lunes, febrero 27, 2012

En defensa de los Oscars

Año tras año, los Oscars son objeto de una crítica feroz y despiadada. Que si son rancios, que si la Academia tiene que evolucionar, que si las películas no son las mejores, que si la ceremonia es aburrida, que si no hay nada transgresor, que si están amañados... Pensad en cualquier argumento, incluso en los más despreciativos, se ha utilizado ya contra los Oscars, contra sus presentadores, contra su esencia. Pero el caso es que, año tras año, sigue siendo un evento muy seguido, analizado y disfrutado por personas que no sé muy bien por qué tienen que ser sistemáticamente descalificadas por compartir su interés por estos premios. Guste o no, es de lo que la gran mayoría de los que disfrutamos del cine hablamos al día siguiente. Es una fiesta, un espectáculo, algo que tiene sus propias normas, como las tiene el Festival de Cannes, el de Sundance o los Goya. Es evidente que no puede gustar a todos, pero tiene magia, porque si no sería imposible acaparar tanta atención entre los profesionales de todo el mundo y entre espectadores de más o menos los mismos sitios. El Oscar, pese a quien pese, tiene una importancia capital cuando hablamos de cine, sobre todo de cine norteamericano pero no sólo de allí.

Decir que en el fondo sólo es cine americano (como si eso fuera malo per se), me parece injusto cuando sólo en la última ceremonia tuvieron momentos especiales Francia, Italia o Irán. Hablar de inmovilismo cuando la gran ganadora ¡en 2012! ha sido una película muda y francesa (primer filme no anglosajón en alzarse con la estatuilla principal, nada menos), me parece una acusación fuera de lugar. Decir que el cine minoritario no tiene cabida cuando Woody Allen ha ganado un Oscar y Terrence Mallick ha sido nominado como mejor director creo que denota una falta de comprensión de lo que suponen estos premios y quiénes los votan. Y hablar de justicia o injusticia me parece, sencillamente, un debate imposible. El cine es un arte y como tal es imposible que suscite unanimidad. Por eso los ganadores se eligen en votación de los académicos. A mí me podrán gustar más o menos, como a cualquier otra persona, pero son los Oscars. Y eso, insisto, tiene un peso importante. Habría que respetar más lo que supone y a las personas que lo disfrutan.

Dicho esto, soy de los que no salieron contentos del resultado de la gala. Ya había escrito que The Artist no me había parecido tan maravillosa como a la mayoría del mundo del cine en todos sus espectros, desde los espectadores hasta los profesionales, pasando por los críticos. A mí el título que me maravilló sin remedio de entre las nueve nominadas a mejor película es La invención de Hugo. Adoro también Criadas y señoras. Y me encantó Moneyball. The Artist no. Y, al margen de los dos principales (temo que dentro de algunos años miraremos con asombro como el nombre de Michel Hazanavicius se impuso al de Martin Scorsese), hay dos premios de la película francesa que me han chirriado sobremanera, el de mejor actor y el de mejor banda sonora. Entiendo el papel casi de mimo de Jean Dujardin, pero no lo veo tan meritorio. En cuanto a la música, no comprendo cómo se puede premiar una música que cede la escena principal de la película a unas notas compuestas por otro artistas (en este caso, hay un uso que veo como fraudulento semántica y temáticamente de la banda sonora del maestro Bernard Herrmann para Vértigo). Y con dos partituras de John Williams como rivales, que gane Ludovic Bource me parece sencillamente un clamoroso error.

A La invención de Hugo le han reconocido su excelencia visual, que roza lo incuestionable, pero poco más. Y eso es sólo la mitad de la película de Scorsese. Es una maravilla a contemplar, pero es también una historia que emociona. Sinceramente, creo que merecía más y contaba con alguna pequeña esperanza de que a última hora no se cumplieran los pronósticos. Además de la ganadora de la noche, me frustró el enésimo ninguneo de la Academia a Spielberg, ya previo con Las aventuras de Tintín y definitivo anoche con Caballo de batalla. Previsible, sin duda, pero doloroso igualmente. Tampoco encontré demasiado consuelo con el Oscar al mejor montaje para Millennium. Los hombres que no amaban a las mujeres, porque sigo pensando que la Academia tiene una deuda importante con David Fincher, al que le ha dejado acercarse a la gloria ya en dos ocasiones (El curioso caso de Benjamin Button y La red social) para arrebatársela al final. También fue una decepción que Criadas y señoras se quedara a las puertas de la gloria con dos actrices negras como ganadoras. Meryl Streep es inmensa, pero su Margareth Thatcher en La dama de hierro me llega menos que otros rabajos suyos recientes (sigo sin enteder que no ganara por La duda) y la actuación de Viola Davis es sencillamente descomunal.

El Oscar a Octavia Spencer, maravillosa también como la anterior en Criadas y señoras, fue de los pocos momentos de la gala en que compartí la alegría del vencedor de forma completa y sincera. El de Christopher Plummer tampoco me disgustó, pero tengo que reconocer cierta debilidad por Max von Sydow y su papel en la vapuleadísima Tan fuerte, tan cerca, que por lo visto yo he disfrutado más que la mayoría de la gente. Los premios a los guiones tampoco me encandilaron. Hace tiempo que no encuentro genialidad en Woody Allen, aunque asumo que sus seguidores estarán entusiasmados con el Oscar al mejor libreto original para Midnight in Paris. Y Los descendientes no me parece una absoluto una película perfecta sobre el papel. Ni mucho menos. Es más, seguramente sin la presencia de George Clooney habría sido una película que no habría llegado tan lejos ni habría acaparado tantos elogios. Pero así es el cine, las películas y la industria. Tienen sus reglas y, para disfrutar de este mundo, hay que aceptarlas. Aunque, claro, no todos los años pueden ganar nuestros favoritos. Yo ya espero el siguiente para desquitarme del mal sabor de boca que me dejan los de 2012.

Aquí, una crónica más formal de la ceremonia. Y aquí, cómo España se quedó sin premios en esta gala, me apenó especialmente que el gran compositor Alberto Iglesias no encontrara todavía el reconocimiento de la Academia.

viernes, febrero 24, 2012

'La invención de Hugo', un maravilloso cuento del más inesperado fabulista

Quién iba a decir que el cineasta que mejor ha sabido retratar la sordidez del alma humana en las últimas cuatro décadas podría estar a la altura que requería el cuento más maravilloso, el canto más hermoso al cine que se ha visto en años. Quién iba a pensar que Martin Scorsese sería tan buen fabulista como narrador, tan magnífico soñador de fantasías como relator de crudas historias reales. La invención de Hugo tiene el envoltorio de un cuento para niños. Cuando el proyecto se estaba gestando, en realidad parecía no ser más que un divertimento de un realizador que ya no tiene que demostrar nada a nadie, un momento de recreo en el patio del 3D para un hombre de cine al que le apetecía juguetear con las nuevas tecnologías. Y puede que sea todo eso, pero también es una película hermosa, magnética de principio a fin, un prodigio visual y técnico (¡sí, el 3D es por fin una herramienta de verdad para hacer cine!) que lleva a la pantalla una historia deliciosa, irrepetible e imprescindible.

Porque, procede decirlo ya con todas las letras, La invención de Hugo es una obra maestra. Una más en la carrera de un director que llevaba unos años demostrando una maestría inmensa en su forma de rodar pero al que le faltaba una historia que le hiciera entrar de nuevo en el olimpo del séptimo arte (a pesar de que fue con Infiltrados, su penúltimo título, con el que la Academia se rindió a su genio), ese que conoce a la perfección el tipo que nos ha dado Taxi driver, Toro Salvaje, Uno de los nuestros, Casino o Gangs of New York. Pero, ojo, esta película no tiene absolutamente nada que ver con sus trabajos previos. Scorsese ha sido siempre un analista de las bajezas humanas, de grandes conflictos internos y de intensas tragedias. Y, sin embargo, aquí entona una tierna y entrañable canción de amor a todos los niveles que deja sin aliento. Se le reconoce como cineasta en sus imágenes y en sus planos, desde luego, pero la expansión temática y de espíritu es tan inmensa que sólo puede recibir el más sincero de los aplausos, no sólo por su valentía sino también por su excelso y ya más que conocido talento.

Este canto de amor lo es sobre todo al cine. No debiera sorprender a nadie que conozca sus documentales, sobre todo Un viaje personal con Martin Scorsese a través del cine americano, una joya que todo amante del cine de todas las épocas está obligado a ver. En esta ocasión, el foco de Scorsese va un poco más lejos y se fija en el cine mudo y en la figura de George Melies. Pero esa es sólo la excusa para demostrar un enorme cariño hacia el séptimo arte como disciplina, como entretenimiento, como forma de ser y de vivir (no sé si recuerdo en el cine de muchos años atrás una secuencia más evocadoramente hermosa en este sentido que el momento en el que el personaje de Chloë Grace Moretz descubre el cine). Y es más que curioso que Scorsese borde este reconocimiento con una técnica en las antípodas tecnológicas de aquel viejo cine. No sé si el 3D acabará imponiéndose de verdad, ni tampoco si realmente es del agrado de todos los públicos. Pero La invención de Hugo es la primera película realmente hecha en 3D. Todo está hecho en 3D, todas las escenas, todos los planos. No dos o tres efectos para impresionar. Todo. Y es un hermoso y cautivador espectáculo.

Hugo Cabret (Asa Buttefield) es un chico de doce años que vive entre las paredes de la estación de tren del París de los años 30 del siglo pasado, entre los engranajes de los diferentes relojes del lugar y custodiando un pequeño y curioso autómata de metal en el que trabaja. Quién es y cómo ha llegado allí es algo que se irá descubriendo poco a poco. Pese a tratarse de la adaptación de un libro de Brian Selznick y no de una historia original de su realizador, es difícil no ver en el chico a un reflejo de Scorsese. Primero como voyeur del particular universo que le rodea (espléndida dirección artística), el del entristecido encargado de la tienda de jueguetes (Ben Kingsley) y la niña que está a su cargo (Chlöe Grace Moretz), el del inspector de la estación (Sacha Baron Cohen), el del librero (Christopher Lee), el de la florista (Emily Mortimer) o el de otras personas que se mueven por la estación a veces sin saber en realidad por qué. Después, ese parecido entre Hugo y Scorsese se ve en el amor que profesa al cine, herencia de su padre (Jude Law). Y finalmente como aventurero de la vida, faceta en la que el chico en busca de los recuerdos de su padre y Scorsese es creador de sueños cinematográficos.

La invención de Hugo funciona como película infantil y juvenil, porque es atractiva visualmente con una paleta de colores ricos y brillantes y porque sus jóvenes protagonistas afrontan las dosis necesarias de aventura, riesgo y misterio. Si se detuviera ahí, ya sería un título sobresaliente. Además, técnicamente es perfecta a todos los niveles, sirva como ejemplo la hermosísima música de Howard Shore que transporta de forma inmediata a la época y lugar en la que se desarrolla la historia. Pero aún hay más. Está interpretada de manera fresca y sincera, en un reparto en el que destacan tanto los grandes nombres como sus jóvenes protagonistas, incluso ese doberman que casi merece ser tratado como actor humano. Y Scorsese... ¿Qué decir a estas alturas de Scorsese? ¿Qué se puede decir de alguien que es capaz de ofrecer dos horas de semejante hermosura? No tiene precio poder disfrutar de algo así. Scorsese lo sabe porque, como gran estudioso que es del cine, ha vivido algunas veces dos horas como éstas que brinda él ahora. Éstas que dejan una satisfacción incomparable cuando uno sale de la sala y un agradecimiento inmenso hacia quienes, con su talento y su trabajo, lo hacen posible. Qué grande es el cine, qué grande es Scorsese.

miércoles, febrero 22, 2012

'Infierno blanco', Liam Neeson, filosofía, aventura y el final

Cuatro ejes tiene Infierno blanco, la nueva película de Joe Carnahan. El primero es Liam Neeson, cuyo carisma se adueña de la película desde la primera a la última escena. El segundo es la filosofía que contiene el filme, algo light aunque deja algún que otro buen momento. El tercero es la aventura, inevitable en una historia que enfrenta al hombre y a la naturaleza, y que no está mal resuelta. Y el cuarto es el final, lo más esperado y lo más discutible de Infierno blanco. ¿Y qué sale de la conjunción de estos cuatro elementos? Una película sorprendente en muchos sentidos, a veces positivamente, a veces por lo contrario. Sus casi dos horas parecen excesivas para una historia de estas características, pero en realidad pasan en un santiamén. Entretiene, desde luego, pero el final es tan desconcertante que no es fácil tener claro si es una película a admirar o a una a dejar de lado.

No sé si muchos incluirían a Liam Neeson entre los grandes actores contemporáneos, pero lo que es indudable es que tiene un enorme carisma. En esta película es el protagonista indiscutible, ya desde una primera escena brillante en todos los sentidos, que define a la perfección al personaje y, en buena medida, los temas esenciales de la película. Neeson se adueña de sus papeles con una facilidad aplastante, no importa que sea un recio caballero, un espía sin memoria,. un salvador disfrazado de nazi o un hombre humanamente derrumbado. Él hace que la película cobre una dimensión más elevada de la que seguramente tendría con otro protagonista menos carismático (estaba previsto que el rol fuera para Bradley Cooper, que coincidió en El equipo A con Neeson y Carnahan), e incluso sortea con habilidad las escenas que menos le ayudan. El resto del reparto, más desconocido casi en su totalidad, pone de su parte, pero está en un segundo plano desde el principio, es simplemente funcional.

Carnahan, coautor del guión junto con el responsable del relato corto en el que está basado el filme, Ian Mackenzie Jeffers, introduce elementos filosóficos, incluso religiosos que no terminan de ser convincentes. Dejan elementos positivos en algunas escenas (qué bien le hubiera sentado al filme algún elemento más que sustentara la conversación con el cielo que mantiene Liam Neeson), pero en conjunto ofrecen un aire de cierta pretenciosidad que no benefician al conjunto de la película. Porque como aventura cumple a la perfección. Infierno blanco es una historia del hombre contra la naturaleza, la lucha de una serie de hombres para sobrevivir frente al frío y los lobos, y salvando alguna que otra pequeña trampa (sobre todo con el sonido) ofrece un entretenimiento y una tensión más que dignos. La película habría crecido más y mejor de haber contado un mejor equilibrio entre su parte aventurera y su parte más trascendente pero los vaivenes son constantes y Carnahan se acuerda de una y de otra parte a conveniencia, no con la naturalidad que exige la historia.

Y llegamos a su final. Recordemos que es una historia de lucha por la supervivencia, por lo que es importante saber cómo se resuelve, si esa supervivencia se consigue, cómo y por parte de cuántos de sus protagonistas. Ese pensamiento se tiene ya desde que la película deriva en esa tarea, muy al principio. No desvelaré nada, ni me gusta ni procede hacerlo, pero sí hay que hacer notar la trascendencia que ese detalle tiene en la historia. Más aún si tenemos en cuenta que Carnahan deja para después de los títulos de crédito un último plano, sólo un plano (¿no es rematadamente absurdo esperar cinco minutos de letras sólo para eso?) que pone en cuestión bastantes de sus planteamientos durante todo la película y hace dudar de cuál es el mensaje real que quería transmitir la película. Incluso es bastante discutible la necesidad de ese instante postrero, una vez que la decisión adoptada había sido la de terminar de una forma definida. Ese final podría debatirse, pero era un final. Lo que llega cuando nadie lo esperaba es desconcentante y perjudica a la impresión general sobre la película.

Infierno blanco proporciona momentos más que interesantes. Carnahan coloca con habilidad, aunque acaba cayendo en alguna pequeña trampa, las ensoñaciones románticas del personaje de Liam Neeson, rodadas y montadas con originalidad, y plantea con mucha astucia juegos de luces y de sombras (la aparición de los lobos junto al avión), también incluso juegos de sonido aunque también aquí haga trampa en alguna escena. E, insisto, presenta una secuencia inicial absolutamente hipnótica y fascinante. Pero el conjunto es algo irregular y deja la sensación de que podría haber sido mejor. Aún así, es una buena película de aventuras, rodada en unos deslumbrantes escenarios naturales de la Columbia Británica, en Canadá. Pero qué final tan extraño.

lunes, febrero 20, 2012

'La amenaza fantasma (3D)': George Lucas, genio y timador

Star Wars es Star Wars y su presencia en el cine obliga a pasar por taquilla, aunque sólo sea como tributo a su papel esencial induscutible en la historia del cine. Con esa frase ya dejo claro que lo que viene a continuación lo ha escrito un admirador incondicional de la epopeya galtáctica de George Lucas, la saga más importante de este noble arte de la cinematografía por derecho propio. Ojo, eso no quiere decir que no vea los puntos débiles de la que seguramente es la entrega más floja de ambas trilogías. Pero George Lucas, aunque pese a muchos, es un genio. Fue uno de los artífices de la transformación del cine en los años 70 y con el nuevo siglo demostró que sigue siendo uno de los creadores de universos de ficción más arriesgados y originales del séptimo arte. Lucas, no obstante y a pesar de todo lo bueno que se pueda y se debe decir de él, es también un timador. Siempre encuentra alguna manera nueva de sacar el dinero a los aficionados de Star Wars y esta conversión al 3D de su Episodio I no es más que eso: un sacacuartos. Pero un sacacuartos que ofrece la gozada de verla otra vez ne le cine.

La tan comentada y discutida técnica del 3D afronta en este año 2012 dos pruebas de fuego para saber si se podrá aplicar a películas de otras épocas. La primera era La amenaza fantasma. La segunda es Titanic. Si George Lucas, dios absoluto de la tecnología aplicada al cine, y James Cameron, impulsor del 3D con Avatar, no son capaces de dar con la tecla, no creo que nadie pueda. Y, de momento, las señales no son esperanzadoras. De Titanic se ve el trailer antes de la proyección de la película... y es un trailer en 2D. Mal asunto. Pero es que La amenaza fantasma tampoco es un avance en sí misma. Es un 3D extraño, que no se acerca en lo más mínimo a los mejores hallazgos del formato, que no hace en ningún momento que el espectador estire la mano para tratar de coger una nave espacial o agacharse para esquivar un golpe de sable de luz, que no da mayor profundidad a planos que en 1999 ya eran lo mejor que podía conseguir la tecnología y que hoy siguen siendo espléndidos. El 3D es bastante superfluo por tanto y un fracaso en toda regla.

Sin embargo, ver La amenaza fantasma en el cine trece años después de su estreno original no es una experiencia baldía, al contrario. Es una delicia por varios motivos. Primero, por ser lo que es, una espléndida película de aventuras y ciencia ficción que supera con crees a la gran mayoría de las películas actuales. Segundo, precisamente por el paso del tiempo. Este Episodio I no ha envejecido nada y sigue mantiendo intactos todos los méritos que exhibió en 1999, que eran muchos más de los que la mayoría le reconoció y le ha reconocido a lo largo de estos años. Es más, ver ahora esta película tendría que hacer reflexionar a industria y espectadores por igual, porque en la última década se han montado fenómenos que, cinematográficamente, no le llegan a la suela de los zapatos a este título que devolvió la magia de la Fuerza a los cines a finales del siglo pasado y que desató las injustificadas iras de algunos. Y una revelación más que curiosa: la gente se ríe hoy con Jar Jar Binks, a pesar del odio que se profesa al personaje. Yo sigo pensando lo mismo que en 1999. Sus gracias sobran en la batalla final, pero en lo demás encaja. Y es, pese también a quien pese, el primer personaje digital de la historia del cine.

Evaluando de nuevo la película con objetividad, y sin tener en cuenta el paso del tiempo, La amenaza fantasma es la más atípica entrega de la saga. Tiene un ritmo cortante, con altibajos, y le pesa demasiado en algunos momentos que sea un título introductorio a todos los niveles. Lucas nunca ha sido un gran director de actores, y aquí se nota en demasiados momentos que no ha sabido transmitir las sensaciones a evocar por unos actores que en el rodaje se enfrentaron a inmensos fondos de color verde sobre los que después los técnicos de ILM colocarían sus grandiosos mundos de fantasía. Los diálogos tampoco son el fuerte del George Lucas guionista, y suenan forzados en algunas ocasiones, siendo el chaval que interpreta a Anakin, Jake Lloyd, quien más airoso y natural sale del trance. Natalie Portman, en cambio, es quien más sufre, aunque en algunos breves momentos muestra la enorme actriz que lleva dentro. Las explicaciones científicas a la Fuerza no me chirrían tanto como a algunos, pero es cierto que tampoco son imprescindibles. El moderado tono infantil de la película también cosechó críticas. Lo tiene, eso es indudable, pero tampoco es un exceso, desde luego nada distinto de lo que provocaron los ewoks en El retorno del Jedi allá por 1983.

Hasta ahí lo malo. ¿Lo bueno? Supera con creces a lo mencionado. La reconversión de la sombría galaxia dominada por el Imperio que conocíamos encuentra la contraposición de las luces de nuevos mundos como Naboo o Coruscant. La transición de los Jedi crepusculares o aprendices que habíamos conocido en la trilogía original a los caballeros en su apogeo que vemos aquí es natural, y provoca una diversión tan auténtica como nostálgica ya desde la irrupción en pantalla de Qui-Gon Jinn (un majestuoso Liam Neeson) y Obi-Wan Kenobi (un más perdido Ewan McGregor) y, sobre todo, cuando desenvainan por primera vez sus armas Jedi. El ritmo trepidante, deudor de Ben-Hur, convierte la carrera de vainas de Boonta Eve es una de las mejores escenas de su categoría en décadas. El maravilloso montaje final a cuatro bandas es incluso superior al de El retorno del Jedi (que era a tres). Y el espectacular duelo final entre el Sith Darth Maul y los Jedi Qui-Gon y Obi-Wan, con los acordes de un John Williams glorioso pero todavía por debajo del nivel de la trilogía original, compensa con creces todos los defectos que pueda tener esta espléndida muestra de ciencia ficción tan clásica como rompedora pero, sobre todo, eterna.

viernes, febrero 17, 2012

'Young adult', Charlize Theron por encima del aburrimiento

La comedia moderna me aburre. Lo digo porque quien sí la disfrute no va a estar de acuerdo conmigo sobre Young adult. A mí me ha aburrido, claro. Y me ha aburrido porque no le veo trasfondo de ningún tipo, nada de poso y poco que recordar. Gags, chistes, todo más o menos actual, socarrón, cínico sobre todo, dañino algunas veces y previsible otras cuantas, pero escarbando bajo la superficie no encuentro historia, no veo personajes, no siento empatía. Si Young adult se sostiene es por Charlize Theron, una actriz a la que casi siempre veo por encima de las películas en las que participa y ésta no es una excepción. Al contrario, es más bien la norma porque la suya es una pelea por mantener el interés durante poco más de 90 minutos cuando en la primera escena de la película y sin apenas pronunciar palabra su personaje ya ha quedado completamente retratado. ¿Qué viene después entonces? Eso, chistes cínicos y retratos a medio camino entre el tópico y el extremo.

Young adult es la última película escrita por Diablo Cody, esa guionista que revolucionó Hollywood mucho más que el cine con el libreto de Juno, una película en la que siempre he pensado que la simpatía y la gran interpretación de Ellen Page hizo mucho más por su éxito que lo que había sobre el papel. Después perpetró el guión de una de las peores películas de los últimos años, Jennifer's Body, tumba momentánea de la todavía sex symbol Megan Fox. En Juno coincidió con el director Jason Reitman, que después dirigió la para mí en su momento sobrevalorada y hoy creo un poco olvidada Up in the air. Cody y Reitman se reúnen de nuevo en esta película, que encaja perfectamente en las filmografías de ambos, al tratar un tema más o menos cercano con un acercamiento más o menos humorístico y cínico. Lo cierto es que es un enfoque que empieza a saturar, al menos a mí, y que marca en realidad las tres películas mencionadas antes de llegar a ésta.

Si Juno se elevaba por encima de la media gracias a Ellen Page, en Young adult pasa lo mismo gracias a Charlize Theron, sólo que el guión tiene más agujeros que el de aquella y todo se ve venir con más facilidad. Mavis Gary tiene casi 40 años, un divorcio a cuestas y un empleo como escritora de una serie de novelas juveniles que está a punto de cancelarse. La primera escena de la película, un cuarto de hora introductorio, ya explica cómo es el personaje. Lo que sucede a continuación es la excusa para llegar hasta la hora y media y tener así una película que estrenar. En este punto de su vida, decide que va a reconquistar a un antiguo amor en el pueblo en el que creció y estudió, a pesar de que éste está casado y con una hija. De eso va la película. Añoro cuando el regreso al pueblo en el que se crió el protagonista dejaba películas como Beautiful girls. Saber cuál es el objetivo de la historia la verdad es que se me escapa por completo más allá de lo mencionado, incidir en las características del personaje y colocar gotas de cinismo por toda la película. No le encuentro el interés más allá de la formidable interpretación de la protagonista y, de hecho, no le encontré el humor a la inmensa mayoría de las situaciones que describe.

Diablo Cody no es sutil. Quizá sea por eso que su humor, tan contemporáneo, moderno y apreciado, no me convence en absoluto. Pero sí me gusta el tono que Charlize Theron da a su personaje, alejada de la caricatura casi en todo momento. Lo que pasa es que este filme incide demasiado en ser uno de esos títulos de lucimiento exclusivo de un solo actor, y eso también pasa una factura. ¿Quién más aparece en la película? Buena pregunta. Es difícil de recordar el resto de lo que sucede en Young adult, salvo el personaje de Patton Oswalt, carismático actor con un papel tópico pero llevado al extremo más exagerado que tanto gusta a la guionista de esta película.Con esa sensación, uno puede darse cuenta de que el guión es atropellado, que las cosas van sucediendo demasiado a conveniencia, que no hay un ritmo claro. Y eso, si la película no consigue arrancar carcajadas (en mi caso no lo hizo), es un lastre demasiado grande incluso para el buen trabajo de Charlize Theron.

Todo lo anteriormente dicho no cuenta si el espectador es fan de este tipo de comedia moderna con el que yo no conecto.A mí Young adult sólo me deja el gran trabajo de una actriz a la que el cine que hace no termina de hacerle justicia. La película camina durante mucho tiempo en el peligroso alambre de convertir a la protagonista en un simple reclamo sexual y ella se alza por encima de esa consideración. El resto se ubica entre lo previsible y lo desconcertante. Porque quizá la mejor escena de la película esté hacia el final, después del clímax y con una coprotagonista inesperada. Pero esa misma escena es la que me hace plantearme que todavía no sé ni de qué va Young adult ni qué mensaje quería transmitir en realidad, si es una especie de retrato de quienes sufren el síndrome de Peter Pan o sólo el de una mujer más o menos desequilibrada. O igual es que sólo había que admirar a Charlize Theron y reírse del poco sutil chiste sobre Crepúsculo... Para mí, insuficiente. Y eso que adoro a Charlize, pero...

martes, febrero 14, 2012

'Los descendientes', la estrella, lo cotidiano y lo inverosímil

Los descendientes es una película muy de su tiempo. Tenemos una estrella de Hollywood sobre la que parece pivotar el filme en toda su extensión. Tenemos una trama que ronda lo cotidiano del hombre normal, en este caso la relación de un padre con sus dos hijas, a las que por avatares de la vida en realidad apenas conoce y no sabe cómo manejar. Y tenemos los toques inverosímiles que rodean a la historia, esos que pretenden darle un toque de autenticidad y que en realidad acaban por convertirse en lo más superfluo de la película. Y, sí, George Clooney está bien (no sólo él, además), pero me sorprende el fervor crítico que ha levantado un título que es bastante normal, especialmente en cuanto a un guión desequilibrado y que conjuga elementos que no tienen ningún interés, que no destaca en ningún aspecto que no sea el interpretativo y que tiene una duración inmensamente superior a lo que sería aconsejable para una historia pequeña como la que cuenta.

Matt King (George Clooney) es un abogado que vive en Hawai. Su mujer acaba de sufrir un accidente y está en coma, por lo que tiene que hacerse cargo de sus dos hijas, Alex (Shailene Woodley), de 17 años, y Scottie (Amara Miller), de 10. Existe una segunda trama en la película, en la que Matt es el apoderado de una empresa familiar que controla una enorme extensión de terreno en una isla hawaiana, pero eso, por mucho que Alexander Payne se empeñe, no aporta nada en realidad a la historia o al conflicto de su protagonista. Pero es lo que ofrece con demasiada frecuencia el cine actual. Los descendientes habría sido mejor película y habría tenido una duración mucho más ajustada (y no sus 115 minutos) si se limitara al retrato familiar, que es indudablemente lo mejor del filme, pero parece obligado contar algo más. Algo exótico. Algo extravagante. Esta deriva suele acontecer en el cine moderno, y eso evidencia que ésta no es una película tan único como parece que quiere ser.

El personaje de Clooney es protagonista y narrador, lo que le coloca en una posición de lucimiento absoluto. Y se luce, pero dejando la sensación en más de una ocasión de que es George Clooney y no Matt King quien está en la pantalla. Se mezclan, de hecho, momentos en los que borda el personaje y otros en los que el actor parece sacado de cualquier otra película que haya hecho. Convence más, como la cinta en general, en la relación con sus hijas, sobre todo interactuando con la mayor, una espléndida Shailene Woodley que en ningún momento se queda atrás y ofrece un magnífico retrato de adolescente semiconflictiva. Pero como le sucede al personaje de Clooney, Alexander Payne tampoco parecer acertar con lo que le rodea. La incorporación de ese amigo absurdo que interpreta Nick Crause sólo sirve para sacar un momento divertido en su enfrentamiento más que verbal con Robert Forster, pero es difícil encontrar los motivos por los que está insertado en la trama. Como lo de los terrenos de Hawai y la interminable lista de primos de Matt King.

Los descendientes no deja de ser una peliculita más o menos intrascendente que, por algún motivo y sin duda por la presencia de George Clooney, ha alcanzado cierta relevancia mediática y crítica. A mí me parece una muestra más de un cine más vacío de lo que parece, que siempre deja algún momento divertido, algún momento dramático y algún momento sobresaliente pero que en conjunto siempre deja una sensación insatisfactoria. Hay lucidez en el retrato de una familia desestructurada, en el reflejo de un marido que ha perdido el rumbo de la relación con su mujer y con sus hijas y en el bosquejo de un hombre ingenuo que no es capaz de ver la realidad aunque la tenga delante. Pero el envoltorio es raro. Es una mezcla extraña entre lo cotidiano y lo inverosímil que no soy capaz de desentrañar, por más que mire la camisa hawaiana de Clooney, y que no me termina de aportar nada más. Los descendientes, por eso, se queda en un entretenimiento ligero y bastante inane para mayor gloria de George Clooney.

viernes, febrero 10, 2012

'Caballo de batalla', Spielberg es de otra época

Si en los años 70 y 80 Steven Spielberg fue un renovador del cine, el mismo realizador se ha ido convirtiendo a sí mismo en una reliquia. Dicho así, puede sonar mal, despectivo. Pero es justo lo contrario. Steven Spielberg es hoy un cineasta de otra época, uno que en los años 40 y 50 habría sido adorado con devoción y que, sin embargo, es examinado con lupa en el siglo XXI. Caballo de batalla le confirma como el más clásico de los directores épicos contemporáneos, como un maestro de los sentimientos más allá y en connivencia con la imagen, como un dominador absoluto de todo cuando acontece en la pantalla. Tiene tanto dominio del arte como del lenguaje cinematográfico, y eso, sinceramente, hay muy poquitos cineastas que lo puedan decir. Hay en Caballo de batalla una hermosa ingenuidad que, quizá, haga que no sea éste su mejor filme. Pero ya quisieran otros muchos, con sus obras magnas, ser capaces de emocionar la mitad de lo que Spielberg consigue con este precioso y emocional cuento.

Supongo que en este punto es obligado admitir que soy un ferviente admirador de Steven Spielberg. Quienes vieran una estupidez la excusa argumental de Salvar al solado Ryan, quienes se aburrieran con La guerra de los mundos, quienes no piensen que E.T. encierra una grandeza única o quienes no se emocionaran hasta la lágrima con Inteligencia artificial es bastante probable que no estén de acuerdo con lo que diré de Caballo de batalla o de su autor. A Spielberg la excelencia técnica se la reconoce todo el mundo, pero se le suele negar con demasiada frecuencia su condición de artista. Y sin embargo, es uno de los pocos cineastas que consigue que todo funcione en sus películas. Podrán gustar más o menos, podrán tener más o menos fallos, se podrá empatizar más o menos con sus mensajes, pero lo que se ve en pantalla es siempre lo que la mente de Spielberg imagina. No se me ocurre nada más elogioso que eso para calificar a un artista, que sabe lo que quiere y tiene la capacidad de plasmarlo tal y como lo ve, además de conectar fácilmente con el espectador.

Caballo de batalla no deja de ser un cuento, y como todo cuento tiene partes muy sensibleras. Eso forma parte del espectáculo tal y como está concebido, aunque seguro que eso mismo le restará aprecio a este título como ya le sucedió a otras películas de su filmografía. Tiene este filme cosas del Spielberg de diferentes épocas. Recupera repartos más o menos desconocidos, como los que usó durante sus primeros años en el cine (y qué pedazo de reparto, encabezado por el joven Jeremy Irvine; no hay ningún actor que esté fuera de lugar en ningún momento) y utiliza escenarios de guerra que no se atrevió a pisar con seriedad hasta que no alcanzó una madurez como director dramático. Pero al mismo tiempo se reinventa con una estructura muy distinta a la que ha utilizado en anteriores películas, muy casual, con continuos cambios de ritmo pero evitando con maestría el aburrimiento, que no llega en ningún momento de las dos horas y media que dura el filme.

Y, por supuesto, adereza todo el conjunto con un envoltorio precioso, el que le otorga la confianza de sus colaboradores de siempre, con especial atención a la magnífica fotografía de Janusz Kaminski y a la espléndida música (con resonancias de Un horizonte muy lejano) del mítico John Williams. Una vez vista Caballo de batalla queda enterrado para siempre el mito de que no se debe rodar con animales. El caballo protagonista, Joey, es mucho más que un actor en la película. Es un transmisor de emociones que se mueve al son que marca la genialidad de Spielberg. No hay nada falso en las peripecias que vive, desde que nace en Devon, un pueblecito inglés, hasta que se ve inmerso en las batallas de la Primera Guerra Mundial. No es, por cierto y por si alguien espera ver el desembarco de Normandia de Ryan, una película de guerra, aunque las escenas bélicas que hay en la hora final del filme están a la altura de los mejores momentos que ha rodado jamás Spielberg, tanto a nivel visual como a nivel emocional (impresionante a todos los niveles la huida del caballo entre las trincheras y el campo de batalla y el posterior encuentro entre un soldado inglés y otro alemán).

Caballo de batalla es la película en la que Spielberg da rienda suelta a la inocencia del cine de mediados del siglo XX y que ha venido colando en mayor o menor proporción en casi todas sus películas. Hay algún momento en que esta apuesta puede resultar excesiva, debido a que todo parece demasiado orquestado como para ser creíble. Pero hay que darlo por bien empleado si gracias a eso se puede conseguir un final tan visualmente hermoso como el que brinda aquí Spielberg o una conversación tan bonita como la que ofrecen justo antes dos de los principales protagonistas de la película (impresionante aquí Niels Arestrup, que junto a Peter Mullan y Emily Watson dan un toque de distinción y madurez a un reparto eminentemente joven). Quizá lo más flojo de Caballo de batalla esté en su primera mitad, donde es posible que se hubiera podido recortar el metraje, y eso también ofrece cierto desequilibrio con la fantástica hora final. Pero impresiona en cualquier caso. Aunque sea una película de 2011 que en realidad debió de estrenarse en 1951.

miércoles, febrero 08, 2012

'Los Muppets', nostalgia y reivindicación

Habrá quien vea el cartel de Los Muppets y despreciará el producto en favor de títulos más taquilleros, estrellas más reconocibles o cine más trascendente. No puedo culpar a quien lo haga, pero desde luego no voy a estar de acuerdo. Para mí, y no soy todavía de los que peinan canas precisamente, la nostalgia es un factor a favor de ver una película. Los Muppets, lo que en su día fueron para mí los Teleñecos, forman parte de mi cultura, y eso cuenta. Quizá quien tenga a estos personajes como algo ajeno no entenderá la sonrisa que había en mi cara al salir del cine. Pero es que Los Muppets, y ahí está la sorpresa, es también un ejercicio de reivindicación. De una forma de entretenimiento que estamos olvidando en favor de espectáculos olvidables y de dudosa calidad, de los nombres que perduran en el tiempo y no están sujetos a modas. Y también del musical de comedia más Disney, ese que ya sólo Disney hace de vez en cuando y que sigue siendo tan bonito como la primera vez. No seré yo quien oculte que se lo ha pasado fenomenal con este revival.

Los Muppets es una comedia. Vaya novedad, ¿verdad? No, pero es que es una comedia. Eso que hace reír de verdad, eso que no tiene que estar recurriendo constantemente a la escatología o a las alusiones sexuales para intentar sacar de sus espectadores una carcajada. Hay buen gusto. Hay gracia. Y, claro, hay diversión. Porque eso no se puede negar, estos personajes que el legendario Jim Heson creó en los años 50 del siglo pasado siempre han sabido cómo hacer reír. Por supuesto, hacen reír con lo más clásico de su repertorio, con la batería de Animal, con el Mah na, mah na que todos somos capaces de cantar, con el eterno amor entre Peggy y Gustavo, con los trompazos de Gonzo. Pero esta reaparición de los personajes en la gran pantalla, es nada menos que su novena película, hace reír de muchas más formas, por ejemplo con bromas ácidas a la industria y a la vida de nuestros días, con bromas internas y con cameos divertidísimos (que aparecen listados justo cuando acaban las imágenes).

Hablar de esta forma de hacer reír no es en absoluto algo irrelevante a la hora de valorar Los Muppets. Yo es algo que echo de menos con frecuencia. No me gusta la comedia moderna. No me hace reír. Estos adorables personajes de trapo sí. Y será cine menor, desde luego, porque no tiene grandes pretensiones, ni un artesano detrás de la cámara, tampoco enormes interpretaciones o un inolvidable trabajo de producción en la pantalla. Pero tiene algo de lo que carece la comedia moderna: alma y corazón. Los Muppets, y lo hacen con toda la sinceridad del mundo, alegran antes de hacer reír. Hacen que te sientas como un niño pequeño, embobado frente a la pantalla, entendiendo que las marionetas tienen vida dentro de este particular universo, y después es cuando sueltan la gracia que provoca la risa. James Bobin, director británico de televisión, no podía debutar de mejor forma en la gran pantalla,. No, insisto, con una película inolvidable y digna de aparecer en los manuales de cine. Pero sí con un magnífico producto de entretenimiento que cumple con todo lo que se propone.

La película nos cuenta la historia de dos hermanos. Walter es un Muppet pero no ha crecido como ellos. Los descubrió en televisión y desde entonces se convirtió en su mayor admirador. Gary (Jason Segel) es un hombre, pero por su hermano vive la vida como si fuera un Muppet en todo... salvo en la relación con su novia, Mary (Amy Adams). Para celebrar su décimo aniversario de novios, Gary y Mary deciden irse a conocer Los Angeles, pero se llevan a Walter para que haga realidad su sueño de visitar el estudio de los Muppets. Una vez allí, Walter descubre un inquietante plan de un siniestro empresario (Chris Cooper) que pondrá en peligro la misma existencia de sus ídolos televisivos, y se pondrá manos a la obra para detenerlo. No es, obviamente, una película de actores, sino de marionetas, pero es imposible resistirse a la tentación de alabar una vez más a Amy Adams, una extraordinaria actriz tanto como una perfecta chica Disney, o la diversión que sin duda caracteriza el histriónico papel de villano de Chris Cooper.

Un par de números musicales como sólo Disney los puede hacer ya (y que Amy Adams ya había demostrado que los puede hacer con categoría en Encantada), incontables alusiones directas al modo de hacer una película, la divertida presencia de caras famosas a veces haciendo de sí mismos (como Jack Black, o al divertidísimo momento de Gustavo con Whoopi Goldberg, Selena Gómez, y....) y a veces con personajes de lo más excéntrico y divertido (ojo a la aparición de Alan Arkin o Emily Blunt) y la simple y agradecida presencia de Gustavo, Fozzie, Gonzo, Animal, Peggy y tantos otros hacen de Los Muppets una película entrañable y digna de disfrutarse. Porque, y ese es el mensaje real de la película, los Muppets, entendidos también como metáfora de tantas formas de entretenimiento nacidas en años pasados, no pueden morir, nunca formarán parte del ayer aunque es evidente que sí tienen un hueco mucho más estelar en tiempos pasados que no en estos tristes días que tenemos para tantos cosas. Hablar de nostalgia y diversión define lo que es ver esta película.

domingo, febrero 05, 2012

'Moneyball', conmovedora y emocionante metáfora de la vida

Que nadie se engañe. Moneyball. Rompiendo las reglas no es una película sobre béisbol. No es tampoco una película de Brad Pitt. No es una historia real. No es una americanada. O quizá sí lo es. Quizá si es todas esas cosas. Y si se quedara ahí, se habría convertido en un titulito más que pasa por la cartelera convenciendo sólo a los aficionados a este singular deporte y a los que admiren al actor protagonista. Pero no se queda ahí, afortunadamente eso es sólo el punto de partida para construir algo mucho más grande. Moneyball es un retrato conmovedor emocionante. ¿Retrato del béisbol? No, retrato de un hombre y, sobre todo, retrato de la vida. Es una hermosa metáfora convertida en película que incita a sentir, a emocionarse, a empaparse de todos los detalles de un mundo muy concreto que no es necesario conocer para sentir empatía por sus protagonistas. Si encima se conoce, Moneyball es sencillamente una película imprescindible, porque entiende perfectamente de lo que está hablando. Entiende las sensaciones que deja el deporte, entiende la vida.

Lo que ofrece Moneyball es un apasionado relato de lo que aconteció en 2002 en un modesto club americano de béisbol, el Oakland Athletics, desde el punto de vista de su manager, Billy Beane, una antigua promesa de este deporte que no llegó jamás a triunfar, y el atípico ayudante que contrata, Peter Brand, un joven licenciado en económicas que tiene un sistema basado en cifras y estadísticas y no en los clásicos ojeadores de jugadores para revolucionar la gestión de un equipo de béisbol. Da igual saber o no qué pasó en aquella temporada para conectar enseguida con la historia, gracias a un prodigioso arranque de película. Bennett Miller, que hasta ahora sólo había dirigido la irregular Truman Capote y hace ya de eso siete años, se revela como un extraordinario pintor de las emociones humanas que genera el deporte. Es irresistible el retrato que hace de Beane sólo con esa escena inicial, y que encuentra un desarrollo maravillosa en las poco más de dos horas siguientes. Así, Moneyball llega a ser un hermoso retrato de un equipo pequeño con el que se puede identificar el seguidor de cualquier deporte.

Con esa descripción de la película, habrá quien piense que esto es sólo cine para aficionados al deporte. Y no. Esto es cine y del grande. Billy Beane es un personaje de carne y hueso. Los Oakland Athletics son un equipo real. Y la película es una metáfora de la vida. "Just enjoy the show" ("Sólo disfruta del espectáculo") son las últimas palabras que se pronuncian en Moneyball, en un cierre hermosísimo, con dos escenas que describen a la perfección lo que quiere contar esta cinta, tan fresca y emocionante como sincera. Metáfora de la vida, decía, y es que el deporte en el cine suele tener esa cualidad. Suele dar algo más, y suele funcionar además con deportes de los que uno no es necesariamente seguidor, caso del béisbol aquí pero también en casi todos los títulos que usan el boxeo como temática. Ojalá me equivocara, pero creo que en España jamás veremos una película tan hermosa como esta sobre fútbol, y no será por bonitas historias que tiene este deporte tan seguido en nuestro país. Mientras tanto, tendremos que seguir disfrutando con esas historias más grandes que la vida que sólo Hollywood parece dominar. Americanada, sí. Y eso es bueno, por peyorativo que quiera ser el término para algunos.

Todo lo descrito anteriormente es producto del gran hacer de Miller en la dirección, y sobre todo de Steven Zaillian y Aaron Sorkin en el guión. Juntos juegan a la perfección con las emociones que hay en el filme, subrayan con un buen gusto admirable los momentos deportivos y también los personales, ofrecidos en su justa medida, sin saturar y sin desviar la atención (la modélica escena con su ex mujer o los preciosos momentos con su hija). Se ve la soledad del perdedor, la grandeza del pequeño, la fuerza de la ilusión. Y tanta genialidad que hay descrita en la pantalla encuentra un reflejo portentoso en Brad Pitt. Nunca ha sido un actor que me gustase. Siempre he visto a Brad Pitt y no a su personaje. Pero aquí no. Aquí llena la pantalla, se transforma en una persona de carne y hueso, construye un personaje memorable, formidablemente bien apoyado en la sorpresa del filme, un Jonah Hill que demuestra a Hollywood que actores de su aspecto orondo y simpático también pueden bordar personajes dramáticos. Juntos dan vida a una historia casi de dos personajes, tres si se quiere contar al entrenador del equipo, escaso papel, algo desaprovechado en la segunda mitad del filme, para un como siempre formidable Philip Seymour Hoffman.

Moneyball es un precioso y preciso relato deportivo, pero sobre todo humano. Billy Beane no es sólo el manager de un equipo de béisbol que tiene la victoria entre ceja y ceja a pesar de no haberla conseguido nunca. Es también, en los magníficos flashbacks que incluye Bennett, un joven que tiene que decidir entre una carrera deportiva y una beca universitaria. Es un hombre que tiene que hacer frente al fracaso, en el deporte y en la vida, que tiene una hija a la que adora, que tiene un trabajo que hace lo mejor que puede y en el que piensa minuto a minuto. Es un hombre que tiene sueños e ilusiones. Como todos nosotros. Por eso es tan fácil empatizar con el personaje que han descrito Pitt, Bennett, Zaillian y Sorkin en una genial confabulación de talentos que crea momentos inolvidables. Luego también hay béisbol, por supuesto, retratado con belleza (narrativa y sensorial) incluso para quienes no entendemos los pormenores de esa disciplina, pero esa es la metáfora. Lo que importa en Moneyball es todo lo demás, lo que emociona y conmueve, lo que hace recordar una vez más lo grande que puede ser el cine.

viernes, febrero 03, 2012

'Albert Nobbs', cuando la premisa se tambalea

Muchas películas se basan en premisas llamativas. En Albert Nobbs esa premisa es ver a Glenn Close haciéndose pasar por un hombre, que no interpretar un papel masculino. Es la historia de una mujer que se tiene que convertir a ojos de la sociedad en un hombre para poder sobrevivir. Con esa base, Rodrigo García monta una historia más que interesante, en un mundo en el que hay mujeres que deben esconderse y fingir lo que no son para poder subsistir. ¿Pero qué sucede cuando la premisa se tambalea? ¿Cuando parece que no es más que la excusa para montar una película a su alrededor? Sucede que la película pierde credibilidad. Glenn Close es una fantástica actriz y hace un impresionante esfuerzo en todos los sentidos, en especial con el lenguaje corporal, pero a mí se me hace imposible dejar ver a la mujer debajo del maquillaje y la actuación. La premisa se tambalea y, con ella, el conjunto de la película, por lo demás un folletín interesante y bien llevado.

Albert Nobbs trabaja como camarero en un hotel del Dublín del siglo XIX. Es un hombre menudo, metódico, trabajador, sobrio y educado. Esa es la fachada que ha escogido una mujer abandonada desde niña para poder ganarse la vida en un mundo de hombres. Bajo las ropas del camarero se esconde, sin que nadie lo sepa, un cuerpo femenino. No hay de partida, aunque luego aparecen, implicaciones de orientación sexual en esta película, sino que se trata de una historia de supervivencia. Buscando la verosimilitud del planteamiento, Glenn Close se somete a una intensa sesión de maquillaje, cambia por completo su tono de voz y modifica de forma radical su lenguaje corporal. En ese último aspecto es donde triunfa con absoluta certeza, no hay más que ver la escena de la playa para comprobar el espectacular trabajo de la actriz para transmitir con sus movimientos que se ha olvidado por completo de ser una mujer. Albert Nobbs es Glenn Close en el sentido más amplio. Y es que es también la guionista y la productora del filme.

Decía que me es imposible dejar de ver a la mujer a pesar del meritorio trabajo de la protagonista, y eso se debe a que el entorno no ayuda. Rodrigo García, director de la película, adopta sin problemas el tono sobrio que impone el personaje principal, pero la presencia masculina en el reparto hace destacar aún más la feminidad, como poco la rareza, del propio Albert Nobbs. El orondo doctor que interpreta Brendan Gleeson, el camarero borrachín al que da vida Mark Williams, el rudo y mujeriego Aaron Johnson o, en su breve aparición, el noble juerguista de Jonathan Rhys Meyers, son tan arquetípicos que actúan como faros en la oscuridad, señalando que hay algo diferente en Nobbs. Pero es que la misma sensación deja el resto del reparto femenino, empezando por una Mia Wasikowska que, esta vez sí y a diferencia de su frialdad habitual (Jane Eyre o Alicia en el País de las Maravillas), construye un buen personaje, sólo lastrado por el tópico que encarna. Hombres y mujeres colocan a Albert Nobbs lejos de sus círculos, y se dificulta así la tarea de aceptar el realismo de este supuesto hombre. Del personaje de Janet McTeer mejor no revelar nada.

Para quien la premisa inicial funcione, la película ganará en interés. No es, en absoluto, una mala historia de época, que trata cuestiones de bastante interés, a nivel personal (los dilemas de una mujer escondida en un mundo de hombres, sus dudas sobre qué caminos tomar y cómo tomarlos) y a nivel social (la situación de la mujer en el siglo XIX). Rodrigo García sabe combinar con bastante acierto la comedia y el drama. Pero el hecho de que sea el primer guión de Glenn Close hace que todo esté demasiado basado en situaciones conocidas y en personajes típicos. No consigue Albert Nobbs una entidad por sí sola como película más allá de la premisa inicial, más comercial que cinematográfica, de convertir a Glenn Close en un hombre. Y eso coloca la credibilidad del filme en el filo de la navaja. Quien admita que esa mujer ha podido hacerse pasar por un hombre durante décadas sin ser descubierta y en un entorno socialmente concurrido, superará escenas sin problemas y disfrutará de bastantes. Quien no, probablemente pensará que es una película demasiado larga y que podría haber sido mejor.

miércoles, febrero 01, 2012

'Underworld. El despertar', intrascedente más de lo mismo

Hay un momento en el que Underworld. El despertar parece que va a ser algo diferente. Recapitulemos. Es la cuarta entrega de una saga en la que los vampiros y los hombres lobo mantienen un milenario enfrentamiento que tiene su último campo de batalla en nuestros días. Diferente no parece así de partida. Pero hay un momento, digo, y además llega bastante pronto, en que El despertar parece que va a aportar algo diferente. Pero no lo hace y se queda en una historia intrascendente. Lo diferente se queda en la escena de apertura de la película y se diluye para volver al mismo camino de siempre. Es un camino que sus responsables conocen y que aplican con la misma corrección que capacidad de olvidar o prever lo que se ve. Es decir, que entretener sí entretiene, pero no ofrece nada nuevo que degustar. Una heroína atractiva, mucha acción imposible, peleas entre vampiros y licántropos y un festín de efectos especiales que cada vez parecen más dibujos animados. Eso sí lo ofrece. Y el tan inevitable como superfluo 3D.

Decir de una película que es una cuarta parte suele retraer a quienes no hayan visto las tres primeras. Nada de que preocuparse por ese motivo, los primeros dos minutos de película son un resumen de las tres entregas anteriores. Y como así parece que tampoco es necesario saber nada más para lanzarse de lleno a esta cuarta parte, cabe preguntarse de qué sirvieron las casi seis horas anteriores, si en realidad todo era tan fácilmente resumible de esta forma. Lo mejor de El despertar está, además, en su prólogo, una escena contundente que podría haber abierto nuevos derroteros en la saga, acercándola, por ejemplo, a lo que supone X-Men para el cine de superhéroes. Pero no es el objetivo de sus guionistas (entre los que se encuentra J. Michael Straczynski, autor de cómics). Prescindiendo de contar lo que sucede en esa escena y lo que acontece a partir de ahí para no destripar nada, la película va de la pelea entre estas dos razas de criaturas sobrenaturales contada desde el punto de vista de la conocida Selene.

En los últimos años, el cine de acción de Hollywood ha intentado apostar por unas cuantas heroínas para protagonizar títulos que aspiran a romper taquillas. No lo ha conseguido, como tampoco una calidad sobresaliente, en muchos casos ni mínimamente decente (¿hacer falta recordar Catwoman o Elektra?) en este sector del género que compensara la práctica falta de cariño de los aficionados. Underworld es una pequeña excepción, y creo que su protagonista tiene mucho que decir en eso. Kate Beckinsale es la perfecta heroína de acción. Es sumamente atractiva, se beneficia de un disfraz de cuero negro que realza todas sus curvas, y tiene un personaje coherente en todas las películas. Dan ganas de ver a esta actriz en un filme que sí explote sus virtudes (¡ojalá hubiera conseguido ser Wonder Woman!). Y es que aquí no hay nada demasiado trascendente, porque en esta cuarta entrega, a pesar de las inmensas posibilidades abiertas, prima la acción descontrolada y el duelo con un villano (Stephen Rea) que tampoco termina de convencer demasiado. Pero Beckinsale se sostiene con dignidad por encima del andamiaje de la película.

Esta saga llega ya a su cuarta película sin haber ofrecido nada realmente memorable. El despertar lo intenta en algunos momentos en los que los lazos afectivos de Selene parecen encaminar la historia, pero rápidamente vuelve a lo de siempre, acción, vampiros y hombres lobo. No es que esté mal hecho, y para quienes no se hayan tragado las anteriores películas de la saga puede sonar hasta curioso (o casi una versión salvaje del Crepúsculo tan de moda), pero está muy visto. Y buscando que todo sea más grande que en las entregas precedentes acaba convirtiendo lo que antaño podía salvar una película como ésta, sus efectos especiales, en algo que juega en su contra. Llevamos años diciendo que el cine de animación está alcanzando unos niveles de realismo sublimes, pero con el cine de acción real pasa justo lo contrario: sus criaturas hechas por ordenador, con las excepciones que sí alcanzan el grado de excelencia, parecen cada vez más dibujos animados. Eso es lo que sucede con los hombres lobos de Underworld. ¡Si Lon Chaney Jr. levantara la cabeza o si Rick Baker viera esto!

Los suecos Mans Marlind y Bjorn Stein se hacen cargo de la dirección y entre lo poco que aportan, aunque dijeron que sería un filme diferente a los anteriores, está el movimiento. Demasiado. Y mucha oscuridad, lo que para el 3D es un enemigo de gran peso. El 3D, por cierto, encuentra aquí un nuevo argumento para sus detractores. No se puede justificar una película en este formato por tres o cuatro proyectiles disparados en dirección a la cámara. Pero se sigue haciendo y sigue colando. Así que a la hora de poner argumentos en la balanza, ganan los que juegan en contra del aprobado de esta película. El atractivo de Kate Beckinsale a muchos niveles, y no sólo en cuestiones índole sexual o de imagen sexualizada, pesa lo suyo, y tienen cierta gracia algunas soluciones a momentos de acción (ojo a cómo se libra Selene de un ascensor que le cae encima, sencillamente hilarante). Pero es que el guión es normalito y tiene inmensos agujeros. Los efectos son muy cartoon y el final abierto empieza a ser ya cansino en una película de género. Entretener, entretiene. Pero como tantas otras.