tan inmensa como Moscú? No pasa nada, vamos a toparnos con todos los supervivientes. ¿Que un personaje sacrifica a otro ser humano para salvarse? En la siguiente escena será el héroe. ¿Que uno es un tipo que disfruta de la vida? En la siguiente escena resulta que sabe de todo, hasta cómo engañar a unos bichos alienígenas que ha visto durante treinta segundos y mientras corría para salvar la vida. "Es por los documentales", dice después. Claro, los documentales.

"Esto es sólo el comienzo", dice un personaje al final de la película. Y sólo cabe esperar que no sea verdad. Que dejen de llegar estas películas de ínfima calidad, ni mucho menos una hipotética secuela de ésto, y que encima saquean nuestros bolsillos con el añadido de un 3D que no sirve para nada. Con películas como ésta, crece mi nostalgia por el cine fantástico y de ciencia ficción de los años 80, década en la que se produjeron docenas de películas ampliamente superiores a ésta o tantas otras de su calaña. La hora más oscura es bastante mala, hasta un punto cabreante, quizá sólo pasable si se ve en compañía de unos cuantos amigos dispuestos a reírse en cada diálogo absurdo, en cada incongruencia del guión y en cada comportamiento ilógico. Pero, claro, eso es un argumento que se puede utilizar en tantas películas de ciencia ficción de nuestros días, que sólo cabe volcarse cuando aparecen películas sorprendentes como Código fuente o Destino oculto. Eso sí es ciencia ficción. Esto... es sencillamente absurdo.

viernes, enero 13, 2012

'Los hombres que no amaban a las mujeres' y la genialidad de David Fincher

Pasan los años, pasan las películas y la sensación de que David Fincher es un genio no hace más que crecer. Con su versión de Los hombres que no amaban a las mujeres, primera parte de la afamada trilogía literaria Millennium (que ya ha tenido una anterior adaptación cinematográfica), demuestra una vez más que es un narrador cinematográfico de primer orden, como hay muy pocos en el panorama actual del séptimo arte. Porque domina con maestría lo que sucede en la pantalla a todos los niveles, incluso en los momentos de mayor violencia (sexual sobre todo) y encuentra planos soberbios donde otros sólo sabrían colocar la cámara en cualquier sitio, porque le gusta el riesgo en lo temático y en lo visual pero a la vez tiene un regusto clásico que no puede evitar. Es un genio porque se eleva incluso por encima de los defectos de su obra, porque es capaz de enganchar al espectador desde todos los planos de la experiencia sensorial que tiene que ser el cine, pero también con su forma de abordar historias y géneros que en manos de otros podrían caer en la rutina.

Millennium nunca me había llamado la atención. La maquinaria mediática y publicitaria en que se convirtió la trilogía de Stieg Larsson hace no tanto tiempo me pilló poco receptivo y con la guardia alta. Las novelas siguen como tareas pendientes, las películas suecas pasaron sin despertar mi interés. Y entonces se anunció que David Fincher dirigiría la versión americana, dando al traste con todos mis prejuicios y obligándome a abrazar este título. Con toda la ilusión que supone que la dirija el mismo tipo que reinventó el thriller dos veces, con Seven y con Zodiac, pero con la misma cautela que desprende el asumir una franquicia de éxito popular como la de Millennium. ¿El resultado? Una maravilla visual y sonora, un enriquecimiento de una historia más convencional de lo que parece y una obra artística de enorme magnitud. Superior en todo a su precedente cinematográfico, convenientemente revisado para la ocasión, mucho mejor construido que aquel, a pesar de que dura unos pocos minutos más y sobrepasa las dos horas y media de tensión y fascinación absoluta, en la que cortar algo resulta imposible.

Dado el nivel de popularidad de los libros, la historia será más o menos conocida por casi todos. Un viejo millonario, Henrik Vanger (Christopher Plummer), contrata a Mikael Blomkvist (Daniel Craig), un periodista caído en desgracia tras ser condenado por difamación a un empresario, para que investigue el asesinato de su sobrina Harriet, acontecido hace cuarenta años durante una reunión familiar. Con el paso del tiempo y con el peligro creciendo, encontrará la ayuda de una joven y problemática hacker, Lisbeth Salander (Rooney Mara), la misma que ha elaborado el dossier sobre Blomkvist que ha servido para que Vanger le contratara. Juntos buscarán desentrañar el sórdido y oscuro misterio que rodea a este caso. Sin haber leído el libro, pero conociendo declaraciones al respecto de su guionista, el espléndido Steven Zaillian, y viendo esta película y la original sueca, es obvio que hay detalles modificados con respecto al libro.

Abandonando todo respeto purista a una obra literaria originaria, casi siempre excesivo y casi nunca recomendable a la hora de abordar una adaptación cinematográfica, la película de Fincher acierta en todas sus elecciones. En lo que añade, en lo que mueve de lugar y coloca en otro momento de la película (admirables flashbacks), en las relaciones personales que teje (maravillosa la de Blomkvist con Erika Berger, la directora de la revista Millennium, una siempre maravillosa Robin Whright) y en los personajes que hace evolucionar hasta extremos insospechados. Porque, moldeados por Fincher e interpretados por dos brillantes Daniel Craig y Rooney Mara, Mikael Blomkvist y Lisbeth Salander son dos personajes inolvidables. Y son ellos los que hacen que Los hombres que no amaban a las mujeres sea mejor película de lo que puede parecer a simple vista. El misterio no lo es tanto, la historia no es tan novedosa a pesar de todo lo que se habló de ella hace poco, pero estos dos personajes son inolvidables gracias a una brutal narración a cargo de Fincher. Craig es cada vez un actor más completo, Mara una gratísima sorpresa que entiende a un personaje difícil y hace suya toda su complejidad emocional, más y mejor que la alabada Noomi Rapace.

Si la original era la película de Lisbeth, Fincher entiende que el filme pertenece a Blomkvist tanto como a Lisbeth, y en esa sinergia el producto crece. El director coloca sus caminos en paralelo, con un montaje sencillamente extraordinario (y que no puede sorprender, después de ver trabajos anteriores de Fincher y sobre todo la maravilla que en ese sentido fue La red social), hasta que hace que se crucen. Saltan chispas en la pantalla. Las imágenes de Fincher son apabullantes, su mundo sórdido, su sonido intenso. Todo destaca. E hipnotiza desde unos créditos iniciales que no es fácil conectar con el resto de la película pero que vendría a demostrarse qué haría el cineasta si algún día dirigiera una película de James Bond. Esos créditos, precisamente, es lo más discutible de la película. No es fácil decidir si son una genialidad o un desvarío incontrolado de quien se sabe un genio. Si Fincher completa la trilogía, saldremos de dudas al ver qué escoge para abrir el segundo y el tercer capítulo. Y seguramente Los hombres que no amaban a las mujeres crecerá aún más con su secuela, encontrando más sentido al anticlimático pero brillante final de la película, que llega muchos minutos después de que la trama principal quede resuelta. Una película impresionante. Pero, claro, ¿qué otra cosa se puede esperar de un genio?

miércoles, enero 11, 2012

'Manolete', fiasco enlatado

Cuando todos los síntomas son malos, el producto final suele ser un enfermo terminal. O lo que es lo mismo en cine, un fiasco. Manolete es una de esas películas perdidas, anunciadas a bombo y platillo y de la que nunca más se supo. Se rodó en 2005, se iba a estrenar en 2008. Después en 2009. Problemas económicos. O cinematográficos. Aquí conocemos el filme como Manolete. En Estados Unidos como A Matador's Mistress. En el Reino Unido The Passion Within. Y en Canadá Blood and Passion. Demasiados títulos para tan poca película, equivocada en todo lo que plantea y ejecuta, desde el pobre guión hasta los cariacontecidos actores, pasando por la muy endeble puesta en escena o el montaje carente de sentido. En su momento, Manolete fue un título ilusionante, cuya estrella fue poco a poco decayendo hasta desaparecer por completo. Ahora, sin estrenar en cines y después de años enlatado, sólo queda como una rareza difícil de entender.

Manolete cuenta el último día de vida del torero (un soso Adrien Brody), en Linares, donde sufrió la grave cogida que propició su muerte, con flashbacks intercalados que intentan ilustrar su relación con la actriz Lupe Sino (una poco carismática Penélope Cruz). Tras los créditos iniciales, la película arranca con una larguísima escena que nos lleva casi hasta los diez minutos de película (que sólo dura 92) que pretende hablar de eso, hablar de lo tormentoso del amor entre el matador y la intérprete, pero que falla ya desde su misma concepción. No emociona el guión ni tampoco hay empatía con los personajes. No hay casi nada aprovechable en esa escena, que casi parece sacada de otra película, pues en realidad apenas encuentra relación con el resto de la historia. Nos dicen que es problemático ese amor. Y nos lo tenemos que creer porque es lo que toca, nada más. No es hasta bien entrada la película, casi ya en su tramo final y antes de la escena climática en la plaza de Linares, cuando se introducen los problemas de Lupe por haber sido comunista, pero ya es tarde para que sea algo relevante.

Ni Brody ni Cruz terminan por hacerse con sus personajes, porque no hay mucho personaje al que agarrarse. Ambos cuentan con explicaciones muy flojas y tópicas en el guión, incluso repetitivas en ocasiones, lo que hace que, a pesar de su corta duración se tenga la sensación de que algunas escenas sobran. Tampoco encuentran el soporte adecuado en el resto del reparto (en su mayoría español, lo que viendo la película en inglés se nota hasta niveles insospechados... y no sólo por el prescindible pero esperado spanglish con el que introducir términos taurinos o folclóricos) o en la producción, con un alargado hasta el cansancio montaje paralelo en la escena cumbre. Mis nulos conocimientos taurinos me impiden dar un juicio más definitivo, pero las escenas de toreo se antojan  falsas. Bien porque se nota a la legua cuándo no hay un toro delante o bien porque queda en evidencia que hay un doble toreando (el lenguaje corporal es bien distinto al de Brody). En algún momento de esa escena final sí se atisba a lo lejos el ansiado objetivo de la película de mostrar a Manolete en toda su grandeza, pero sabe a tan poco y llega tan tarde que no impide la sensación de asistir a un fiasco en toda regla.

La verdadera sorpresa que esconde Manolete es descubrir que su escritor y director, Menno Meyjes, es autor del guión de El color púrpura y de la historia de Indiana Jones y la última cruzada. Fijando la fecha de este filme en 2008, no se ha vuelto a poner detrás de la cámara, por cierto. Y desde luego, es asombroso que tenga un pasado remarcable como guionista, porque Meyjes falla en tantos aspectos que poco se podría apostar por él. Nunca consigue convencer de que es Manolete quien está en la pantalla, nunca es posible entender qué le ha convertido en un torero tan especial (sólo una escena poco clarificadora con una vaquilla), no consigue explotar la rivalidad con Dominguín (cutre retrato del torero) y en ningún momento es capaz de hacer sentir que la relación de amor vale tanto. Manolete es una película fallida en todos sus aspectos, que no consigue ser un retrato interesante de una figura social de esta envergadura ni tampoco el retrato de un amor desgarrado, que es lo que parece buscarse con los carteles y con los títulos. Indudablemente, un fiasco.

jueves, enero 05, 2012

'Sherlock Holmes. Juego de sombras', salvada la temida catástrofe

Hace poco más de dos años se habló más de la fidelidad, o infidelidad, del Sherlock Holmes de Guy Ritchie al original literario de Sir Arthur Conan Doyle que de sus virtudes como película, que las tenía. Ahora, ya asumidas las líneas en las que se mueve esta libre pero no tan alejada adaptación, la duda era si Sherlock Holmes. Juego de sombras mantendría el nivel de entretenimiento de la primera. La respuesta es negativa, y la primera mitad de esta secuela hace temer lo peor durante muchos minutos, pues hay torpeza en la narración, injusticia en el veredicto hacia los resquicios de la primera película y algo de aburrimiento. Pero todo cambia en la segunda mitad. Ahí regresa el sano espíritu aventurero y gamberro de la primera entrega, una acción original y divertida, unos personajes muy bien formados y un clímax magnífico. Salvada la temida catástrofe, uno sale del cine con buen sabor de boca, aunque sea una película inferior en casi todo a la primera.

Da la impresión de que Guy Ritchie se ha debatido entre marcar un punto y aparte con respecto a la primera película o que fuera un punto y seguido. Y dudando, lo que ofrece precisamente es un producto dubitativo que se equivoca en lo que quiere dejar de lado y lo que quiere rescatar de la película original. Arrincona a dos personajes de gran protagonismo en la primera entrega, dándole un simple cameo a uno y un indigno e injusto final a otro. Se equivoca, sobre todo en lo segundo, porque menosprecia puntos positivos del filme de 2009, aunque entonces no terminara de explotarlos. Potencia lo que ya vimos, es decir, las habilidades deductivas de Holmes incluso en las peleas, y eso huele a repetitivo. Y apuesta por una forma de rodar más propia todavía de Guy Ritchie que lo visto en el Sherlock Holmes que sirvió de apertura a esta saga, dificultando el seguimiento de la acción. Tampoco parece razonable la insistencia en comenzar la película con las mismas alusiones al futuro de casado de Watson, gracias que ya cumplieron su objetivo en la primera mitad.

El guión, además, tarda en arrancar, supeditado a lo que se mantiene del primer filme con acierto y fidelidad: la calculada química que hay entre Robert Downey Jr. y Jude Law. Ambos actores disfrutan, y se nota, de sus papeles. Encajan en ellos a la perfección y se complementan de una forma sutil y natural, sus diálogos fluyen y las situaciones, por descabelladas y absurdas que puedan parecer (y aquí esa frontera se sobrepasa una o dos veces), acaban teniendo credibilidad. Eso sostiene la primera mitad de la película, pero, claro, es algo que ya está visto. Además, ésta es la película de la verdadera introducción de Moriarty, atisbado sólo entre las sombras en la primera entrega, y eso, en una historia de Sherlock Holmes, obliga a la excelencia. Sin embargo, y a pesar del buen e intenso trabajo de Jared Harris al dar vida al villano definitivo del detective más famoso del mundo, en la primera mitad no se atisba la grandeza del personaje. Ni de la historia. Por eso, la sensación de una larga hora de película es decepcionante. Al margen de Downey Jr. y Law, sólo destaca la introducción de Stephen Fry como un divertidísimo Mycroft Holmes (desternillante su encuentro con la esposa de Watson).

Contra todo pronóstico, y cuando la esperanza estaba a punto de desvanecerse por completo, Guy Ritchie y su equipo parecen abrir los ojos y recuperan todo lo bueno que tenía la primera película. A partir de la impresionante escena de huida de la fábrica de armas (innovadora, emocionante y muy bien subrayada por la música del genial Hans Zimmer, a ratos poderosamente oscura y a ratos juguetona, en sí misma, mezclándose con música clásica e incluso con los efectos de sonido), todo cambia, se recupera el sentido más aventurero de la cinta original, su toque de comedia elegante y emocionante thriller de misterio. Con los admisibles excesos que ya vimos en Sherlock Holmes, pero también con ganas de ofrecer algo nuevo y diferente. El clímax no es tan físico como intelectual, y se convierte en lo que uno espera del deseado duelo en la pantalla, y sobre un tablero de ajedrez, entre Holmes y Moriarty. Es una escena en la que todos los actores se crecen (especialmente Jared Harris, porque de la pareja protagonista ya conocíamos su capacidad), en la que Guy Ritchie acierta en sus planos, en su montaje y en sus diálogos, un final espléndido para una película que no había comenzado precisamente con el mismo vigor e interés que la primera.

Sherlock Holmes. Juego de sombras deja sensaciones contradictorias, porque contradicción parece haber en su propia concepción. Mezcla aciertos y errores tanto en lo que rescata de aquella primera película (la química de la pareja protagonista o el irresistible encanto de Rachel McAdams está entre lo mejor, la repetición de trucos visuales y chistes es lo peor) como en lo que quiere introducir de novedoso (magnífico Stephen Fry y el Moriarty de Harris en la segunda mitad; desconcertante el guión en su primera mitad y la introducción de los gitanos encabezados por una Noomi Rapace que parece algo perdida... hasta el clímax final). Pero si acertamos a escoger los aciertos de la película, lo cierto es que queda un producto simpático. Menos que la primera película, desde luego, porque la capacidad de sorpresa se ha perdido y porque el inicio de esta secuela es bastante descorazonador. Pero como resulta que lo mejor de Juego de sombras está al final, predomina el buen sabor de boca. O será que entré al cine con ganas de que me convencieran de que no iba a ser el desastre que temía y me acabé encontrando con dos grandes escenas que compensan los fallos.

lunes, enero 02, 2012

'XP3D', pionero retroceso

XP3D es una película pionera. Como la propia publicidad dice, es el primer filme de terror español rodado en 3D. Un 3D tan aceptable como el de cualquier producción actual, por cierto. Pero volvamos a la cuestión del género. El cine de terror pasa por horas bajas, porque no genera terror. XP3D no sólo no es una excepción, sino que evidencia que el género está regresando a momentos más ingenuos y simples, aquellos en que los tópicos y un grupo de actores atractivos bastaban para sacar adelante una película. Es por ello un retroceso. Algún apunte interesante en el guión, atractivas localizaciones y la pericia técnica del debutante director no bastan para salvar una película que tiene difícil el aprobado, muy difícil en realidad, incluso en el target de audiencia que busca, según confesó la productora entre 15 y 27 años. Muy simple todo incluso para esas edades.

Por supuesto, hay que partir de la base de que estamos ante una película para un público juvenil. Eso explicaría que en el pase para la prensa la carcajada fuera la reacción predominante ante lo que iba sucediendo en la pantalla, todo muy previsible. Pero es que incluso así es difícil sostener la película, porque se suele incurrir en el error de tratar a los jóvenes como poco ilustrados. Incluso en el cine de terror se puede alcanzar una excelencia mayor, y se suele despreciar con demasiada sencillez. El guión de esta película parte de una premisa interesante, la mezcla entre la realidad paranormal y la autosugestión para explicar fenómenos en apariencia inexplicables. La primera escena de la película es, en ese aspecto, una muy buena forma de arrancar, pues supone un buen prólogo que sabe mantener la tensión, a pesar de unos diálogos simples hasta el exceso que se mantendrán ya durante toda la película. A partir de ahí todo se empieza a derrumbar con mucha facilidad el inverosímil castillo de naipes sobre el que está montado XP3D y toman protagonismo los clichés más sencillos y simplistas.

Los personajes forman parte de lo más negativo de la película. Salvo Alba Ribas (espléndida su primera aparición, achacable tanto a la actriz como al director y su planificación), el resto de los actores que forman el reparto casi parece presentarse tal y como son en la vida real, sólo que, y siguiendo el tono de la película, acentuando tópicos. Es obvio que la elección de Amaia Salamanca, Úrsula Corberó, la propia Alba Ribas, Luis Fernández, Óscar Sinela y Maxi Iglesias tiene mucho que ver con su aspecto y su belleza física. Seis jóvenes atractivos que vienen a cumplir a rajatabla el tópico de usar caras y cuerpos sexualmente deseables para captar al público menos exigente, independientemente de la capacidad que puedan tener como actores. Es un tópico que sigue vigente y que, en el fondo, no habla muy bien de los argumentos reales de la película. En XP3D, pionera española de terror en el uso de esa tecnología, insisto, asistimos al primer plano de un trasero femenino en 3D, el de Úrsula Corberó, lo que se remata después con un elogio a esa parte de la anatomía de la misma actriz... y mejor no decir por parte de quién.

Lo mejor de XP3D se circunscribe al apartado técnico. Su director, Sergi Vizcaíno, hizo mucho hincapié en la presentación de la película en las dificultades durante el rodaje y en cómo incidió en ello la elección de las localizaciones, en especial unas minas de sal que se convierten en un bonito y adecuado escenario para rodar cine de terror. Ahí se atisba mérito, hay buenas elecciones para colocar la cámara y un montaje adecuado. Pero el guión es tan tramposo que saca al espectador de la película con una facilidad inusitada. Sigue las peripecias de cinco estudiantes de medicina y la hermana de una de ellos que se acercan a un pueblo abandonado, Susurro, para recoger información que pruebe si el fantasma de un doctor que torturó y asesinó a varias personas sigue vagando por allí. No vale la pena preguntarse si es una historia de fantasmas o un thriller realista porque la propia película se hace algunas trampas en las explicaciones y culmina con un final poco motivado pero en realidad esperable.


La matanza de Texas es el referente de XP3D, según dijeron todos sus responsables en la presentación ante la prensa. Es fórmula es de 1974 nada menos, y sigue generando remakes e imitaciones de esa misma franquicia, lo que evidencia que tenemos entre manos un claro retroceso en el cine de terror. Hemos vuelto a soluciones de un mundo más sencillo e ingenuo, el de hace tres décadas. La innovación es sólo ya tecnológica, y la variación entre unos títulos y otros está en las caras de los protagonistas (a veces, ni eso, pero en este caso sí, pues ninguno de sus actores, conocidos por sus papeles en televisión, habían hecho terror). No hay en XP3D nada realmente original, nada excesivamente destacado. Y quizá sería disfrutable bajo ciertas condiciones, no ya sólo de edad sino también de aspiraciones, pues terror no produce. Pero los agujeros del guión y lo absolutamente inverosímil de muchos diálogos, sobre todo los de Óscar Sinela, hicieron imposible para mí ese disfrute.