viernes, diciembre 30, 2016

'Passengers', a medio camino

Es relativamente fácil tener una buena idea. Relativamente, ojo, que no se trata de quitar méritos. Passengers tiene una muy buena idea de partida. Una nave que transporta a más de 5.000 personas a una colonia de otro mundo sufre una avería y una de las cápsulas de hibernación se abre por error 90 años antes de alcanzar el destino. La idea, insisto, es muy buena, porque abre un inmenso abanico de posibilidades. ¿Qué hace un hombre solo en un crucero de lujo y sabiendo que va a morir de viejo sin que nadie lo sepa? Muy buena idea, sí. De pronto, otra cápsula se abre. Y tenemos a una mujer en el escenario. Espléndida idea. Las circunstancias en las que se produce el encuentro suponen una idea todavía mejor. Pero cuando llega el final de Passengers la sensación que queda es la de haber asistido a un conjunto de buenas ideas que dan como resultado una película muy entretenida, de enorme química entre sus actores pero que se queda un poco a medio camino de todo.

De hecho, se puede decir que Passengers es una de las propuestas recientes de ciencia ficción que más posibilidades tiene y menos se atreve a explorarlas a fondo. Una pena, porque hay escenarios muy sugerentes en los que da la sensación de que tanto Chris Pratt como Jennifer Lawrence habrían podido sacar un partido excelente. Porque la química se ve, se nota, se siente, se palpa. Es la base de la película, al mismo nivel que el muy atractivo punto de partida, el que permite a Morten Tyldem saltar de la magnífica The Imitation Game, un relato histórico, a este desafío de efectos visuales que queda algo cojo en su guion.  Es verdad que hay un problema de base en la película, y es que todo el misterio que podría tener se agota en un innecesario prólogo, que hace que el último acto de la película sea únicamente espectacular desde el punto de vista visual pero nada eficaz en lo dramático, también por la habitual falta de valentía que suele haber en este tipo de producciones.

Y el caso es que no se puede decir que no sea una película eficaz ni entretenida. Lo es en ambos niveles, porque plantea dilemas y debates que perduran después de que se acabe la cinta (el más grande de todos, el que precisamente sirve para cerrarla), y porque en el fondo es difícil resistirse a una misión para salvar una nave espacial gigantesca de su propia destrucción, y más a una que presenta un diseño que mezcla elementos bastante originales con otros que inevitablemente recuerdan a 2001. Una odisea del espacio, la en tantos aspectos premonitoria película de Stanley Kubrick. Por supuesto, Passengers no aspira a tanto y se conforma con que Pratt y Lawrence (sin olvidarse del espléndido y últimamente algo desaprovechado Michael Sheen) sepan dar vida a una historia emocionante, emocional y llevada con cierta habilidad, aunque sea sin sacarle todo el jugo que sí podría haber tenido.

No es fácil hablar de Passengers, al menos hacerlo con claridad, sin desvelar buena parte de su trama, y eso es algo que aquí no se va a hacer. Los trailers ya son suficientemente reveladores (y tramposos, también muy tramposos) como para sumarse a esta absurda corriente que parece empeñada en que no disfrutemos de las historias según las han planteado sus autores. Passengers, como buena película que se basa en apenas un par de personajes, es una historia que merece la pena ir descubriendo y saboreando poco a poco. Es ahí como funciona mejor. Entrando con el protagonista en cada nuevo escenario y dejándose llevar por una propuesta de ciencia ficción tan notable como su vertiente más humana. Lo segundo genera ciertas dudas, porque ni Tyldum ni el guionista Jon Spaihts (firmante de obras tan dispares como Prometheus, Doctor Strange o la infumable La hora más oscura) sacan lo máximo de su propuesta. Lo primero es intachable, y no sólo por los efectos, sino por la imaginación.

domingo, diciembre 18, 2016

'Rogue One. Una historia de Star Wars', ¿por qué renegar de lo que es genial?

Si se ha crecido con la magia de Star Wars y si no se ha caído en el descreimiento global de estos tiempos en los que todo parece saberse pero en el que hay más ruido que análisis, es difícil no entrar en Rogue con esperanza. O, al mismo, con curiosidad. Star Wars ha sido, hasta ahora, una franquicia lineal. Está ordenada en episodios correlativos. Y Rogue One, que parece renegar al principio de la herencia cargándose la intocable fanfarria inicial, se cuela entre ellos como una mezcla de spin-off, reinterpretación y verso libre. Si J. J. Abrams y El despertar de la Fuerza habían devuelto Star Wars a los cines siguiendo el patrón clásico, llegando casi a la reiteración sin pudor, Rogue One tenía que ser algo diferente. Lo es y no lo es. Porque lo curioso es que cuando lo es el éxito no es tan acertado como cuando no lo es. Falla la película al establecer buena parte de la nueva mitología, lo que resta conexión emocional con bastante de los personajes, incluyendo una Alianza rebelde algo desdibujada, pero triunfa cuando se recupera la idea de hacer un Star Wars brillante.

Eso sucede en la segunda mitad del filme, cuando la cinta de Gareth Edwards se desata a todos los niveles. ¿Un ejemplo? Darth Vader. No hay más que observar su primera escena, que deja cuantiosas dudas sobre la forma en que se ha plasmado a uno de los más grandes iconos de la ficción popular del siglo XX (y XXI), y la segunda, que se convierte en uno de los momentos más memorables no sólo de la franquicia, sin lugar a dudas, sino también del cine contemporáneo. Es ahí cuando todas las dudas, que ya parecían solventadas desde muchos minutos antes, desaparecen por completo, porque es ahí cuando Star Wars vuelve a cobrar forma en la pantalla de una manera impresionante, por el respeto reverencial que hay hacia el legado de la serie pero también por el noble intento de contar algo que hasta ahora no habíamos visto. De esas dos cosas hay mucho en Rogue One, por lo que los defectos quedan algo olvidados cuando finaliza la película.

Los hay, eso está claro, y aunque a primera vista son más palpables de los que tenía El despertar de la Fuerza porque afectan a la construcción del andamiaje de una película que sabemos autoconclusiva y que no se puede escudar en lo que veremos en el futuro, cuando acaba la película el sabor de boca es más satisfactorio que con el filme de Abrams. Y eso que la producción ha estado salpicada de reconstrucciones, cambios de giro, rodajes de nuevas escenas e incluso, viendo los trailers, de algún cambio de orientación bastante importante. Pero el resultado merece la pena porque, esta vez sí, conjuga el respeto a lo clásico con alguna interpretación nueva bastante notable. Hay personajes a los que nunca hemos visto, muchos. Y hay otros a los que nunca hemos visto como aquí. Edwards logra que el extenso clímax de la película, casi tan extenso como el de El retorno del Jedi, entretenga como lo hacían estas películas antaño.

Eso, sobre todo, sucede en su tramo final, cuando la larga y algo fallida presentación de muchos de los protagonistas ya no cuenta tanto, cuando lo que toca es dejarse llevar por ese montaje paralelo de diversos escenarios una gran batalla que Star Wars sabe mostrar como ninguna otra saga de ciencia ficción (sí, eso se hace incluso la tan denostada La amenaza fantasma), por la magia del Ala-X, de la Estrella de la Muerte, de la Fuerza, de los blasters y del Imperio. Star Wars es eso, pura magia. Y Edwards, sin llegar a hacer una película redonda porque pesan muchos los agujeros de su primera hora, ha respetado esa magia. La ha moldeado y, aún con injerencias, la ha hecho suya. Rogue One no tiene el espíritu aventurero del Episodio IV, el original, pero sí sabe adentrarse en los terrenos más oscuros que planteaba El Imperio contraataca desde una perspectiva más moderna. Puede faltarle alma a la presentación, pero su climax deja sin aliento. Como si eso fuera habitual hoy en día.

viernes, diciembre 02, 2016

'Vaiana', Disney regresa... ¿pero acaso se fue?

Las películas de animación de Disney tienen un estigma curioso. Cada vez que se estrena una, parece que hay que decantarse por una de estas dos opciones. O bien es una decepción, o bien el resurgir del estudio del ratón que nos devuelva a comienzos de los años 90, la que parece coincidir en todos los análisis como la última gran época. Pues bien, Vaiana sólo puede encajarse en esta segunda categoría. Es un Disney portentoso, divertido, visualmente alucinante, con trazas de musical de los de siempre y una princesa más para añadir a la colección. Disney regresa, por supuesto. ¿Pero acaso se había ido en algún momento? Asusta pensar qué podríamos decir de otros estudios, directores y actores si pidiéramos el mismo grado de excelencia, puesto que las últimas películas del estudios son nada menos que Zootrópolis, Big Hero 6, ¡Rompe Ralph! y Frozen. Si eso es haberse ido... Pero, en fin, asumamos la superioridad de Pixar y supongamos que Disney se fue. Menudo regreso es Vaiana.

Sus responsables, Ron Clemens y John Musker. Efectivamente, responsables de dos de los títulos más emblemáticos de esa última era dorada de Disney, el que la abrió, La Sirenita, y el que abrazó sin remedio la comedia musical, Aladdin. Tras un par de intentos más o menos acertados como El planeta del tesoro o Tiana y el sapo, mucho mejor esta segunda, última cinta del estudio en animación tradicional, Clemens y Musker recuperan todo el brío inicial de su carrera como directores para ofrecer una completísima historia sobre la identidad propia. Vaiana es la hija del jefe de una tribu que vive aislada en una isla polinesia, pero siente el empuje de su corazón a atravesar el arrecife que rodea la isla y descubrir el mundo exterior, algo a lo que su padre se opone con fuerza. La excusa será una misión para salvaguardar el futuro de la isla, inicio de una aventura formidable que tiene puntos en común precisamente con La Sirenita (ojo a la escena postcréditos, la broma Disney definitiva).

Sí se puede decir que Vaiana tarda algo en arrancar, que su primera media hora roza incluso la repetición de los temas, pero todo es tan impresionante que casi da igual. Como casi siempre en Disney, la primera secuencia ya marca el devenir de la película, apabullante por aportar la necesaria introducción a este nuevo mundo. Las canciones, pegadizas y espectaculares. La propia Vaiana, otro excepcional personaje del panteón femenino del estudio. Y la animación, increíble a todos los niveles, hasta el punto de que estamos, probablemente y con la excepción de la mencionada Big Hero 6 ante el mayor espectáculo de efectos visuales que ha generado Disney. No hay más que ver la brutal escena climática, que casi apuesta por una iconografía de terror que satisfará enormemente al espectador adulto. Y Musker y Clemens, coautores también de la historia, saben cuándo ponerse serios y cuándo introducir el humor. Muchísimo, por cierto. Y tremendamente eficaz hasta con lo más repetitivo, ese gallo bobalicón que no sabe ni por dónde camina.

Pero lo mejor de Vaiana es que es una película de aventuras increíble que maneja extraordinariamente bien los tiempos, los personajes, la acción y las emociones. Con los tópicos que tan bien sabe aprovechar Disney, como la heroína con sus momentos de zozobra, los animales que aportan el contrapunto cómico o dos protagonistas de caracteres completamente opuestos que tienen que llevarse bien, el viaje es una auténtica gozada, pero sacándoles todo el partido para que la película parezca siempre complemente nueva. Narrativa, auditiva y visual a partes iguales, con la magia que cabe esperar de una película del estudio, con una animación que compite de igual a igual con la de Pixar en casi todo (¡qué bien le ha sentado tener la competencia en casa y azuzada por el mismo cerebro, el de John Lasseter!) y que hace que Disney se sitúe este año otra vez por encima de su rival por méritos propios. Una gozada audiovisual para deleite tanto de niños como de adultos.

viernes, noviembre 25, 2016

'Aliados', amor frío

Cuando de una película se puede hablar más de lo que significa fuera de las pantallas que por los méritos de sus responsables, es evidente que algo falla. Con Aliados, por fuerza, va a suceder algo parecido. Que la película haya formado parte de los rumores en torno a la separación de Brad Pitt y Angelina Jolie no es algo que juegue a favor de la cinta, pero es que los esfuerzos de Robert Zemeckis tampoco ayudan a olvidar los ríos de tinta previos. Aliados tendría que haber sido una película romántica de carácter épico por su trasfondo bélico. Casablanca viene a ser un referente claro. Pero ni por asomo. Y no porque Zemeckis patine especialmente, pero no consigue casi en ningún momento transmitir las emociones que tendrían que haber formado parte de la historia. El casi es porque justo al final, cuando ya casi se han consumido las dos horas de su metraje, sí llega a lo que se necesitaba. Algo tarde, la verdad.

La película tiene dos problemas bastante importantes. El primero obedece a la estructura de la película. Zemeckis, un director ya tan polivalente que parece haber perdido algo de identidad, siguiendo un guion de Steve Knight, responsable de obras tan variopintas como Promesas del este o El séptimo hijo, sigue la historia de manera lineal, dividiéndolo en dos grandes actos y tres interludios centrales separados por elipsis muy grandes. Y no funciona, porque esta segunda, que no procede desvelar porque obedece a un cambio de escenario importante, es la historia que realmente parece interesar a Zemeckis, en la que realmente pone toda la carne en el asador. Y es que la gran pieza de acción, la que rompe la monotonía, está en la primera mitad del filme, aunque tampoco por ese lado consigue enganchar el director. La misión que une a los dos espías que interpretan Brad Pitt y Marion Cotillard nunca parece tan trascendente ni difícil como quiere aparentar la película.

Y así llegamos al otro gran problema. Se ha hablado tanto de Pitt y Cotillard que se ha dado por sentado que hay una química extraordinaria entre ellos. Y no es así. Hay momentos, hay atisbos, pero realmente no forman la memorable pareja que una gran historia de amor requiere. No son Humphrey Bogart e Ingrid Bergman, como esto no es Casablanca. Es cierto que no desentonan, pero el amor frío que quieren mostrar a lo largo de buena parte de la película, el que surge de su trabajo como espías, es el que contagia todo lo que hay en el filme. Ni siquiera la escena de sexo, rodada de una forma imaginativa por el escenario, rompe esa tibieza que muestra Aliados y que, de nuevo hay que volver al mismo punto, sólo se rompe en las dos escenas finales. Pitt, por mucho que lo intenta, no se acerca al tipo de galán que habría sido Robert Redford, para quien esta película hubiera sido un caramelo hace algunas décadas, y el trabajo de Cotillard es algo irregular.

El caso es que Aliados es una película correcta, una aceptable historia de amor en un escenario bélico que invita a pensar en el Hollywood dorado pero que, al final, se queda en un simple intento de recuperar aquella gloria de celuloide. Nada asombra demasiado en la película, que no llega a provocar que ese amor de película traspase la pantalla. Se ve, se entiende, incluso se disfruta sin demasiado esfuerzo, pero no hay nada de legendario en la película cuando la misma historia del cine ha demostrado que con estos elementos se pueden hacer filmes extraordinarios. Aliados es demasiado fría como para acercarse a esos estratos, demasiado pequeña en sus ambiciones, incluso a la hora de mostrar el marco histórico. Correcta, académica si se quiere, pero sin la trascendencia que necesita. Ni Zemeckis, ni Pitt, ni Cotillard, porque la película no sale de ellos a pesar de tener algún que otro secundario interesante como Jared Harris, logran que Aliados despegue del todo.

domingo, noviembre 20, 2016

'Animales fantásticos y dónde encontrarlos', el universo de J. K. Rowling madura

Harry Potter se acabó pero J. K. Rowling no estaba dispuesta a soltar a la gallina de los huevos de oro. Casi al mismo tiempo han visto la luz un nuevo libro del personaje, en realidad una obra de teatro, y una película que expande su universo que parte, nada menos, que de un bestiario. No había historia, pero se ha creado. Y la ha firmado la propia Rowling. Aún con algunos defectos, lo curioso es que Animales fantásticos y dónde encontrarlos es lo que nunca pudieron ser las películas de Harry Potter, presas de su referente literario y de una legión de fans dispuesta a adorar o destruir lo que se haga con las redes sociales como base. Es la madurez del universo de J. K. Rowling, es un avance barroco, urbano y hasta humano como da la sensación de que nunca pudo ser Harry Potter, por muy sacrílega que pueda ser esa sentencia para los fans del joven mago a los que en absoluto se pretende ofender con estas líneas, que eso también parece necesario advertirlo en esta era digital.

Pero el caso es que, olvidándonos del referente de Harry Potter, al que Rowling hace referencia en varias ocasiones en la película de una manera algo artificial para que no olvidemos que estamos ante una precuela en realidad, lo que recibimos es una historia prácticamente modélica y ejecutada con bastante nivel. Misteriosa cuando ha de serlo, con un sentido de la aventura formidable que, de no mediar semejante festín de efectos visuales podría emparentar el filme con otros títulos inolvidables del género en los años 80, y con una imaginación visual que David Yates, responsable de los últimos cuatro filmes de Harry Potter, sólo deshonra con alguna indescifrable escena como el paso por los titulares de prensa, innecesariamente veloz para que la lectura sea casi un imposible, o con las habituales concesiones al 3D, apenas un puñado de instantes que incluso en 2D se vislumbran claramente y que no tienen mucho sentido.

No lo tienen porque la película no los necesita, ya es bastante apabullante en lo visual como para que el espectador quedara atrapada. El cambio de escenario, del mágico Hogwarts al Nueva York de los años 20, es claramente el mejor acierto de la película. Es, probablemente, el salto que le hacía falta para que la fantasía llegara a un punto mucho más notable, para que los personajes no estén supeditados a un entorno mágico y para que este fluya mucho más fácilmente. Y como Yates ensambla un reparto formidable, encabezado por el casi siempre espléndido Eddie Redmayne y secundado por dos sorpresas tremendamente agradables, las de Katherine Waterston y Dan Fogler, además de un buen Colin Farrell que en realidad es mucho mejor actor de lo que se ha permitido ser o un intrigante Ezra Miller o una intensísima Samantha Morton, todo parece ir sobre ruedas,

Animales fantásticos y dónde encontrarlos supera con creces las barreras de haber nacido, al menos a priori, como un producto para alargar una franquicia, combinando con acierto acción, comedia, misterio y un drama mucho más adulto de lo que la larga espera por Voldemort (antes de que apareciera en El cáliz de fuego y después hasta que llegara el clímax definitivo) permitió que fuera Harry Potter. Y aunque estamos ante una película fácilmente conectable con su universo de referencia, es también un producto autónomo y con la suficiente personalidad como para enganchar incluso a quienes no se dejaron convencer por el mago juvenil. Brilla por su historia, con matices interesantes incluso desde puntos de vista alejados de la fantasía (la persecución de las brujas, la integración de los magos en la sociedad contemporánea), por su exquisitez visual (el mundo dentro del maletín es una maravilla) y, ahí está su secreto, por sus personajes. Todo un acierto.

viernes, octubre 28, 2016

'Doctor Strange', Marvel se reinventa para convencer como siempre

Hay quien dice, incluso voces tan autorizadas como las de Steven Spielberg, que el cine de superhéroes acabará perdiéndose en el olvido en algún momento. Pero viendo Doctor Strange, viendo cómo Marvel es capaz de reinventarse para convencer como siempre y con historias que en el fondo ya hemos visto, parece difícil que esa negra profecía se haga realidad. Doctor Strange es una buena película de origen, modélica en ocasiones y de manual siempre. Con sus errores, por supuesto, pero con una factura prácticamente intachable. Pero este maestro de las artes místicas no está tan lejos de aquel maestro de la ingeniería robótica que nos presentó Jon Favreau en 2008 en Iron Man con el rostro de Robert Downey Jr. No hace falta un análisis demasiado profundo para ver las analogías entre estos dos filmes, separados por ocho años y una docena de títulos enmarcados en el universo cinematográfico de Marvel.

La buena noticia que supone Doctor Strange sirve para resolver las dudas que podría haber generado la elección de un director especializado en el terror como Scott Derrickson, y que había destrozado la mítica Ultimátum a la Tierra en un horrendo remake. Derrickson, coautor también del guión no sólo rueda muy bien los efectos visuales con los que la película se adentra en este mundo de hechicería y misticismo, sino que además consigue explicarlo francamente bien para los no iniciados en este aspecto del universo Marvel de los cómics. Y no era nada fácil, porque el lado más mágico de este mundo era una invitación a divagar, con los diálogos y con las imágenes, y la película se contiene por ambos lados, convirtiéndose en un espléndido entretenimiento que tiene todas las papeletas para convencer a quienes busquen acción Marvel pero también a quienes necesiten, a estas alturas, de algo ligeramente diferente.

Sobra decir que la elección de Cumbarbatch para dar vida al protagonista es el acierto supremo de la película. El cameleónico actor sabe trasladar al personaje por todos los estados emocionales por los que pase a lo largo del filme, que son muchos más de los que los más críticos con este tipo de cine estarían dispuestos a admitir como posibles. Strange no es plano. No es rocoso. No es un héroe intocable. Y por eso funciona, porque tanto él como su mundo son piezas en movimiento, y eso se puede decir a todos los niveles, tanto para los personajes que le rodean (la doctora Christine Palmer de Rachel McAdams y el Mordo de Chiwetel Ejiofor son los dos ejemplos más notables), como del mismo entorno visual en el que acontece la historia, que parece ser deudor de Origen o de Matrix por diferentes razones pero que acaba teniendo una personalidad propia bastante notable, desde un arranque potente sin su protagonista hasta un clímax original y francamente comiquero.

Doctor Strange tiene puntos débiles, por supuesto. Una mala escena de presentación del personaje y un excesivo sentido del humor (no todos los héroes Marvel necesitan el mismo punto cómico, e incluso Derickson se carga algún momento con trazas de mítico precisamente por extralimitarse en este punto) pueden ser los más notables. Pero, al final, la sensación es tan positiva que eso queda como una molestia puntual. La película presenta un aspecto audiovisual notable en el que tiene una parte sustancial la espléndida música de Michael Giacchino (¿por fin Marvel dará continuidad al tono de sonoro de sus películas?) y unos efectos muy impresionantes a todos los niveles, también para dar forma a lo más esperado por los fans del cómic, y cumple con todo lo que cabe esperar de ella en las expectativas más ilusionantes. Por supuesto, eso incluye el imprescindible cameo de Stan Lee y dos escenas postcréditos que nos recuerdan que estamos ante una película con personalidad pero también ante una parte de un maravilloso universo cinematográfico compartido.

viernes, octubre 14, 2016

'Snowden', cine necesario

A Oliver Stone se le pueden reprochar muchas cosas, pero nunca que no haya sido un tipo atrevido. Incluso ahora que parece mostrar una mesura que no siempre ha tenido, la elección de los temas de sus cintas es siempre llamativa e interesante. Su cine, por muy criticable que pueda llegar a ser, es necesario. Snowden es necesaria. Puede que si saliéramos a la calle y preguntáramos qué hizo exactamente Ed Snowden para convertirse en una celebridad, mucha gente no sabría responder con precisión. Snowden, la película, da respuestas precisas y accesibles, herramientas para un debate que se vive dentro y fuera de la película. Lo hace, por supuesto, bajo el marco de una estructura previsible, en la que se sabe cómo va a comenzar y finalizar la película, en la que incluso se pierde alguna oportunidad que un Oliver Stone hace algunos años no habría dejado escapar, pero el resultado final es tan sólido como entretenido.

La clave está en que hay un buen equilibrio entre las dos mitades del filme, las dos comandadas por un soberbio Joseph Gordon-Levitt, que demuestra una vez más que no sólo es un espléndido actor sino que tiene un dominio de la voz y de los acentos que justifica por sí solo la necesidad de ver la película en versión original. Por un lado, la entrevista, la confesión de Snowden a un reducido grupo de periodistas y las maquinaciones sobre cómo hacer públicos los secretos de la administración norteamericana que ha robado. Por otro, el periplo del propio Snowden, como pasa de ser militar a un genio informático para diversas organizaciones gubernamentales. Lo primero tiene momentos de pura fascinación, quizá los mejores de la película. Lo segundo, la evolución del personaje y el debate entre libertad y seguridad que viene protagonizando la agenda política mundial desde el 11-S. Y ambas se conjuntan bien. Por peso y por narrativa.

Es evidente que hay un componente heroico y glorificador en la forma en la que Stone retrata a Snowden, uno que se ve sobre todo en el epílogo de la película, pero no es algo incisivo ni tergiversado. Stone muestra a un hombre con dudas. Muy humano en ese sentido, y por eso no chirría en absoluto que los tecnicismos informáticos se vayan entremezclando con su vida personal, con la presencia de Shailene Woodley, una actriz que comienza aquí a recuperar algo del terreno perdido con su trabajo en la serie Divergente. Tan humano que la relación que este Snowden entabla con cada personaje es fundamental para entender todo el cuadro. La camaradería con algún compañero de agencia, la confianza absoluta en el trío de periodistas que forman con un empaque tremendo Melissa Leo, Zachary Quinto y Tom Wilkinson, y sobre todo la brutal contraposición ideológica con el personaje de Rhys Ifans que se plasma en una enorme pantalla en una memorable secuencia, quizá la mejor de la película, metáfora absoluta de la vigilancia que se denuncia.

Más allá de su estupendo reparto y de su más que correcta construcción siguiendo el manual del biopic, Snowden destaca porque sabe cómo hacer accesible un tema que ni siquiera los medios de comunicación han sabido tratar adecuadamente. El riesgo de perder al espectador en tecnicismos, nombres y agencias siempre está ahí, pero Stone, coautor también del guión y experto en el tema tras haber conocido también al propio Snowden en persona, lo sortea con habilidad. Tiene ya muchos años de cine controvertido a sus espaldas como para no saber que en el debate ideológico es imprescindible no aturullar al espectador. Por eso su cine, mejor o peor, sigue siendo necesario. Por eso personajes como Snowden y temas como la libertad y la vigilancia gubernamental siempre van a ser la base de películas que, al menos, ofrezcan algo interesante al espectador. Esta, desde luego, lo hace, y lo consigue en un formato igualmente entretenido que incluso aguanta bastante bien una duración de más de dos horas.

'Inferno', suele suceder

"Suele suceder". De esta manera tan gráfica define uno de los protagonistas de Inferno el mayor giro argumental que hay en la película, tercera en la serie de adaptaciones de las novelas de Dan Brown (Sony se ha saltado el tercero de los libros, El símbolo perdido, en favor del cuarto) tras El código Da Vinci y Ángeles y Demonios. Y es verdad. Suele suceder. Casi todo lo que sucede en Inferno suele suceder porque, obviamente, estamos ante un producto predecible. Abandonando el tono de thriller palaciego (vaticano, en realidad) que tenía Ángeles y demonios, Inferno apuesta decididamente por repetir la apuesta de El código Da Vinci, con material a medio camino entre el arte y la religión, con una tenue preocupación social contemporánea como telón de fondo y una fórmula cuyos signos de agotamiento se ven claramente en el rostro de un Tom Hanks que ya parecía algo mayor para interpretar a Robert Langdon hace diez años y que ahora siente con creces el paso del tiempo.

Y el caso es que Inferno no va a defraudar a quien haya disfrutado de las dos anteriores películas, sobre todo la primera, porque sus parámetros son idénticos. Un misterio por resolver, pistas casi de colegial desperdigadas en los sitios más insospechados, un uso absolutamente inverosímil de escenarios y piezas de arte que de ninguna manera podrían ser tan accesibles (de comedia involuntaria se puede tachar la escena de la máscara de Dante vista a través de las cámaras de vigilancia) y una colección de lugares extraordinarios para rodar, potenciados con bellísimos planos aéreos. Y sobre todo, mucha ingenuidad por parte del espectador. Esa es la única manera de aceptar el juego. Ron Howard, que a pesar de estas concesiones a la industria es un tipo hábil, lo sabe, y por eso apuesta por un efectismo visual inicial que permita entrar en la historia de otra manera, con un golpe de efecto para abrir el relato y muchas imágenes a medio camino entre el sueño y la alucinación.

De esta manera se marcan las distancias con lo anterior. Si antes Langdon era quien llevaba la voz cantante, ahora es el impedimento para que todas las piezas cuadren desde el principio. Una conveniente amnesia quiere ocultar pistas y elementos, pero en realidad todo es bastante obvio. O casi todo, porque a la película se le llega a olvidar un personaje al que no da una resolución e incluso se sumerge en las habituales lagunas que exigen esa complicidad forzosa del espectador. Ese rasgo de originalidad con respecto a la estructura del primer libro y la introducción del personaje de Felicity Jones (en realidad, nada demasiado alejado inicialmente del que interpretó Audrey Tautou en El código Da Vinci) y el alto ritmo que tiene la película es lo que hace que sus 127 minutos se vean con cierto agrado. Sin pasión, sin pensar demasiado, pero con cierto agrado. La fórmula funciona si no se le dan demasiadas vueltas.

Si se le dan, no obstante, tenemos un problema porque estamos ante el clásico castillo de naipes, sustentado con mucho esfuerzo y vulnerable a cualquier soplo. Eso, en realidad, es algo que se sabe de antemano. Es lo que se pide al otro lado de la pantalla, fe en que Langdon y Hanks nos van a conducir por una aventura correcta. Pero el caso es que el actor no tiene ya tanto interés en el personaje como quizá debiera. Y por eso siempre parece más metida en la película Jones, o incluso un Ben Foster que casi parece desaprovechado, porque es quien conduce a los derroteros que resultan más interesantes con sus lecciones sobre el ominoso futuro de la humanidad y sus radicales ideas para impedir su destrucción. Pero eso no es lo que le interesa a los responsables de Inferno. Es, como sus maravillosos escenarios reales, una excusa para montar una historia, en realidad un juego de traiciones y lealtades cambiantes, de carreras y de salvamentos en el último segundo. Nada nuevo. Y sí, suele suceder así.

'Ozzy', la película no importa

Justo antes de que comience el pase de Ozzy, se nos advierte que el Alberto Rodríguez que dirige este filme de animación no es el Alberto Rodríguez de La isla mínima. Más allá de que fuera algo que ya quedaba claro por temática y técnica de la cinta, queda meridianamente claro al ir viendo este desastre perruno, un asombroso intento de llevar el género carcelario al cine de animales simpáticos y parlantes. La premisa, ya alocada hasta un grado extremo, se va viendo desinflada por varios motivos. El esencial, al menos para quien esto suscribe, es de concepto. Plantear una película como vehículo de product placement de artículos para perros o para unos cameos de personajes que bien pueden generar división entre los adultos que pasen por esta experiencia o que bien son personajes de Atresmedia, productora del filme, es algo que me genera pocas simpatías. Dará dinero y publicidad, sin duda, pero hace que la película sea lo de menos. Pero es que esa es la realidad. La película no importa demasiado.

Esa es la conclusión a la que se va llegando, tristemente, con el paso de unos 90 minutos que se hacen eternos. El problema no está en lo alocado de la historia (¿en serio el villano esclaviza perros en una prisión clandestina que disfraza de balneario de lujo... para fabricar frisbees?), porque si los autores creen en ella y van a muerte hasta el final, incluso desde la incomprensión se les puede defender. El problema es que la película es pobre en lo cinematográfico y en lo técnico. La animación que tiene es, por momentos, asombrosamente deficiente. No ya por la factura previa, que parece mucho más televisiva que cinematográfica, dicho esto con el sentido peyorativo más evidente que se pueda entender, sino porque se contenta con movimientos falseados, con escenas de masas sin movimiento alguno, con animaciones que parecen sacadas de un videojuego de hace unos cuantos años, y porque todo va decayendo desde la secuencia del prólogo, la única que parece funcionar en este sentido.

Pero como por el camino vamos a escuchar al omnipresente y ya más que quemado Dani Rovira, al ya habitual José Mota o los cameos de personajes como Fernando Tejero, Manolo Lama, Maldini o Matias Prats, eso debe de ser suficiente para contentarnos. Pero en realidad eso sólo sirve para darnos cuenta de que hay un esfuerzo mayor en esta parte de la promoción, la de los dobladores e invitados, que en la de crear una historia decente y bien hecha. Y a saber si eso es cosa del presupuesto, de los medios, de que se trata de una coproducción o de que ha habido muchas prisas para estrenar la película antes de que acabe el año y así optar a una nominación a los Goya, que es bastante probable que le caiga por la escasa producción animada que se hace en nuestro país. Pero el resultado final es tan imposible de sostener en algunos momentos que la causa da igual. El estreno en cines de Ozzy es bastante difícil de defender, y la muestra más evidente es la escena que se produce en el velódromo, con una animación escasísima y que se carga todas las pretensiones que pudiera tener en el guión.

Ozzy podrá contentar a los más pequeños, a los niños a los que simplemente le haga gracia ver el contraste entre perros de diferente tamaño perpetrando trastadas de todos los colores. Pero eso es una cortina de humo facilona, porque Ozzy no ofrece nada más. Bueno, se pasa hora y media ofreciendo cosas, pero ninguna que merezca realmente la pena. Salvando el prólogo, que debió de gustar tanto a sus responsables que, como es un flashback, después se repite íntegramente cuando llega el momento, el resto causa asombro pero por su pobreza, por su falta de imaginación y por recurrir a las maneras más pobres para salir del paso. Escuchar a los dobladores ladrando en lugar de recurrir a bancos de datos de ladridos es la gota que colma el vaso para que Ozzy acabe siendo una muy mala experiencia. La película, efectivamente, no importa, porque podemos venderla con los coloridos diseños y con la promoción de Rovira y compañía. Así no.

viernes, septiembre 30, 2016

'Sing Street', otra gran fusión de cine, música y vida

Si al finalizar una proyección, incluso sabiendo lo que uno va a ver, se termina con la sensación de haber sido entretenido e incluso sorprendido, pocas pegas se le pueden poner a una película. Sing Street, el nuevo filme de John Carney responde perfectamente a esas expectativas con un relato sencillo, amable y musical, pero sobre todo honesto, en el que, sin tirar abiertamente de la autobiografía como lo había hecho en Once, antes de la deliciosa Begin Again, Carney conecta con el espectador con la misma facilidad. No es la nostalgia, no es la música, no es el siempre eficaz escenario anglosajón económicamente deprimido con el que directores como Ken Loach han hecho maravillas. Es todo es, porque todo funciona a la perfección, y a la vez es su mezcla, la que invita a reír, llorar y emocionarse como si todos hubiéramos estado alguna vez en la piel de Conor, el joven protagonista al que da vida Ferdia Walsh-Peelo.

Con ese reparto integrado esencialmente por chavales desconocidos pero tremendamente simpáticos y en el que la cara más conocida es la de Aidan Gilen, al que muchos relacionarán directamente con Juego de tronos, Sing Street no deja de tener el envoltorio cotidiano de la comedia romántica, aunque su combinación con una historia de adolescencia y el brutal componente musical hacen que nada deje esa sensación de déjà vu que tanto daño le podría haber hecho a la película. Nunca se llega a anticipar lo que va a suceder, y aunque lo importante de Sing Street no es necesariamente su final, poético y magnifico, probablemente un no buscado homenaje en sí mismo a varios títulos destacados del cine de los 80 y 90, Carney nos prepara de una manera admirable para cualquier desenlace. Esa es una de las claves por las que la cinta funciona tan bien, porque escapa de lo previsible y se asoma a lo cotidiano, lo cercano, lo que cualquier puede identificar como propio.

La clave, en todo caso, está en la mezcla entre la historia, la música y la nostalgia. La historia, correcta, en muchos casos brillante, permite el lucimiento del relato y del propio Carney a la hora de escribir los diálogos, divertidos y dramáticos cuando la película lo pide. La música es, en sí misma, un delicioso homenaje a los años 80, con temas de A-ha, Duran Duran o The Cure, y es lo que permite que la película vaya teniendo una estética visual cambiante, según cada grupo va influenciando a la joven banda cuyas andanzas sigue el filme. Y la nostalgia que ofrece la película, a diferencia de lo que muchas veces, no se limita al guiño, no es sólo mostrar algo de los años 80 y esperar que el espectador haga la conexión, sino que Carney hace que cada elemento nostálgico tenga una importancia en la historia, cerrando así un círculo que los actores y propio director interpretan a la perfección. El mejor ejemplo, la forma en la que Carney nos presenta a la encantadora Lucy Boynton, la chica del clásico momento de chico conoce a chica que impulsa la película.

Y así, Sing Street consolida a Carney como un tipo capaz de emocionar con historias en realidad muy diversas pero que tiene una base muy parecida: experiencias fácilmente asimilables por la propia vida del espectador, el amor y la música. Se agradece el cambio de escenario con respecto a Begin Again y mucho más teniendo en cuenta el salto a los años 80 y a una zona deprimida, lo que añade incluso un toque más de apego a la historia, personal para el director irlandés, que así vuelve al escenario de Once, y emocional para quien vea la película con los ojos que requiere, los de cualquiera que sienta pasión por cualquiera de esos tres elementos clave de la historia: el amor, la música y la vida. Parece difícil resistirse al menos a alguno de los tres. Si son todos ellos los que convencen, no hay ni que decir que la experiencia que propone Sing Street es simplemente maravillosa, de esas que quizá pasen algo desapercibidas por su aparente modestia pero que en realidad se gana un sitio en la memoria de una manera tan honesta que merece cuantos más aplausos mejor.

viernes, septiembre 02, 2016

'Ben-Hur', osadía baldía

La imparable oleada de remakes tiene un punto de valentía que no siempre recibe el reconocimiento que probablemente merece. No estamos hablando de méritos cinematográficos, al menos en la mayor parte de los casos, pero sí hay que ser muy osado para ponerse al frente de una película cuyo titulo va a evocar tantas cosas generalmente positivas a millones de espectadores en todo el mundo. Osado o inconsciente, pero el atrevimiento es un hecho. Ben-Hur, la mítica cinta dirigida por William Wyler y protagonizada por Charlton Heston, es un ejemplo perfecto. La película por excelencia de la historia de los Oscar, la de romanos perfecta, la película que todas las semanas santas vemos en televisión. Esa es la que retoma Timur Bekmambetov. ¿Pero de qué sirve la osadía de afrontar un remake de Ben-Hur si se va a coronar con semejante cobardía argumental? ¿Cómo es posible que lo que quiere ser un retrato realista de la novela de Lewis Wallace acabe convertido en su final en algo tan inane e intrascendente? Es una osadía baldía, y duele siendo Ben-Hur.

No es el único problema de la cinta, ya mal planteada desde su título en pantalla con ese Ben-Hur (2016), y eso es lo malo, pero hay que reconocer que su visionado no se hace pesado ni lastimoso. Es, simplemente, que hay algo a lo que no va a alcanzar por mucho que lo sueñe. Es evidente que este Ben-Hur va a estar por debajo de la cinta de Wyler, que a su vez era un remake de la que hizo Fred Niblo en 1926. Y es que el cine de romanos de antes era el cine de romanos sin más, y casi todo intento moderno de actualizar el género, excepción hecha de la magnifica Gladiator, ha tropezado con la misma piedra, la falta de carisma. No hay ni que decir que Charlton Heston y Stephen Boyd son y van a ser para siempre Ben-Hur y Messala. Jack Huston y Toby Kebell no consiguen acercarse a ellos, por mucho que este remozado Ben-Hur ceda buena parte de su protagonismo a Messala para que esto casi parezca un Batman v Superman en Jerusalen que, curiosamente, acaba con una blandenguería análoga a la que Zack Snyder coronó el enfrentamiento entre los dos superhéroes de DC.

Y eso que hay que reconocer que Bekmanbetov, a pesar de que los primeros compases de la película invitan a pensar en la peor, contiene sus ansias de rodar una película de romanos como si fuera la una tergiversación tan triste como la de Abraham Lincoln. Cazador de vampiros. De hecho, incluso se agradece que no haya intentado fotocopiar el Ben-Hur que ya conocemos, que contenga la acción de la batalla en las galeras al punto de vista de ese encierro de los esclavos o incluso que convierta la carrera de cuadrigas en el clímax de la película. Faltan cosas que el aficionado más clásico echará en falta y que ayudan a construir el personaje de Judá Ben-Hur, aquí más desdibujado que nunca, pero al menos busca contar la historia de una manera diferente. Ahora bien, eso no carta blanca para deslucir a personajes que muchos espectadores ya conocen. Y eso es lo que le pasa a Ben-Hur. A Messala se le sobreactúa, a Judá se le ningunea. Y la inclusión de Jesucristo distrae demasiado sin aportar realmente gran cosa.

Así que al final lo que queda es un curioso batiburrillo en el que lo que destaca, como cabía esperar, es la carrera de cuadrigas. Ahí, incluso aunque hay algún exceso visual que Bekmambetov bien se podría haber ahorrado, sí se logra la emoción que se busca en la película, aunque llegue tras la aparición en la película de un Morgan Freeman que parece más aburrido y desubicado que nunca. La carrera sí convence, pero quizá llega demasiado tarde como para que la película remonte y, por desgracia, queda minimizada por el epílogo de la película, a todas luces incomprensible teniendo en cuenta el tono y las motivaciones que estaba adoptando la película hasta ese momento. El simple hecho de que sea Ben-Hur ya hará que mucha gente vea la película. Y quizá quienes no hayan visto la de Wyler y Heston (haceos un favor, y ponedla, por muy larga que os parezca a priori para aprender cómo se hacía cine de verdad) le den un aprobado. Podría haberlo alcanzado de no mediar esa cobardía final, pero esa forma de resolver un enfrentamiento planteado en términos tan duros no tiene ningún sentido y desequilibra el conjunto. Una pena.

viernes, agosto 26, 2016

'Café Society', el conformismo, carcelero de la libertad


Por Sonia Rodríguez Fernández.

Con Café Society, Woody Allen vuelve a su amada Nueva York después de rodar lejos de él en sus últimas películas, Irrational ManBlue Yasmine o Magia a la luz de la luna. Escogiendo cómo telón de fondo los años 30, años dorados del cine hollywoodiense, Allen nos muestra el conformismo como carcelero de la libertad, el glamour y la elegancia en la que se envolvían, pero también el cinismo, hipocresía y apariencias a las que se veían envueltos los participantes de este entorno tan superficial y lo atractivo que resulta para los aspirantes a ese sueño americano que ofrecen las películas. Comparando en multitud de momentos los dos lugares emblemáticos por excelencia de Estados Unidos, Hollywood y Nueva York, mostrando la luminosidad e hipnotismo que produce una, contra la sordidez y el misterio de la otra.

En este caso se nos presenta un joven neoyorquino llamado Bobby, que no ha salido de su barrio para nada, interpretado por un Jesse Eisenberg muy cómodo en el papel, que se presenta en un ostentoso Hollywood con la esperanza de cumplir ese sueño americano de casa y piscina, y para ello pide ayuda a un magnate de la industria cinematográfica, su tío Phil (Steve Carell), que le echa una mano, eso sí, sin mucho entusiasmo. Para ello se sirve de su joven secretaria Vonnie (Kristen Stewart), que se encargará de mostrar a Bobby los recovecos más terrenales dentro de esa burbuja de glamour en la que viven, enamorando por sus ideales sin remedio al joven, que tendrá que luchar e insistir con tesón, pues Vonnie mantiene una relación con un hombre mayor.

Lo mejor de la película son la fotografía de la mano de Vittorio Storaro, tan variopinta y con la tan distinta luminosidad que se hace de las dos ciudades, así como esa música de jazz característica de las películas de Woody Allen, que consigue transportarte a otra época. Destaca también el papel, aunque breve, de Blake Lively, preciosa como siempre y atrapando con su increíble sonrisa. Sorpresa también Kristen Stewart, mejorando notablemente su actuación respecto a sus últimos papeles y que nos deja entrever la actriz que puede llegar a ser. Respecto al argumento, sobresale una elegante y divertida manera de tratar la pomposidad de la época, la impunidad hasta llegar al descaro de los grupos mafiosos y el mencionado conformismo, ese que no deja vivir de verdad al que se instala en él.

En definitiva, una amable y cómica propuesta, con muchos chascarrillos sobre las peculiaridades de los judíos, que aunque no hace reír a carcajadas, sí muestra a un Woody Allen en estado puro: criticando lo que le da de comer, tratando temas realmente trascendentes, sin importarle las consecuencias, hablando de unos sentimientos y unos temas muy complejos como son la superficialidad de la sociedad, de antes y de ahora pues el paralelismo es evidente, de la religión incluso, de manera magistral y muy elegante. Todo ello con una guinda final en la que Allen parece haberse instalado: un final amargo, que conmueve en lo esencial, y que deja al espectador con una sensación de ¿y ahora qué? Queda demostrado, que si la salud lo permite, queda Woody Allen para rato.

viernes, agosto 19, 2016

'Star Trek. Más allá', la imagen apabulla al contenido

Se diga lo que se diga, y por mucha normalidad que se aparente vivir, el cambio del capitán siempre provoca turbulencias. J. J. Abrams actualizó Star Trek de una manera valiente, starwarsizándola, y el experimento no salió nada mal. Cambiaba algo de la esencia, desde luego, pero ofreció dos películas tremendamente entretenidas y con historias que contar. En Más allá, tercera cinta del reboot de título indefinido por completo y en realidad sin mucho sentido, se da un paso atrás claro. De la mano de Justin Lin y con un guión escrito a toda prisa por Simon Pegg y Doug Jung, la imagen se ha comido a la historia, no hay contenido real, no pasa nada realmente trascendente en la película para ningún miembro de la tripulación del Enterprise, y aún con las solventes gotas de entretenimiento que sigue dejando la serie estamos sin duda ante la más floja de las tres entregas moderna, una en la que no hay tema de fondo, aunque parece que se intenta que lo haya, y donde hay poca emoción.

El primer gran problema que tiene Más allá es justo ese, que no se sabe muy bien qué se está contando, qué historia es la que quiere transmitir, más allá de un tópico enfrentamiento con un malo misterioso que está ya mil veces visto. Eso funciona bien, pero el orden de los factores en esta ocasión sí altera el producto. No funciona que la gran escena climática (por lo que implica para cualquier trekkie de pro) esté en el primer tercio del filme, desde luego no genera ni por asomo el mismo impacto emocional que cuando vimos algo parecido en las películas originales, y desde luego falla que la motivación del villano quede completamente oculta prácticamente hasta el final de la historia. La desconexión que hay por tanto entre héroes y villanos es total. Y las explicaciones que tendrían que tener muchísimos elementos de la película brillan por su ausencia de una manera clamorosa, dejando en mal lugar al guión.

Y el caso es que la incorporación de Simon Pegg a esas labores de escritura, sumado a lo que se había visto en los trailers, anunciaba una deriva aún más cómica de la serie. Ahí está la sorpresa de Más allá, que no arranca así, incluso prescinde de chistes en la primera hora de la cinta. No falla por donde se podía anticipar, sino por otras cuestiones. Y es que esos intentos de dar un poso, un peso y una profundidad al relato de Kirk, Spock y compañía palidecen porque no hay continuidad y porque no hay un malo a la altura. El añadido de Idris Elba bajo toneladas de maquillaje es más testimonial que otra cosa, como también el añadido de dos personajes femeninos que, hay que reconocerlo, están por estar y porque lucen bien en sus imaginativas revisiones para que encajen en Star Trek. De hecho, y aunque a Lin le obsesiona girar su cámara en un movimiento repetitivo y sin mucho sentido, lo visual funciona bien, si eliminamos secuencias un tanto absurdas como aquella en la que Chris Pine se pone a los mandos de una moto.

Pero, claro, hay un problema evidente y es esa mencionada falta de emoción. Esa sensación sólo se alcanza cuando hay referencias a la tripulación original del Enterprise, la que encabezaban William Shatner y Leonard Nimoy. Chris Pine, Zachary Quinto, el propio Pegg o Zoe Soldana (aquí, más florero y damisela en apuros que nunca por desgracia) han asumido muy bien sus roles, pero la película no les da mucho material con el que jugar. Carreras, saltos, teorías científicas delas que todos parecen saber sin tener en cuenta que Scotty es ingeniero y Uhura se dedica a las telecomunicaciones, porque todos parecen saber de todo, y mucha acción en gravedad cero, que al final parece la excusa que se ha dado el equipo para rodar Star Trek. Más allá. Y el caso es que entretiene, es una película simpática que saca sonridad de vez en cuando (la relación entre el Spock de Quinto y el Bones de Kalr Urban, lo mejor de largo), pero sabe a poco después de Star Trek y Star Trek. En la oscuridad.

viernes, agosto 12, 2016

'Cazafantasmas', buen remake pero montado a machetazos

Últimamente, el negocio del cine se está poniendo un poco imposible. Sabemos demasiado de las películas antes de verlas y nos hemos tragado ingentes y nada fundamentadas polémicas que nos obligan a posicionarnos. Con Cazafantasmas ha sucedido algo así, hasta el punto de que es difícil saber si lo que hemos visto es la película que realmente quería hacer Paul Feig, la que Sony ha querido rehacer por si acaso, una mezcla de ambas o ninguna de las tres. Polémicas, desde luego, las justas. Esta Cazafantasmas no es sólo una película legítima, sino que como remake funciona bien. Lo que se ha rehecho, tiene fundamento. ¿El problema? Sobre todo, en esas dudas. ¿Qué hemos visto? ¿Por qué se nota tanto que faltan cosas, que otras se han añadido a última hora? La película parece cortada a machetazos, cosida entre la osadía del equipo y el miedo del marketing, y eso no sirve para enamorar ni a los fans de los Cazafantasmas originales ni tampoco a los de Feig o el cuarteto femenino protagonista.

Esto se ve de una manera tan clara que incluso los títulos de crédito finales, antes de una escena postcréditos que en realidad ahonda en la indefinición del proyecto, se forman fundamentalmente con una escena eliminada. Lo que tendría que ir al DVD, aquí se integra, a pesar de que se ha considerado que no funcionaba en el montaje de la película. Como poco, extraño. A Cazafantasmas, en todo caso, le pesa no tener clara una historia que enganche. Da la impresión de que la idea era soltar a Melissa McCarthy, Kristen Wiig, Kate McKinnon (que acaba siendo la mejor, la más divertida y con el personaje mejor definido), Leslie Jones y Chris Hemworth (elogiablemente delirante) y combinar sus improvisaciones con algún que otro chiste escrito previamente, unos efectos visuales que funcionan admirablemente bien y el habitual compendio de referencias y cameos que satisfagan al aficionado de los Cazafantasmas ochenteros. Y el cóctel a ratos funciona bien, es una película muy entretenida, pero se le ven las costuras a lo lejos.

Y el caso es que da rabia que sea así, porque se pierde una ocasión de haber hecho algo completamente diferente y a la vez deudor del espíritu original. Da la impresión de que Sony se ha dejado llevar por la polémica y ha querido reducir el riesgo al mínimo, pero por esta vía lo que ha sucedido es que ha quedado un guión más endeble de lo que prometía, y con unos personajes que se quedan en lo tópico y a medio camino a pesar de que la película llega a las dos horas. Quizá sea una forma demasiado dura de verlo, ya que en realidad no es un mal entretenimiento, pero el mal endémico del blockbuster hollywoodiendse exige que se siga lamentando el freno que se autoimponen directivos y creadores. No es que la película no acierte, porque hay muchos momentos en los que es obvio que lo hace, indicando que Feig y compañía conocían el camino para lograr que la gente se acostumbrara a una nueva generación de Cazafantasmas, y encima cambiando el género.

El resultado, en resumen, es bastante desigual. Al final, pueden más las luces que el carisma. Lo improvisado y lo cómico quedan algo apagados ante decisiones conscientes que se ven claramente equivocadas, que afectan sobre todo al segundo acto, y lo prometido no termina de ofrecerse del todo. Lo cierto es que acaba siendo una de esas películas de complicado juicio, porque hay un poco de todo para salir contento, pero se está lejos del entusiasmo. Hay fantasmas, muchos, hay escenas rehechas de la película original (la primera, sin ir más lejos), que convencen y mucho, hay bromas muy divertidas, hay muchos efectos visuales, e incluso los cameos más insustanciales (¿se puede considerar cameo el desaprovechado papel de Charles Dance?) acaban dejando una leve sonrisa en el rostro del espectador. Pero hemos perdido tanto tiempo hablando de tonterías que al final estas Cazafantasmas han quedado en un segundo plano. Y al menos merecen pasar un rato con ellas.

'Cazafantasmas', buen remake pero montado a machetazos

Últimamente, el negocio del cine se está poniendo un poco imposible. Sabemos demasiado de las películas antes de verlas y nos hemos tragado ingentes y nada fundamentadas polémicas que nos obligan a posicionarnos. Con Cazafantasmas ha sucedido algo así, hasta el punto de que es difícil saber si lo que hemos visto es la película que realmente quería hacer Paul Feig, la que Sony ha querido rehacer por si acaso, una mezcla de ambas o ninguna de las tres. Polémicas, desde luego, las justas. Esta Cazafantasmas no es sólo una película legítima, sino que como remake funciona bien. Lo que se ha rehecho, tiene fundamento. ¿El problema? Sobre todo, en esas dudas. ¿Qué hemos visto? ¿Por qué se nota tanto que faltan cosas, que otras se han añadido a última hora? La película parece cortada a machetazos, cosida entre la osadía del equipo y el miedo del marketing, y eso no sirve para enamorar ni a los fans de los Cazafantasmas originales ni tampoco a los de Feig o el cuarteto femenino protagonista.

Esto se ve de una manera tan clara que incluso los títulos de crédito finales, antes de una escena postcréditos que en realidad ahonda en la indefinición del proyecto, se forman fundamentalmente con una escena eliminada. Lo que tendría que ir al DVD, aquí se integra, a pesar de que se ha considerado que no funcionaba en el montaje de la película. Como poco, extraño. A Cazafantasmas, en todo caso, le pesa no tener clara una historia que enganche. Da la impresión de que la idea era soltar a Melissa McCarthy, Kristen Wiig, Kate McKinnon (que acaba siendo la mejor, la más divertida y con el personaje mejor definido), Leslie Jones y Chris Hemworth (elogiablemente delirante) y combinar sus improvisaciones con algún que otro chiste escrito previamente, unos efectos visuales que funcionan admirablemente bien y el habitual compendio de referencias y cameos que satisfagan al aficionado de los Cazafantasmas ochenteros. Y el cóctel a ratos funciona bien, es una película muy entretenida, pero se le ven las costuras a lo lejos.

Y el caso es que da rabia que sea así, porque se pierde una ocasión de haber hecho algo completamente diferente y a la vez deudor del espíritu original. Da la impresión de que Sony se ha dejado llevar por la polémica y ha querido reducir el riesgo al mínimo, pero por esta vía lo que ha sucedido es que ha quedado un guión más endeble de lo que prometía, y con unos personajes que se quedan en lo tópico y a medio camino a pesar de que la película llega a las dos horas. Quizá sea una forma demasiado dura de verlo, ya que en realidad no es un mal entretenimiento, pero el mal endémico del blockbuster hollywoodiendse exige que se siga lamentando el freno que se autoimponen directivos y creadores. No es que la película no acierte, porque hay muchos momentos en los que es obvio que lo hace, indicando que Feig y compañía conocían el camino para lograr que la gente se acostumbrara a una nueva generación de Cazafantasmas, y encima cambiando el género.

El resultado, en resumen, es bastante desigual. Al final, pueden más las luces que el carisma. Lo improvisado y lo cómico quedan algo apagados ante decisiones conscientes que se ven claramente equivocadas, que afectan sobre todo al segundo acto, y lo prometido no termina de ofrecerse del todo. Lo cierto es que acaba siendo una de esas películas de complicado juicio, porque hay un poco de todo para salir contento, pero se está lejos del entusiasmo. Hay fantasmas, muchos, hay escenas rehechas de la película original (la primera, sin ir más lejos), que convencen y mucho, hay bromas muy divertidas, hay muchos efectos visuales, e incluso los cameos más insustanciales (¿se puede considerar cameo el desaprovechado papel de Charles Dance?) acaban dejando una leve sonrisa en el rostro del espectador. Pero hemos perdido tanto tiempo hablando de tonterías que al final estas Cazafantasmas han quedado en un segundo plano. Y al menos merecen pasar un rato con ellas.

viernes, agosto 05, 2016

'Escuadrón Suicida', DC sigue sin encontrar su lugar

Por Sonia Rodríguez Fernández.

Lejos de ser una película de superhéroes cómo las que venimos viendo de un tiempo a esta parte, y más del estilo de Deadpool por su peculiar humor y personajes, Escuadrón Suicida, la nueva película procedente del universo DC y dirigida por David Ayer (director de otros filmes como Corazones de Acero y guionista de Training Day), se queda a las puertas de nuevo, como ya ocurrió con Batman v Superman, del sí pero no a la hora de convencer, tanto en personajes como en trama argumental. Aunque ágil y entretenida, comete el fallo de centrarse más profundamente en unos personajes más que en otros, no ser muy fiel a la historia, y utilizar un malo más malo todavía que los protagonistas que convierte la película más en una trama de ciencia ficción que en una historia propia de los cómics de DC.

Escuadrón Suicida cuenta con un elenco de lujo: Margot Robbie (El lobo de Wall Street, Tarzán), en el papel de Harley Quinn, Will Smith (Ali) como Deadshot, la modelo Cara Delevigne (Ciudades de papel) como Encantadora, Jai Courtney (Terminator Génesis) cómo Capitán Boomerang, Adewale Akinnuoye-Agbaje (Thor. El mundo oscuro) irreconocible como Killer Croc, Karen Fukuhara como Katana y dirigiéndoles a todos ellos para evitar el desmadre, el teniente Flag encarnado por Joel Kinnaman (Robocop). En torno a este alocado grupo se erige la Agente Amanda Waller (Viola Davis), propulsora del proyecto que pone en la calle a este particular grupo. Destacan también las apariciones de, por un lado, el singular Jared Leto (Dallas Buyers Club) cómo el excéntrico Joker, y por supuesto del justiciero de Gotham City, Batman, papel que ya ha hecho suyo Ben Affleck desde su aparición en Batman v Superman.

¿Y qué hay de bueno en esta ambiciosa producción? El ritmo, que es dinámico y hace entretenida la película. La música, con temas de ahora y de siempre, como se suele decir, aportando mucho a la trama, como ya se hizo con los Guardianes de la Galaxia, con temas cómo Without Me de Eminem o Know Better de Kevin Gates. Una conseguidísima Harley Quinn, demostrando que Margot Robbie se adapta a lo que echen, y un Batman, que, a pesar de su breve aparición, deja claro que, aunque fue muy criticada, la elección de Ben Affleck fue todo un acierto. Gran parte de la trama cumple con su cometido, mostrarnos el trasfondo de la historia: que ni los malos son tan malos, ni los buenos son tan buenos, y, que definitivamente, la unión hace la fuerza.
  

¿Y lo malo? Desgraciadamente más que lo bueno... Un Capitán Boomerang totalmente irrelevante para la trama, rayando lo absurdo, una Encantadora sobreactuada e insípida, un favoritismo por algunos integrantes del Escuadrón, a saber Smith y Robbie, y lo más impactante: El Joker. Meses nos llevan pintando un Joker sádico y terrorífico que no se ha quedado más que en agua de borrajas. Primero, por la caracterización absurda a caballo entre un mafioso y un matón tatuado; segundo por perder la esencia del Joker como personaje; y tercero, por la vuelta de tortilla a toda la historia entre él y Harley Quinn (cierto es que la química conseguida entre ambos es muy buena) que hace plantearse si los guionistas se han leído los cómics que intentan plasmar en algún momento. Difícil lo tenía, es cierto, Jared Leto después del JOKER, con mayúsculas, que nos dejó Heath Ledger, pero nada que ver con lo que se nos hizo creer y no fue. En definitiva, DC todavía sigue sin encontrar su lugar, pero es un pequeño paso hacia el camino correcto.

viernes, julio 29, 2016

'Zipi y Zape y la isla del capitán', poco Zipi y Zape

Es curioso que lo peor que se puede decir de Zipi y Zape y la isla del capitán, igual que con la primera película de esta franquicia, Elclub de la canica, esté en el título y en el material de referencia que tiene la cinta de Oskar Santos. Porque, seamos claros, no hay mucho del Zipi y Zape de Escobar en estos Zipi y Zape de carne, hueso y celuloide. Había algo más en el primer intento, pero ya no lo hay en este segundo, por mucho que se quiera conservar algo de la naturaleza gamberra de estos dos hermanos para construir la historia en base a su comportamiento. Pero es obvio que Santos ha decidido usar a estos personajes para construir un universo nuevo. Si El club de la canica bebía descaradamente de Harry Potter y Los goonies, La isla del capitán lo hace de Peter Pan y de clásicos literarios como los de Julio Verne. Aun con estos referentes, es bastante obvio que no estamos ante una película ambiciosa.

Zipi y Zape y la isla del capitán es una cinta resultona, incluso a ratos bien hecha incluso en sus abundantes efectos visuales.  Es un título infantil que simplemente busca entretener. Y eso, probablemente contra todo pronóstico teniendo en cuenta que estamos hablando de una secuela de un filme que ya tenía sus limitaciones, es algo que logra, incluso aunque asumamos los garrafales errores que tiene en la construcción de sus personajes, que actúan sin que en realidad sepamos por qué. Santos ha encontrado una fórmula en la que está cómodo, la de explotar a un grupo de niños en un entorno de fantasía y con un actor fe renombre para dar lustre a la producción. Si el primero en abordar ese papel fue Javier Gutiérrez, ahora le toca el turno a Elena Anaya, que cumple con la propuesta sin síntomas de aburrimiento o divismo, que son los dos grandes peligros cuando se opta por esta vía para que el cartel tenga más peso.

¿Sufiente? Para un público infantil puede que sí, para un adulto está claro que no. Y no porque la película no entretenga, porque tiene el ritmo para hacerlo, sino porque Zipi y Zape y la isla del capitán es totalmente consciente de que está exigiendo un esfuerzo enorme al espectador para ir creyéndose todo lo que está viendo, cada vez más delirante y rozando el sinsentido por momentos. Al menos, el reparto aguanta, aunque tiene su aquel que para los gemelos protagonistas de la historia se haya buscado a dos chavales que se parecen más bien poco en lo físico, Teo Planell y Toni Gómez, rompiendo también desde ahí la ya escasa vinculación con las viñetas de Escobar. Aunque a ratos los diálogos suenan tan artificiales como en El club de la canica, sí se puede decir que uno de los mayores méritos de Santos es haber sabido dirigir a un puñado de actores infantiles para que se ciñan a lo que necesita la película en cada momento.

La conclusión es que las viñetas españolas siguen esperando del cine español de imagen real una adaptación fiel (que no necesariamente literal) y que no necesite agarrarse a otros elementos para encontrar público. Ni El Capitán Trueno y el Santo Grial, ni los intentos de Javier Fesser de dar vida a Mortadelo y Filemón (sí lo logró con su película de dibujos animados, Mortadelo y Filemón contra Jimmy el Cachondo), ni Anacleto, agente secreto han sido lo que necesitaba la obra de los grandes historietistas españoles para sentirse justamente honradas. El consuelo es que estas cintas al menos colocan los nombres de estos tebeos en boca de un público que probablemente nunca se acercaría por sus propios medios a estos títulos. ¿Pero realmente se consigue así el respeto que merece, en este caso, el Zipi y Zape de Escobar? Lo más probable es que no.

viernes, julio 15, 2016

'Infierno azul', gozando de lo asfixiante

Si tenemos a un escualo incordiando, resulta inevitable pensar en la película definitiva sobre la materia, Tiburón. Steven Spielberg aterrorizó al mundo de tal manera que incluso en la playa más tranquila había y que mirar dos veces buscando la aleta que indicara el peligro. Con semejante precedente, hay que tener un punto de osadía (¿de locura?) para hacer una nueva película con un tiburón como eje. Sin contar con el admirado surrealismo de serie B que supone Sharknado, Renny Harlin ya ofreció un intento atractivo en Deep Blue Sea, pero lo que ha hecho Jaime Collet-Serra en Infierno azul es algo notable. Con alguna concesión a un tono videoclipero que tampoco le beneficia demasiado pero usando muy bien las armas que tiene a su disposición el director, la película convence con lo que propone, un mal rato, una situación agobiante de esas con las que un espectador goza. Nos gusta que los protagonistas lo pasen mal, y Collet-Serr lo muestra muy bien.

El realizador, que ya tiene una amplia experiencia en el manejo de estas situaciones, es un tipo que sabe dosificar el ritmo y que saca muchísimo partido de los escenarios en que acontecen sus películas. No hay más que ver la espléndida persecución automovilística de Sin identidad para apreciar este talento del realizador, y en Infierno azul llega a su máximo exponente. A Collet-Serra le va la belleza y la exprime de una manera sobresaliente. La belleza de Blake Lively, muy metida en un papel complicado por la ausencia de compañía en casi todo el metraje, y del que sale más que airosa. La belleza también del escenario, una playa paradisíaca que acaba convirtiéndose en el infierno de la chocante traducción del titulo en España (el original, The Shallows, viene a ser algo así como Aguas poco profundas). Y belleza en los planos acuáticos, mucho mas adecuados aunque digitales en algún que otro aspecto que los de aquel horror que fue Point Break.

Sí que es verdad que Collet-Serra, además de ser hábil, es un buen embaucador. En realidad, Infierno azul no cuenta gran cosa, como por ejemplo no la contaba Enterrado, la propuesta de Rodrigo Cortés para que quien lo pasara mal fuera Ryan Reynolds dentro de un ataúd bajo tierra. Una mujer va a surfear a una playa alejada de toda civilización y se encuentra con un tiburón que le hace la vida imposible. Ya está. Así de fácil, así de sencillo. Tanto, que no hay elemento que coloque en la pantalla que vaya a tener una utilidad a lo largo de la película. Todo está previsto, como si fuera un videojuego de los años 80, para que el personaje utilice cada objeto para resolver el dilema de cada momento crítico. Y eso desemboca en lo que acaba resultando el punto más débil de la película, que su resolución es del todo asombrosa y con un punto de inverosímil, algo que no se corresponde con ese paso previsible que tenía el formidable agobio anterior.

En otras palabras, Collet-Serra nos conduce por vías conocidas en su Monkey Island para acabar ofreciendo un final más propio de Tomb Raider. Pero ese es el videojuego que propone. Esa es la agradable montaña rusa que planifica, con las pequeñas y suficientes muestras de que hay un personaje debajo del bikini y del neopreno de Blake Lively que tan bien explota, aunque al final algo improvisadas como se aprecia en la escena final de la película, que tiene unos diálogos cargados de una moralina artificial. Pero siempre se agradece que Collet-Serra tenga la valentía y la osadía de no hacer Tiburón otra vez. Siempre se encuentra placer en la forma en la que muestra los ataques del animal, buscando algo original. Y, desde luego, es notable el entretenimiento que propone. Contenido en sí mismo y sin más objetivo que el disfrute mediante el sufrimiento del personaje protagonista. Y como Infierno azul eso lo consigue, no hay mucho que reprocharle.

viernes, julio 08, 2016

'Mi amigo el gigante', el Spielberg más irregular

Cuando se siente en cada plano que Steven Spielberg es un director mucho más capaz que la inmensa mayoría de los realizadores que a día de hoy llegan a llevar sus películas a los cines, no alcanzar la excelencia deja sensaciones encontradas. Se puede establecer sin mucho margen de error que Mi amigo el gigante es, probablemente, el filme más irregular de la carrera del genial realizador. Tiene momentos deslumbrantes, es la enésima demostración de que con una cámara en la mano (o en el ordenador, que mucho de eso hay aquí) Spielberg es capaz de hacer lo que sea, de que el espectador se crea todo cuanto coloca en el cuadro, sea realista o fantástico. Pero al menos tiempo es una película a la que le cuesta mucho arrancar, y que en realidad no alcanza su verdadero potencial hasta el tercio final, que es cuando definitivamente remonta y se convierte en el maravilloso cuento que es el relato de Roald Dahl en que se inspira y que Melissa Mathison convirtió en su último trabajo.

Tras la atractiva pero también lenta El puente de los espías, cabe preguntarse si Spielberg ha entrado en una fase en la que le importan más otras cosas que el ritmo. Mi amigo el gigante sería el segundo título consecutivo en el que se pierde el frenesí que incluso sus películas menos alabadas tenían. Por mucho que la factura pueda parecer una pequeña ruptura en el cine de Spielberg, por el exceso de trucajes digitales que sirven para construir este mundo, la película se adentra en terrenos de fantasía que ya ha transitado a lo largo de su filmografía. Quizá un referente claro sea Hook. Pero en el fondo hay más rastros de Mi amigo el gigante en otras películas, Y siempre queda el placer de ver de nuevo a Spielberg dirigiendo con el tino de antaño a actores infantiles, en este caso a una carismática y simpática Ruby Barnhill, que da muy buena réplica a un no menos espléndido Mark Rylance digitalizado en el gigante.

¿Pero cuál es el problema de Mi amigo el gigante? Se ha hablado mucho de que al festín visual, irrefutable, le falta alma. Puede ser, pero en realidad el alma sí se ve en el tramo final de la película, cuando Spielberg conjuga de una manera admirable, sobre todo en las escenas de palacio, el humor que cabe esperar de una fábula infantil como la que escribió Roald Dahl con la magia visual que siempre ha caracterizado al cineasta norteamericano. Por eso da la impresión de que el problema es otro, es más bien el ritmo, que la película tarda muchísimo en arrancar, y después de una formidable escena inicial, una virguería visual en la que el gigante va camuflándose entre las sombras del Londres nocturno para volver al país de los gigantes sin ser visto, la relación que se establece entre ese ser gigantesto y la pequeña Sophia no termina de cuajar. Lo hace mucho más adelante, pero habiendo dejado demasiadas sombras, incluso quizá algo de aburrimiento, en el primer tercio.

Sería muy exagerado decir que Mi amigo el gigante es una decepción, pero no se puede esconder que en esta fase de su filmografía Spielberg no está consiguiendo películas que hagan justicia a su genialidad. Se ve en muchos momentos, se atisba en otros, el entretenimiento que siempre ha sido capaz de sacar de cada una de sus historias sigue ahí, en esta ocasión con especial énfasis en un público de menor edad del habitual, pero no termina de enamorar como lo ha venido haciendo incluso con cintas que a día de hoy permanecen claramente infravaloradas (y esas son unas cuantas). Mi amigo el gigante, en todo caso, es un curso acelerado de cómo rodar una película de escenarios y criaturas digitales haciendo que el asombro campe a sus anchas por el patio de butacas. Es apasionante ver a un tipo tan clásico como Spielberg amoldándose de esta forma al cine del futuro, aunque en esta película sea difícil ver tanta pasión de verdad como ha venido desprendiendo siempre.

jueves, julio 07, 2016

'Money Monster', falta algo de valentía

Cuando acaba Money Monster dan ganas de cabrearse con Jodie Foster, porque ha dejado escapar la opción de firmar un clásico de envergadura. Quizá algunas de las cuestiones que hacen que se pueda ver esta oportunidad perdida no sean responsabilidad suya, pero es quien firma, así que es sobre quien cargar esa pequeña desilusión, que confirma que el cine mejora cuanto más valiente es. Y Money Monster, que lo tenía todo para mostrar una enorme osadía, al final se conforma. Y es una pena, porque hasta ese momento había elementos sobrados para valorar que Foster había sabido entender la cruda realidad económica que mostraba La gran apuesta y la charlatanería mediática que mostraban cintas tan dispares pero igualmente míticas como Network o El show de Trunan. Pero prescindamos por un momento de esa sensación final. Hasta llegar ahí, Money Monster es una película con muchísimos aciertos.

Así, es un retrato brillante, mordaz e incisivo de cómo somos sistemáticamente engañados por los poderes económicos y mediaticos, con pinceladas de humor negro, con temas abiertamente interesantes sobre la mesa, con momentos absolutamente brillantes. Pero falta el remate. Falta que Foster se hubiera convencido de que podría haber hecho una obra mucho más redondo. Y no es que Money Monster sea mala, al contrario. Su ritmo es trepidante, sus actuaciones más que convincentes, y su puesto en escena la adecuada. Foster rueda muy bien. Sus películas incluso están mejor montadas. Y saca lo mejor de sus actores, un George Clooney que arranca con tintes cómicos que le sientan francamente bien, una Julia Roberts concentrada y nada previsible, e incluso un Jack O'Connell que resiste en el cara a cara con Clooney sin mucho problema y confirmando que, poco a poco, es un actor muy a tener en cuenta.

Pero falta ese paso que convierta lo bueno en sublime. Por momentos se intuye que se puede dar en esta historia, la de un tipo que, arruinado por la mala praxis de un empresario sin escrúpulos (al que da vida Dominic West) y un showman sin responsabilidad alguna que presenta un poco serio y riguroso programa económico en televisión, decide pasar a la acción y asalta el plató en el que se graba dicho programa para pedir, pistola en mano, que le expliquen por qué han desaparecido sus ahorros. Pero no sólo no termina de llegar ese paso que habría merecido un sincero aplauso para el filme, sino que un final buenista arruina algunas de las cuestiones que se ponen encima de la mesa, justo cuando la película había ofrecido un giro fascinante (un secreto que tenía guardado este ciudadano arruinado) y cuando estaba alcanzando un clímax emocional que sí culminaba con acierto el thriller que había construido hasta ese punto Foster.

Con la que está cayendo en la vida real, casi parece increíble que lo que cuenta Money Monster, más que en una historia de ficción, no se haya convertido en un suceso de primera plana. Es ahí donde radica la fuerza de la película, en que la conexión con todos los protagonistas es inmediata, gracias no sólo a la historia sino también a unos diálogos que son muy incisivos en buena parte del filme. Impacta lo económico, lo social y lo mediático. Pero cuando Foster se asoma al precipicio, decide retirarse y deja su pretendida obra a medio consumar. No arruina en absoluto el notable entretenimiento que ofrece pero sí deja pasar la ocasión de que su película fuera algo más que eso. No es algo que sea exclusivo de este filme de Foster, eso está claro, pero de alguien como ella quizá sí cabía esperar esa osadía para rebelarse también contra una situación que aborda de forma admirable desde un punto de vista expositivo pero que en sus conclusiones deja algo que desear.