jueves, marzo 24, 2011

Liz

Durante años, y desde hace muchos años, pensé que en el cine ya no había mujeres como las de antes. Y creo que la mujer que provocó ese pensamiento en mí fue Elizabeth Taylor. Viéndola en Ivanhoe, en Quo Vadis (fue escogida como Lygia, pero Deborah Kerr le quitó el papel y ella sólo hizo un pequeño cameo), en Cleopatra, en todas esas películas históricas y de aventuras que veíamos antes en la televisión y que ya hemos perdido para siempre a menos que las busquemos con ahínco en videotecas, bibliotecas o canales de pago, me quedé enamorado de ella. De su presencia, de su mirada, de su voz (que no era la suya, claro). Enamorado como sólo lo puede estar un chaval de una estrella de cine, pero enamorado al fin y al cabo. Luego esa mujer creció (¿o fui yo el que creció?) y pasó a encarnar algo diferente, más turbador, más sensual. La gata sobre el tejado de zinc o De repente, el último verano mostraban a la misma Elizabeth Taylor de siempre, la que se había convertido para siempre en Cleopatra, ahí estaba su mirada para afirmarlo, pero era otra. La misma mujer, pero otra muy distinta (¿o era yo el que había cambiado?).

Y tanto había cambiado, que años después me sorprendí viendo a una Elizabeth Taylor casi adolescente en El padre de la novia. La gente recordando esa películas por ser otra de la inolvidable, maravillosa, inigualable y nunca completa pareja entre Spencer Tracy y Katharine Hepburn y resulta que allí estaba ella, hermosa y adorable. Como estuvo en otras muchas películas, menos de las que me hubiera gustado. Y tuve la suerte de llegar a tiempo de pagar una entrada de cine por ver a Elizabeth Taylor en pantalla grande, aunque fuera en algo menor, casi indigno de ella, su última película, Los Picapiedra. Pero era ella. Y sus peores momentos nunca pudieron borrar a la Elizabeth Taylor que tengo en mi cabeza, en mi memoria y en mi corazón. La que está vestida de blanco, la que desprende sensualidad, sexualidad, carácter y energía, la que sólo tenía que desnudar su alma y no su cuerpo para lograr lo que quería. La que se pelea con Paul Newman. La que me hace creer que lo que sucede en la pantalla es real. Esa era Elizabeth Taylor. Esa será siempre Elizabeth Taylor. Maldita Susan Hayward, que le quitaste el que tendría que haber sido su primer Oscar, por mucho que luego ganara dos.

Ahora hay quien dice que Elizabeth Taylor no era tan buena actriz como otras muchas leyendas de su generación, que era sólo una estrella de cine de tantas que tuvo el Hollywood dorado. Ahora, con su muerte, muchos han optado por recordar que su última película la hizo hace 17 años y que su existencia para muchos se circunscribe a esa mujer de las causas perdidas (y muchas de ellas loables), a aquella de los escándalos, las enfermedades o las amistades peligrosas. Para mí se ha apagado una estrella, sí, una estrella, pero una que nunca dejará de brillar, porque Liz era eso, una estrella. Y no, la palabra no tiene para mí un sentido despectivo, nunca lo podrá tener. Nunca será menos actriz por ser más estrella. Nunca dejará de ser aquella mujer que me fascinó hace tantos años, una de las que me enseñó por primera vez que la belleza es algo eterno, que por mucho que algunos quieran borrarla queda plasmada en un fotograma que se puede reproducir tantas veces como se quiera de aquí al final de los tiempos. Liz fue una de las primeras mujeres que me enseñó lo que es ser una estrella de cine. Y no, ya no hay mujeres como las de antes en la pantalla, desde luego que no.

martes, marzo 22, 2011

'Sucker Punch', cocktail marciano, inclasificable... y entretenido

Métase en una coctelera a cinco jóvenes, guapas y sensuales actrices. Añádase una historia raro, de esas que tienen una historia dentro de la historia, que juegan con la realidad y la ficción. Conjúguese con un festival de efectos especiales y la desaparición de la cámara y del escenario real como lugar de rodaje. Mézclese con la forma de realizar más colorista, pintoriesca y acumulativa de planos que se pueda imaginar. Y agítese bien como lo haría Zack Snyder, el director 300, Watchmen y Ga'Hoole. La leyenda de los guardianes. ¿Qué sale? Un cocktail marciano, extraño e inclasificable llamado Sucker Punch. Y, ojo, porque eso no quiere decir que sea malo, en absoluto. Pero es una película tan atípica, tan diferente dentro de su cotidianidad, tan extrema dentro de los lugares comunes, que es difícil hasta definir si se ha asistido a un espectáculo de alguna forma revolucionario, a una película entretenida que hará las delicias de los frikis o a un desmadre que no hay por donde cogerlo. Al menos descarto la última posibilidad, con lo que malo no puede ser el balance final.

Tras una breve introducción con voz en off, Sucker Punch comienza con una espectacular y apabullante secuencia muda. Apabullante en lo visual y en lo sonoro (toda la película está plagada de versiones muy movidas de canciones, algunas de ellas muy conocidas). Se reconoce sin lugar a dudas el estilo de Snyder, el que hizo de 300 una pieza innovadora dentro del cine de acción norteamericano y el que hizo aprobar la titánica e imposible tarea de adaptar Watchmen al cine. No es descabellado decir que esa secuencia, por inusual y por un espléndido ritmo de montaje, es de lo mejor de la película, aunque algunos hallazgos visuales parezcan sacados de sus anteriores trabajos. Y es que ese es el riesgo que se plantea Snyder desde el principio: repetirse. Es un director que carga muchísimo las tintas en el efectismo visual, en las cámaras lentas, en los giros imposibles de la cámara. Con Sucker Punch, no es que se repita, es que lleva esa obsesión a un extremo todavía más alejado de los cánones más clásicos del cine. Pero, y ahí está la sorpresa, no produce el habitual mareo del cine de acción. Sus coreografías (y por eso funcionan sus cámaras lentas) se pueden seguir.

En ese prólogo, Snyder nos introduce a la protagonista de la función (¿seguro?), una joven de 20 años sin nombre (una sosa Emily Browning) que acaba encerrada en un sanatorio mental a manos de su padrastro, después de la muerte de su madre y del asesinato de su hermana pequeña, asesinato que le cargarán a ella. En el sanatorio es donde comienza la mezcla entre realidad y ficción, porque allí ella recrea con el poder de su imaginación un mundo distinto, un escape, una evasión. Y ese mundo, a su vez, tiene otro recoveco imaginario dentro de la mente de la muchacha, ahora ya bautizada como Baby Doll (Muñequita en castellano). En el sanatorio trabará amistad con otras cuatro chicas, de nombres tan sugerentes como su vestuario en la ficción por ella creada: Sweet Pea (Abbie Cornish, quizá la más completa de las cinco como actriz), Rocket (Jena Malone), Blondie (Vanessa Hudgens, quizá la más popular por High School Musical) y Amber (Jaime Chung). Son cinco rostros reconocibles por pequeños papeles anteriores, pero ninguno lo suficientemente popular como para que se dispare el presupuesto con sus sueldos.

Si en 300 el fetichismo era masculino al cien por cien, aquí lo es femenino, y se explota de todas las formas posibles, desde el vestuario hasta la planificación de las escenas. El caso es que ellas son el principal reclamo de la película si se acerca uno a ella desde la óptica más adolescente. Chicas sexys, armas de todo tipo, efectos especiales, criaturas imposibles y una historia de fantasía. El sueño de todo friki quinceañero. ¿Cómo convencer a otro tipo de público de que esta película es algo más que eso? Quizá teniendo en cuenta que esta película puede tener un papel clave para entender, en el futuro, cómo se hizo la transición entre los escenarios reales y los virtuales. Cierto que hay películas que han usado más pantalla verde y efectos especiales que Sucker Punch. Pero esta película da una sensación de cambio, de avance. Lo que ofrece es la desaparición no ya de los escenarios y de los platós, sino también de la cámara entendida como la limitación final de lo que quiere captar el director. Es constante el desafío a la forma más tradicional de rodar, es abrumador el giro continuo e imperturbable de la cámara, apoyado en la ralentización de las imágenes y la comodidad del grupo de actrices protagonistas con sus papel en este festival visual.

Para dar empaque a la historia, Snyder recurre a Scott Glenn (a quien tras años desaparecido ya se ha podido ver en Secretariat y W.; es una gran noticia su regreso) para el papel de guía en esta especie de aventura gráfica cinematográfica, Carla Gugino (Sin City y Watchmen), Oscar Isaac (un secundario cada vez más interesante visto en Red de mentiras, Robin Hood o Ágora) y en un breve papel Jon Hamm (protagonista de Mad Men, que tras The Town sigue buscando secundarios que le permitan dar el salto al cine). Ellos soportan la doble (o triple) estructura narrativa de la película ideada por Snyder, que escribe aquí su primer guión original (hay quien dice que está basado muy libremente en Alicia en el País de las Maravillas, de Lewis Carrol, pero aportando un desmesurado toque de acción salvaje y desenfrenada). El guión, en todo caso, sorprende más de lo que cabía esperar. Cae mucho su ritmo tras el prólogo, pero remonta rápido para ofrecer una segunda hora frenética. Y en su último tramo ofrece más de una sorpresa que impide catologarlo como preivisible. De hecho, si hay algo que no es Sucker Punch es previsible, a pesar de que su desarrollo es repetititvo en algún momento. ¿Contradición? Sin duda. Pero funciona.

Sucker Punch es una marcianada. Que nadie espere una película seria, formal o con los pies en el suelo. Está justo en las antípodas de ese planteamiento. Lo que busca es llegar al espectador a través de un delirio visual inclasificable, en el que caben chicas con grandes escotes y minifaldas atravesando las trincheras de cualquier batalla de la Primera Guerra Mundial, espadas samurai para hacer frente a un dragón y androides de aspecto imposible que quieren volar por los aires una ciudad futurista, todo ello anclado en una historia dramática de tinte realista que es la que da comienzo al filme. Con apenas un puñado de películas y a punto de encargarse del regfreso al cine de Superman de la mano de un guión y la producción de Christopher Nolan (¿puede haber dos enfoques más opuestos a priori que los suyos? Tengo curiosidad por ver qué resulta de su unión...), Zack Snyder se está haciendo un hueco como renovador de la fantasía de acción y como innovador en el uso de la cámara para crear envoltorios virtuales. Y, además, Sucker Punch entretiene. Por si no había quedado claro.

lunes, marzo 14, 2011

'El rito', demasiado cerca y demasiado lejos de 'El exorcista'

Cuando ya se ha hecho la película definitiva sobre una temática, es difícil ser original al abordarla de nuevo. El exorcista es más que una película definitiva. Es una biblia, una guía de viaje, un manual de instrucciones sobre cómo hacer un film que hable de una posesión demoníaca. Y por eso es imposible mejorarla. O, mejor, digamos improbable, no vayamos a encontrarnos algún día con una sorpresa. El rito se encuentra demasiado cerca de lo que contaba El exorcista, y no se avergüenza de esas similitudes. Al contrario, casi se las toma con humor. Pero, al mismo tiempo, está demasiado lejos de lo que supuso la mítica película de William Friedkin. El cine de terror hace tiempo que dejó de provocar terror y El rito lo demuestra. No da miedo, y quizá ni siquiera lo pretendía, sabedor de que el género ha derivado a derroteros mucho más gráficos y para estómagos más curtidos. En todo caso, sí es un interesante relato sobre la fe. Quizá demasiado previsible y poco arriesgado con el material que tenía entre manos, pero al menos entretenido y bien interpretado casi siempre.

El rito no disimula lo más mínimo, aunque lo intenta con un cartel que le da todo el peso del proyecto a Anthony Hopkins. Pero su personaje, el padre Lucas Trevant, no es el protagonista de la película. Sí lo es el Michael Kovack de Colin O'Donoghue (un casi debutante en cine actor que ha trabajado en televisión y que se limita a estar correcto), un joven que huye de su futuro como embalsamador junto a su padre metiéndose a cura. Pero como no tiene fe, o al menos no la suficiente, decide renunciar antes de empezar. Para evitarlo, su superior le enviará a Roma para hacer en El Vaticano el curso de exorcista. Sus dudas se las tratará de resolver un cura de métodos poco ortodoxos, el padre Lucas. El cura protagonista de El exorcista también llegaba a su trance con el demonio desprovisto de fe. Si allí era su madre el centro de sus angustias, aquí es el padre. En aquella el centro de atención es una niña poseída, aquí sólo tiene unos pocos años más y es una quinceañera embarazada. Hay similitudes. Cuando el joven aprendiz de cura se asombra de ver su primera persona poseída, el padre Lucas le pregunta si esperaba ver cabezas girando y puré de guisante. Los autores de El rito saben que pierden en la comparación.

Una vez perdida la batalla de la originalidad, la táctica de la película para enganchar al espectador pasa por el carisma de Anthony Hopkins. Quizá por eso sorprende que la película tarde tanto en arrancar para él, pues hasta la media hora de las casi dos que dura el filme no se le ve en pantalla. Hopkins es un actor de prestigio y de categoría (cualidades que no siempre coinciden en un mismo intérprete) y le da al filme una pausa, una profundidad y un interés que posiblemente no tuviera con otro actor. En la escena final camina por la delicada frontera de la sobreactuación y no siempre sale triunfante, pero en general ofrece un trabajo más que interesante y lleno de matices. Si de carisma va la cosa, hasta que sale él es precisamente el carisma de los intérpretes que desfilan por la pantalla lo que sostiene la tensión del relato en su larga introducción. Rutger Hauer tiene ese carisma, y lo pasea desde que Christopher Nolan le recuperó en Batman begins. Al igual que Toby Jones (el espléndido Truman Capote de Historia de un crimen y uno de los protagonista de la maravillosa La niebla). Y también Ciarán Hinds (aparecía en Munich, de Steven Spielberg).

Pero ese carisma no parece tenerlo Mikael Hafstrom, director del filme. Especializado (¿encasillado?), probablemente para siempre, en el cine de terror (después de su fallido thriller oriental ambientado en los años 40, Shanghai), no ofrece muchas soluciones novedosas. Abusa del enfoque y desenfoque como si fuera su única alternativa para planificar lo que sucede en la pantalla y emplea, no siempre con acierto, muchos flashes a modo de flashbacks. La realización, en conjunto, queda demasiado efectista. Y eso quizá le hubiera dado mejor resultado si hubiera planteado una cinta de terror tramposa y llena de sustos (como lo era la correcta Lo que la verdad esconde, aquella historia de fantasmas protagonizada por Harrison Ford y Michelle Pfeiffer). Pero eso es justo lo que El rito no es. Su apuesta es (salvo en momentos puntuales en los que, casualmente y en contra de lo que parece burlarse, apuesta por el camino marcado por El exorcista) la del thriller psicológico, la del debate sobre la fe, la de la necesidad de las creencias. Esa apuesta, que funciona razonablemente bien durante 90 minutos, se pierde en el climax final, un climx cuya elección es difícil de comprender y cuyo desarrollo es muy previsible.

El rito es una película construída de forma más o menos correcta, con altibajos narrativos compensados por las buenas interpretaciones y que buscan esconderse detrás de la presencia femenina y de debate periodístico (ambas personificadas en la actriz Alice Braga; Predators, A ciegas, Soy leyenda). Aunque cargados de ingenuidad, los mejores momentos del filme pasan por las dudas en la fe de su protagonista. Ahondando en ese matiz central del personaje protagonista, El rito podría haber sacado mucho más partido de su materia prima, haber marcado distancias reales con respecto a su venerado referente y haber alcanzado el nivel de terror cuando uno sale del cine al que debe aspirar toda película de género. Con todo, no deja de ser otra muestra más de este cine de posesiones y exorcismos que parece haber vuelto con fuerza en los últimos años. Una con Anthony Hopkins de protagonista. Tampoco es poca cosa, si uno lo mira con la benevolencia que exigen este tipo de películas.

miércoles, marzo 09, 2011

'Morning glory', risas y carisma

Está claro que el cine hay que verlo cuando hay que verlo. Porque es la única forma de entender que Morning Glory me haya dejado tan buen sabor de boca. La miras detenidamente y no es una gran película. No tiene un buen guión, muy previsible y con olor a refrito. Es una mirada demasiado amable sobre un tipo de periodismo que a mí, la verdad, no me entusiasma. Pero desborda simpatía y produce risas. Eso es lo más inesperado, claro, pero es que hacía tiempo que no me reía tanto con una película. No vayáis a pensar que es la comedia más desternillante de la historia, pero tiene sus puntos. Y esos puntos tienen su origen en el carisma que desprenden sus actores protagonistas. Porque Harrison Ford, por fin, ha encontrado un papel que le va como anillo al dedo después de años de naderías en las que no encajaba (con el intermedio de volver a ser Indiana Jones, por supuesto) y porque Rachel McAdams demuestra un talento innato para la comedia. Lo demás no es nada del otro mundo, pero es una cinta simpática.

Vaya por delante una advertencia: no estamos ante una comedia romántica. Hay un romance, por supuesto, porque eso no puede faltar en una película hecha en Hollywood, pero no es eso lo que ofrece Morning Glory. Su protagonista es la ya esterotipada mujer joven entregada por completo a su trabajo que encuentra un reto en el que todo se pondrá en su contra pero del que hará lo imposible para salir airosa. Un cliché muy visto. Y muy visto también el entorno amable de la televisión que retrata la película. Amable porque no pretende hacer crítica alguna sobre lo que se cuenta. No es un análisis de la televisión actual o sobre los programas matinales de variedades. Morning Glory no pasa de ser lo que es, una peliculita simpática con actores carismáticos. Buscarle más profundidad equivale a experimentar un chasco inmenso en su visionado. Pero si se ve como lo que es, una comedia ligera, cumple a la perfección con su misión de entretener.

Y como la película en sí misma no ofrece mucho donde rascar, el mérito de esa empatía que despierta está indudablemente en sus actores. Morning glory empieza con una conversación (¿es muy maquiavélico trazar un paralelismo, a la baja por supuesto, con el prodigioso comienzo de La red social?) en la que se busca asentar la personalidad de la protagonista, Becky Fuller, una mujer que no llega a los treinta y que vive entregada por completo a su trabajo como productora de un programa en una emisora local. Por eso mismo, no es capaz de tener una vida sentimental normal. Es además una mujer que habla mucho y que no domina los usos sociales para cambiar su forma de actuar. El retrato suena atractivo, pero Roger Mitchell (director de Notting Hill) cambia pronto de rumbo. Esa adicta al trabajo pronto encuentra también lugar para los sentimientos y su labia pronto se ve enterrada por la apabullante presencia de Mike Pomeroy, un periodista de prestigio y malencarado con el que empezará a trabajar.

Es decir, que la película empieza con trampa. Lo quye vemos en la primera escena no encuentra reflejo después. La Becky de esa conversación inicial no termina de ser la misma persona que aparece en el resto de la película. Perdonada esa incongruencia, Rachel McAdams demuestra un talento especial para la comedia amable, lo que unido a su versatilidad (Sherlock Holmes, Más allá del tiempo, La sombra del poder) hace de ella un nombre y un rostro muy atractivos para todo tipo de película. Aquí sale triunfante a pesar de estar rodeada de grandes nombres. O, mejor dicho, precisamente por eso. Porque hay química en sus (un tanto escasas) escenas con Jeff Goldblum y, sobre todo, con Harrison Ford. De hecho, es la aparición conjunta de McAdams y Ford lo que dispara la película. Suyas son las mejores escenas, incluso cuando no están compartiendo plano pero sí secuencia. Diane Keaton, mucho más sosa de lo que uno podría esperar, a veces parece sobrar más allá de su papel de catalizador, pero en ese lugar sí funciona (ver el pique en pantalla de Keaton y Ford ante una McAdams primero boquiabierta detrás de las cámaras y después enfurecida delante de ellos).

Morning glory es una de esas muchas películas que ofrecen visiones complacientes y nada arriesgadas de un mundo profesional en concreto. Son la excusa para enfrentar personajes muy dispares y ver lo que sucede. Es una clave cinematográfica muy usada, muy manida, pero que funciona cuando el casting es acertado. Aquí lo es, y por eso la película acaba funcionando. Sin dejar una huella demasiada profunda en el espectador, pero sí ofreciendo cien minutos de entretenimiento sincero, correctamente rodado, bien acompañado musicalmente y, sobre todo, muy bien interpretado. Una película perfecta para ver cuando uno necesita olvidarse del mundo y sonreír.