viernes, junio 26, 2015

'San Andrés', un horror divertido

En Hollywood debe de haber un testigo invisible que se van pasando de película en película para confirmar que sigue siendo posible hacer peores películas, con personajes más planos, situaciones más inverosímiles, diálogos más absurdos y tópicos más lamentables. No hay otra forma de entender que se hagan filmes como San Andrés, un nuevo acercamiento que no vuelta de tuerca al manido subgénero del cine de catástrofes. Vista con un mínimo de rigor cinematográfico, es una película que pide a gritos ser despellejada. Es, y hay que decirlo con total sinceridad, francamente mala. Un horror. Pero, qué cosas, es un horror divertido. ¿Cómo es eso posible? Hay quien lo llama placer culpable, aunque probablemente se pueda resumir en que a todos nos gusta ver un buen puñado de escenas de sana destrucción salvaje, porque eso es con diferencia lo mejor que ofrece San Andrés, unos apabullantes efectos visuales y sonoros para dar el mayor verismo a los terremotos. Y ahí la película sí es sobresaliente. Pero sólo ahí.

Empezando por eso, por lo bueno, el esquema es en realidad sencillo de seguir. Si esto tiene que ser una película de terremotos, hay que hacer que queden completamente destruidos algunos monumentos populares incluso fuera de Estados Unidos. Está en el manual y, llevando la acción sobre todo a San Francisco, eso está más que logrado. Pero los efectos, esos que en los últimos años parecen haber entrado en un terreno bastante acomodado en el cine norteamericano, lucen bastante bien en casi toda la película. Hay una buena mezcla entre efectos en plató y efectos en el ordenador para que la sensación sea la de estar realmente en el centro del terremoto. Técnicamente es una película irreprochable, y eso últimamente no se estaba viendo en el cine de gran presupuesto de Hollywood, ni siquiera en el que cinematográficamente es muy superior a San Andrés. Pero, claro, quitando esto, la película es de las de padecer lo peor de ese manual sobre hacer cine tan tópico que nadie se atreve a escribir.

San Andrés utiliza una familia tópica y vista mil veces, formada por unos personajes tan planos y previsibles que a veces asusta. Más que la película, lo que uno pagaría por ver es la reunión con los altos ejecutivos que pasan, y probablemente con entusiasmo, algunas de las escenas que hay en este filme. Incluso partes de la misma premisa de la película son absurdas, planteando una acción paralela, por un lado un científico que proclama que tiene la capacidad de predecir los terremotos, una trama que si se analiza aún con desgana no tiene ni pies ni cabeza (y sólo sirve para recuperar la presa Hoover como escenario y colocar a Paul Giamatti en una película en la que no coincide con ninguno de los nombres que aparece en el cartel), y por otro la de un padre (Dwyane Johnson) que trabaja en emergencias y va en busca de su hija (Alexandra Dadario) y de paso recoge a su mujer (Carla Gugino), a la que sigue queriendo a pesar de que le ha pedido el divorcio y se ha ido a vivir con otro hombre (Ioan Gruffud). Tópico, ¿verdad? Pues es aún peor.

Si hay que dar una medalla al peor personaje del año, el de Gruffud tiene todas las papeletas. Si hubiera una película que en realidad pregona un machismo visual sin límite (todas lucen un escote lo sufcientemente visible como para que sus carreras por la acción estén pensadas para que su anatomía se mueva lo más posible), por mucho que quiera disimular dando a las mujeres un papel activo en la acción. Ah, y por supuesto luciendo banderas americanas por todas partes, patrocinios nada disimulados, música fanfárrica por doquier y un espíritu de superación que a veces supera lo ñoño. Y el caso es que, viendo la acción, a ratos sobresaliente y visualmente muy atractiva, Michael Bay suspiraría por hacer una película así. Porque Brad Peyton ha logrado filmar una historia en la que se rompen más cosas que en los filmes de Bay, con mucho más sentido y de una forma visualmente mucho más atractiva. Pero, como película, mala es un rato, hay que insistir en ello.

'Espías', Jason Statham y Rose Byrne arrasan en la fiesta de Paul Feig y Melissa McCarthy

Nueva película de Paul Feig con Melissa McCarthy y nuevo despliegue de gags, bromas, y chistes del mismo estilo de lo ya conocido. Como suele suceder en estos casos, quien se haya reído con La boda de mi mejor amiga o Cuerpos especiales, también se reirá con Espías, porque repite las mismas constante y el humor gamberro de aquellos dos filmes. Pero aquí hay una sorpresa, y es que hay dos actores que arrasan en el entorno ya trillado de director, escritor y protagonista (que nadie se deje engañar por el cartel español de la película, la protagonista es Melissa McCarthy de forma indiscutible): Jason Statham y Rose Byrne. El primero demuestra tal sentido del humor riéndose de sí mismo y su más absoluto encasillamiento que es imposible no reírse con él en sus divertidos diálogos, los más acertados de todo el filme. Y la segunda es una actriz de tanto talento, aunque no se le reconozca demasiado a menudo, que tampoco se le resiste el papel de comedia que le ofrece Feig.

La presencia de Statham y Byrne consigue, de hecho, que las dos horas exactas del filme (por si alguien tiene interés, durante los títulos de créditos se deslizan algunas bromas en el grafismo y a su fin hay una toma falsa) no se hagan demasiado largas. Porque, en realidad, lo parecen durante la película, que tiene un ritmo tan apabullante (y no necesariamente en el buen sentido) de gags que parece increíble que haya conseguido alargarse tanto. No hay una historia brillante, ni siquiera apañada, sino una incontenible acumulación de chistes. Eso, aunque Feig no sea consciente, es un problema, porque aumenta el nivel de error y multiplica la presencia de momentos sin gracia. Los hay muy divertidos, eso está claro, pero siendo tantos los intentos y siendo el filme tan largo es difícil escapar de esa irregularidad... si no fuera, de nuevo hay que insistir en ello, por Statham y Byrne, cuyas dosificadas presencias (más la de él que la de ella) aportan brillantez al conjunto.

Feig arranca la película como una parodia de James Bond, a lo que ayuda el carisma de Jude Law (y su esmoquin) y los títulos de crédito y la banda sonora bondianos que Feig utiliza, recursos tan fáciles de reciclar como efectivos. Pero después, aunque se mantenga el homenaje al cine de espías por el constante cambio de escenario (y esa querencia tan de 007 por diversas localidades europeas), en cuanto McCarthy toma el protagonismo absoluto de la película, Espías se desliza a los terrenos más comunes. Y ahí volvemos a lo mismo de siempre en las comedias: o se aprecia a su protagonista o la película puede convertirse en una experiencia de difícil digestión. Es tan descarada la decisión de dejarlo todo en manos de McCarthy que lo sorprendente es que Statham, que no es precisamente un gran actor, o Byrne, que no se ha distinguido hasta ahora por ser una gran cómica, sean capaces de destacar con tanta claridad e independientemente del papel que les reserva el guión.

Aunque el doblaje supone una tergiversación de la experiencia, hay chispa en los diálogos, y ahí, toda una sorpresa, es donde destaca Statham. Byrne tiene presencia, una sorprendente vis cómica y una elegancia total, pero Statham arrolla en cada escena en la que aparece. Y por eso duele menos la duración, la exageración visual para hacer creíbles las habilidades en el cuerpo a cuerpo del personaje de McCarthy o la simplista trama, supeditada siempre al momento cómico. En realidad, tampoco es que Espías aspire a ser mucho más de lo que es, y en su terreno cumple razonablemente bien. No es la comedia más sofisticada del mundo (¿siguen haciéndose comedias de ese tipo?), pero saca del espectador, incluso del menos propenso al género, más de una risa. Incluso alguna carcajada. Pero sí, la culpa la suelen tener Statham o Byrne, mucho más que McCarthy o Feig, que en todo caso superan con creces los resultados de Cuerpos especiales.

viernes, junio 19, 2015

'El niño 44', un fallido galimatías

Cuando acaba El niño 44, la sensación es de total desazón. Una película que tenía muchos elementos para ser al menos interesante termina siendo un fallido galimatías que, en realidad, no hay por donde coger. Y es una pena, porque sólo con el esfuerzo de Tom Hardy para dar vida al protagonista ya se podían tener esperanzas de ver algo más que digerible. Pero no. Ni siquiera se acerca El niño 44 a la película aceptable que podría haber sido. Daniel Espinosa dirige un filme extraño, que no sabe si quiere ser un retrato de la sociedad soviética stalinista, un thriller de misterio, un clásico whodunit o un descenso personal a los infiernos. Al final, hay algún elemento de interés que se atisba en cada una de esas facetas pero ninguna de ellas rompe con la suficiente fuerza como para ser el corazón de la película o siquiera para levantarla de su caída libre, convirtiéndose en una procesión de temas y personajes que no terminan de encontrar demasiado sentido ni de fascinar demasiado.

El principal problema está ahí, en que no queda claro qué quiere ser El niño 44. Hay un primer momento en el que parece que la película se decanta por algo, pero para entonces ya ha transcurrido una larga media hora que nada tiene que ver con ese giro que hace albergar algunas esperanzas. Y luego la película gira otra vez. Y otra. Y otra más. Para llegar, además, a ningún sitio. La misma duración es un problema enorme en el filme, porque es muy difícil entender que en unos innecesarios 137 minutos no haya una concreción más sólida y que se cuenten tan pocas cosas de interés. No se justifica por ningún lado tanto metraje para tan poca cosa, y eso incluso acentúa una cierta sensación de aburrimiento que se llega a sentir en más de un momento de esas más de dos horas de película en las que se presenta a un asesino sin carga emocional ni historia justificable, un antagonista mal construido y hasta un personaje que aparece en el filme pasada ya una hora de película que está llamado a ser coprotagonista y que está horriblemente dibujado.

Tom Hardy es, de largo, lo mejor que ofrece El niño 44. Es el único que consigue hacer creíble el innecesario acento ruso que tienen todos los personajes, una de esas extrañas manías del cine moderno que se pueden aborrecer con películas como esta. Si se quiere que los actores tengan acento ruso, ¿por qué no hay rusos en el reparto? ¿Qué sentido tiene rodar la película en inglés si se quiere obligar a los actores a hablar de esa manera? Y más cuando muchos de los intérpretes se saltan esa exigencia a conveniencia. Puede parecer un matiz banal, pero acaba siendo otro elemento más que causa malestar en el espectador, lo que se suma a los flagrantes problemas de guión, su mal montaje, su escaso ritmo, sus exageradamente alargados pasajes (¿qué aporta el regreso a Moscú en busca del testigo?) o su exageradísima capacidad para asimilar casualidades imposibles en la historia. Eso es, en realidad, lo que más molesta en la película, que hay muchas escenas innecesarias y muchas muy mal explicadas.

Y eso molesta más cuando se tiene una ambientación lograda y un reparto a priori interesante. Por un momento ves a un Gary Oldman brutal en el que la película puede apoyarse, pero acaba perdido por un guión no ya inocente sino más bien torpe. Parece que Noomi Rapace puede ofrecer un contrapunto interesante, pero su historia se desinfla de una forma asombrosa. Y el personaje de Joel Kinnaman, centro de muchas de las incoherencias de la película, acaba siendo la forma en que la historia encuentra explicaciones a lo inexplicable. Espinosa no ayuda demasiado, rodando las escenas más intensas de la cinta con un descontrolado movimiento de cámara que invita a dejar de mirar y esperar a que todo termine. Eso es, de hecho, El niño 44, porque al final uno no tiene demasiado claro ni lo que ha visto ni por qué lo ha visto. No tiene trascendencia el origen del protagonista, ni el caso que investiga, ni el análisis social que plantea, y todo acaba en el mismo punto en el que empezó pero con un mensaje buenista difícil de digerir.

'Ahora o nunca', una fórmula agotada

En algún momento, alguien pensó que las películas de bodas eran un material perfecto para hacer comedias. Pero hay ya tal saturación de títulos que parten de esa excusa que quizá habría que plantearse la necesidad de olvidar los enlaces y sus celebraciones al menos por un tiempo, porque la fórmula está agotada. Esta es, por supuesto, una visión que un sector del público no va a compartir. Porque de la misma manera que Ahora o nunca da la impresión de no ser una película particularmente divertida, también parece una que tiene un segmento de público que la va a acoger con agrado, aunque sólo sea por sus dos protagonistas, Dani Rovira y María Valverde, y al menos una de sus secundarias, Clara Lago. En realidad, se puede decir que el éxito de la película entre quienes no lo tengan muy claro descansa en las espaldas de Rovira. Si él cuela, la película también. Pero si no es el caso, se notará esa sobreexplotación de chistes y situaciones en que se convierte el filme, una sucesión de gags más que una historia con vocación de ser redonda.

El principal dilema que plantea Ahora o nunca es doble. Por un lado está ese explotadísimo tema central. ¿Algo de originalidad en la forma en que lo trata? La verdad es que no. Incluso la novedad de tener por separado a novio y novia, Rovira y Valverde, acaba jugando en contra de la historia, porque da la impresión de estar viendo dos relatos bastante poco conectados (incluso tres, lo del autocar es directamente prescindible y bastante cargante, además de la mayor incongruencia temporal del guión). Y por otro lado está la excesiva dependencia de los actores para que la película se sostenga. Una cosa es aprovechar un talento más o menos indiscutible de un actor y otra dejar el filme completamente en sus manos. Eso hace que sobre todo Dani Rovira sea el elemento que permite valorar la película de una forma más adecuada. Si él hace gracia, la película se salva. Si no, se pierde. Y las sensaciones que deja el filme están más cercanas a lo segundo porque no es precisamente Rovira el protagonista de los chistes más salvables.

Está más que claro que Ahora o nunca es una película pensada para reproducir éxitos cercanos y lejanos. Ocho apellidos vascos, con la espléndida recepción que tuvo entre crítica y público, pide un producto similar lo antes posible, como también parece inagotable, y ya hay que decir que por desgracia, lo que ya casi se ha convertido en un subgénero, las películas de bodas. En esa línea, puede ser un producto pasable, gracias sobre todo a su contenida duración. Tampoco es un filme que provoque la ira del espectador ni tiene una calidad infame, no es eso. Pero sí acaba motivando una indiferencia bastante notable. Más que a los personajes, que más allá de ese afán organizador que tiene el novio no tiene grandes características personales o emocionales que despierten una empatía inmediata, estamos viendo a los actores. De ahí la necesidad de que caigan bien antes incluso de ver la cinta para que esta se pueda disfrutar.

Pero en general, incluso entre quienes la abracen con simpatía como el producto perecedero que es, la sensación que queda es la de película fácil y de consumo muy, muy rápido. Tan pronto como se ha visto, se olvida, sin que haya personajes, situaciones o incluso postales (que Ahora o nunca también aprovecha ese recurso tan manido en el cine contemporáneo de buscarse un escenario reconocible como fondo, destacando Amsterdam en este caso) que merezcan permanecer en la memoria del espectador. María Ripoll tampoco aporta nada especial para que Ahora o nunca sea algo diferente de todo esto, ni sortea el gran problema de presentar una comedia que no es divertida en demasiados de sus episodios. Y si no es divertida, mal vamos. Se acepta que la comedia es el género más difícil, pero también hay que exigir algo más, porque de lo contrario el género se quedará tal y como parece estar con demasiada frecuencia: estancado en los mismos temas, gags y tics de siempre.

viernes, junio 12, 2015

'Lejos del mundanal ruido', buen reparto con un tiempo descontrolado

Sin pensar en adaptaciones previas o en la novela en la que se basa, Lejos del mundanal ruido invita rápidamente a fijarse en dos cuestiones fundamentales. La primera es su reparto, probablemente lo mejor de una película que se mueve muy correctamente por la historia, resultando difícil no centrarse en la siempre llamativa Carey Mulligan, muy bien acompañada por un trío masculino, el que forman Matthias Schoenaerts, Michael Sheen y Tom Sturridge. La segunda es su manejo del tiempo, que es quizá lo que menos convence de la película de Thomas Vinterverg. No convence porque, a pesar de que se introducen escenas de cosecha para mostrar el paso del tiempo y a que hay algunas alusiones a ese mismo aspecto, incluyendo una fiesta navideña, es imposible decir cuánto ha transcurrido entre el comienzo y el final o cuánto pasa entre escenas que resultan clave, ya que los personajes no parecen cambiar y porque las elipsis no están controladas y se echa en falta algo más de información para rellenarlas.

Y eso que no es una película excesivamente corta y se queda a un solo minuto de las dos horas, pero aún así el montaje se convierte en su mayor debilidad. Thomas Vinterberg, que salta al cine anglosajón después de la portentosa La caza con esta nueva adaptación de la novela de Thomas Hardy (la quinta, siendo la más conocida la que en 1968 dirigió John Schlesinger con Julie Christie y Terence Stamp encabezando su reparto), no domina el ritmo con tanto acierto como en aquella, aunque el gusto por las elipsis y por dejar que sea el espectador el que ate cabos sigue muy presente en su forma de entender el cine. No obstante, lo cierto es que aquí eso es más un demérito que un acierto (no hay más que ver la forma en la que la joven Fanny Robin regresa a la historia en el último tercio). Quizá no sea un defecto trascendental y no afecta tanto a la película como para dejarla en mal lugar, pero con algo más de acierto en este terreno sí podría haber conseguido que fuera algo más redonda.

Con ese defecto, hay que reconocer que los dos puntales obvios en una película de estas características los tiene. Por un lado, es una película de factura impecable, bien rodada porque todo lo que aparece en el encuadre encaja a la perfección en esta historia de época, trajes y escenarios, pero sobre todo actitudes y comportamientos de los personajes. Todo está perfectamente medido, quizá incluso demasiado, lo que resta algo de espontaneidad a la historia pero no en lo visual. E hilando con eso último, sobresale el reparto. Carey Mulligan es una actriz que fascina con cierta facilidad, y encuentra un tono comedido que encaja bastante bien con el de Matthias Schoenaerts. Eso sí, del trío masculino, y quitando algún momento magnífico de Tom Sturridge (cuyo personaje es claramente el peor perfilado de los tres, cayendo en la descripción fácil y no demasiado elaborada), es imposible no adorar la sutileza de Michael Sheen, un actor formidable que probablemente no tiene el reconocimiento que merece y que posee una exquisita versatilidad.

De hecho, si hay que buscar las mejores escenas de la película es difícil no incluir en ellas dos de las del propio Sheen, una conversación con Mulligan y otra con Schoenaerts en las que este intérprete muestra una sensibilidad sobresaliente. Ambas dan la mejor medida de la película y muestran que su funcionamiento es bastante correcto. Y es que, en general, o hay grandes sobresaltos, ni siquiera las escenas pensadas para quedarse en la retina (las habilidades de esgrima de uno de los tres personajes masculinos) sobrepasan lo correcto, pero tampoco hay más obstáculos para disfrutar la película que el mencionado manejo del tiempo. Lejos del mundanal ruido se convierte así en una cinta que se deja ver con bastante facilidad, en la que sus actores logran que la película adquiere un tono muy adecuado y donde el cuarteto amoroso, aún siendo previsible, se construye con bastante naturalidad.

jueves, junio 04, 2015

'Insidious. Capítulo 3', un año cero resultón pero algo flojo

Sin James Wan, Insidious es menos Insidious en este Capítulo 3, que en realidad no es una secuela de la segundaentrega, sino una especie de año cero de la mitología que se mostró en la primera. Y el producto final es resultón. Algo flojo, eso sí, porque la película incide en los clásicos errores del cine de terror moderno y porque hay muchas situaciones o especialmente bien resueltas, pero desde luego sí parece algo suficiente para los aficionados al género porque está hecha con cierto oficio, a pesar de ser la primera película como director de Leigh Whannell y que obviamente no tiene los recursos que Wan mostró a la hora de completar los huecos de la primera entrega con la secuela. Por esa razón, esta tercera película, con un cambio de protagonistas y dando un papel esencial a una secundaria de las dos anteriores películas, siempre parece lo que es, un intento de estirar el chicle, poner una vez más el título de Insidious en la pantalla y ganar unos cuantos dólares más. Con cierta dignidad, pero es así.

Lo que sigue sorprendiendo es que en películas de gran estudio siga habiendo errores tan flagrantes, fallos de continuidad, guiones que no respetan demasiado a los personajes que introducen o reglas un tanto difusas de estos fantasmas que acechan en el cine de terror contemporáneo. De todo ello hay en esta tercera parte de Insidious, lo que limita el resultado final a una historia más o menos aceptable, con los sustos habituales y una forma de entender el género demasiado sencilla como para pensar que este título tiene algo más que decir que la satisfacción del aficionado ya convencido. Pero incluso al aficionado de esta serie le puede llegar a chirriar el final, porque pone algo en cuestión lo visto en las dos anteriores entregas. Quizá no sea más que un detalle menor, una forma de cerrar la historia (siempre que la taquilla no diga lo contrario, por supuesto), pero en el peor de los casos sí es un cambio no demasiado atractivo.

En realidad, cuando uno piensa en cine de terror como el de Insidious, es bastante probable que algunos de los defectos de la película puedan ser vistos como la razón para verla. Así sucede con el uso del sonido, tramposo y efectista pero clave esencial de los sustos que tiene la película, o con la forma en que las sombras se apoderan de la pantalla, previsible pero base de esos mismos momentos de buscado terror. Los avances argumentales, en realidad, quedan en un segundo plano hasta el último tercio de la película, que sigue el esquema tradicional de este tipo de relatos sin salirse ni medio milímetro del camino ya trazado por tantos y tantos intentos previos, incluyendo la primera película de esta misma serie. Salirse de ahí fue precisamente lo que hizo del segundo filme el más interesante de la trilogía, aunque sea el primero el que tenga la mayor fama.

Este Capítulo 3 ni siquiera tiene un reparto excesivamente atractivo. Quitando a los personajes ya conocidos, destacando a Lin Shaye aunque más por carisma que por un gran trabajo de actuación, ni la joven Stefanie Scott ni el ya veterano Dermot Mulroney, hija y padre en el filme, consiguen sustraer sus personajes de la etiqueta de tópico ya visto demasiadas veces. De hecho, lo más divertido está en los guiños humorísticos que hay antes de ese clímax, porque sorprende que en una saga tan anclada en lo fantástico, en ese otro mundo del más allá (o Más Lejano, como se le denomina), al final buena parte de la resolución dependa de lo físico, de un ataque personal y no del terror que surge de las sombras. Con todo, y aunque haya ya tantas películas de esta índole, sigue siendo evidente que hay un público que las consume, independientemente de su calidad. Esta no es ni mala ni buena. Es, simplemente, una más.

'Negocios con resaca', la posibilidad desmadrada

Negocios con resaca es la historia de un ejecutivo que se cansa de la empresa en la que trabaja y de su jefa y decide montar una nueva empresa por su cuenta para tratar de hacerle la competencia, y necesita desesperadamente un contrato con el que poder sobrevivir. Así en un primer vistazo, con esta sinopsis básica, surgen dos formas de hacer la película. La primera habría sido una comedia sutil sobre el mundo de los negocios, que podría haber derivado en los siempre agradables vericuetos de la lucha de sexos y mostrando las diferencias culturales más evidentes con el cambio de escenario, de Estados Unidos a Alemania. Pero Ken Scott, siguiendo el guión de Steve Conrad, no opta por este camino sino por la posibilidad desmadrada, la de los chistes sexuales a granel y la del completo descontrol narrativo, cómico y actoral. El caso es que se atisba un público para una película de este tipo, pero es difícil entender qué hace ahí un actor como Tom Wilkinson.

En el fondo, como el cine ya no es lo que era, se entiende el camino adoptado por Scott y Conrad, por mucho que disguste con facilidad a cualquiera que aprecie el talento desperdiciado de Wilkinson o incluso el de Sienna Miller, cuyo personaje es la clave para entender qué película se podría haber hecho y cuál se ha escogido finalmente. Miller interpreta a la ex jefa y rival del protagonista, a quien da vida un anodino Vince Vaughn. La primera escena de la película es, de hecho, la más intensa y mejor planificada de todo el filme, el enfrenamiento entre ambos, el desencadenante de la historia y la presentación perfecta de dos personajes llamados a ser antagonistas. Interesante, ¿verdad? Lo parece en estos tres primeros minutos. Pues hay que olvidarse de esa posibilidad, porque el personaje de Miller queda enterrado entre lo secundario con escasas apariciones en favor de las correrías sexuales y juerguistas del trío protagonista, los tres tipos que forman esa nueva empresa llamada a hacer grandes cosas por razones personales de lo más variopintas e incluso discutibles.

Lo malo es que, salvo contadas excepciones, no es una película que busque un humor que satisfaga más que a un público dispuesto a desvariar al mismo ritmo que el trío protagonista mete la pata, bebe alcohol, busca sexo y toma drogas mientras hace como que trabaja, uno que encuentre graciosa una conversación entre el protagonista y tres homosexuales con el miembro viril colgando de unos agujeros en la puerta dentro de un gran festival gay en Berlín, uno que acepte con facilidad chistes gráficos sobre la postura de la carretilla o uno que encuentre comicidad en el simple uso de la palabra "tetas" en una sauna repleta de personajes desnudos. Incluso dentro de ese planteamiento no termina de ser una película especialmente hilarante, no llega a estar bien escrita ni rodada, las interpretaciones van casi con el piloto automático puesto y ni siquiera se saca partido del escenario exótico desde el punto de vista americano que supone la ciudad alemana. Eso es lo que propone Negocios con resaca, aunque sorprendentemente lo quiera mezclar con una moralina familiar realmente curiosa.

Desaprovechada Miller, quizá lo más simpático de la película haya que encontrarlo en la forma en la que Dave Franco interpreta a su poco despierto personaje, los atisbos de una película mejor que hay en el de James Marsden o el mínimo aprovechamiento psicológico que hay en el de Nick Frost. Porque, por lo demás, realmente es muy difícil entablar empatía con un vendedor de virutas de metal, tema por el que la película no siente ningún interés y que hace que al final dé un poco igual quién cierra el trato y quién gana esta absurda carrera. Mientras se desarrolla esta posibilidad desmadrada, que al menos tiene la decencia de quedarse en 91 minutos, uno no deja de preguntarse qué clase de película se podría haber obtenido siguiendo la otra alternativa. Y qué podrían haber hecho Wilkinson y Miller con esos papeles mejor escritos. Y qué clase de comedia podría haber sido si se olvidara del facilón recursos del sexo como arma del 90 por ciento de sus chistes.