viernes, septiembre 18, 2015

'El corredor del laberinto. Las pruebas', cansado de correr

En una de esas frases casi proféticas, el protagonista de esta saga fantástico-juvenil de El corredor del laberinto, la enésima de esta clase y condición, proclama: "¡estoy cansado de correr!". Y esa es justo la sensación que deja esta segunda parte, Las pruebas. En realidad, es la misma que dejó la primera. Idéntica. Sin cambios, sin identidad y sin personalidad. Así es como se construyen estas sagas en nuestros días, acumulando escenas, sumando minutos (¡131 esta segunda película!) y en realidad sin contar gran cosa, sin que los personajes muestren una evolución o características individuales e intrasferibles. Como ya se podría haber asegurado después de la película original, esas iban a ser las constantes de esta primera secuela. Y después de verla, se confirma. Forma parte de un modelo de hacer cine que acumula estrenos para multiplicar beneficios. Obviamente funciona, porque la gente paga entradas por verlo, pero el resultado cinematográfico es pobre ya desde su concepción.

El gran problema no es ya que la historia enganche o no, sino que hay tal desgana a la hora de hacerla coherente que resulta imposible seguir lo que sucede sin pensar en las inmensas incongruencias que hay en el filme. Las hay en cuanto a la continuidad de la película, las que podrían afectar a esta tanto como a cualquier otra, pero también las hay en las normas de este universo creado a partir de las novelas de James Dashner. Y cuando no existe un plan, más allá de ir llevando a los personajes corriendo (literalmente) de un lado a otro, a veces incluso sin resolver satisfactoriamente escenas de acción que aparecen cortadas sin más para pasar a la siguiente, la tarea de aceptar lo que sucede en la pantalla es sencillamente titánica. Con una exigencia muy baja, y ojo, eso no es necesariamente malo porque es un cine que tiene un público, es verdad que el enorme movimiento y la espectacularidad de los escenarios puede valer, pero es una pena ver tantos recursos empleados en tan escaso empeño.

Porque, y hay que decirlo claramente, El corredor del laberinto podría haberse hecho bien. ¿Pero para qué, si ya se asume que va a vender las suficientes entradas como para ser rentable? Esa sensación se tiene en tantas y tantas escenas de la película, desde la lamentable vigilancia de la sala más supersecreto de la instalación en la que casi arranca el filme hasta la aparición de la nada de una tormenta, pasando por la trampa más patética que se haya podido montar jamás si lo que se pretende es que los prisioneros no se escapen. Hay tantas cosas que provocan perplejidad que, hay que insistir en ello, la credibilidad se desmorona por sí sola. Luego ya podríamos entrar en el hecho de que hace unas dos horas y media de película que hemos abandonado el laberinto y todavía no sabemos para qué servía (ni importa), o el hecho de que todos los personajes, incluso cuando creen que nadie les ve, hablan en clave, como para mantener un secreto que, en realidad, no tiene trascendencia alguna.

Después de pasar por Las pruebas (¿a qué pruebas se refiere el título, si no hay ninguna en el filme?), la sensación es la de que no ha pasado nada. Los protagonistas, un puñado de chavales jóvenes a los que se suman algunas estrellas de segundo nivel televisivo (Juego de tronos es una cantera formidable), han corrido mucho, han cambiado de escenario, se han sumado a otros personajes. ¿Pero ha avanzado la historia? Nada. Y eso demuestra lo inane que es alargar tanto estas sagas en lugar de reconstruirlas pensando en las posibilidades que ofrece el cine, algo que no se hace en la industria contemporánea. Por eso estas películas están tan lejos de los clásicos de fantasía y ciencia ficción de los años 80, cuando sí nacían clásicos. Lo único verdaderamente digno de El corredor del laberinto es que, en contra de la actual moda de estas sagas, no va a prolongar todavía más innecesariamente la agónica acumulación de escenas inconsecuentes en una película final dividida en dos. Sólo queda una. Menos mal.

viernes, septiembre 11, 2015

'Ma ma', retazos del mejor Medem

Con la deslumbrante y sugerente filmografía que construyó Julio Médem en los años 90, que se perdiera con el cambio de siglo por caminos difíciles de desentrañar fue una de las peores noticias que pudo azotar a sus seguidores. El punto de inflexión lo marcó el polémico documental La pelota vasca, pero después no consiguió volver a ser el Médem de Los amantes del Círculo Polar, Tierra, La ardilla roja o Vacas. Desde Lucía y el sexo, Médem no volvía a ser Médem. Y Ma ma, que llega nada menos que catorce años después del filme protagonizado por Paz Vega, es el título que por fin nos devuelve al mejor Médem, aunque sea a retazos. Su poesía visual está ahí. Y la prolongación de su formidable universo femenino que supone Magda, esta mujer que se enfrenta a un cáncer de mama que está interpretada por Penélope Cruz, es igualmente atractiva. Sólo con eso ya bastaría para salir más que satisfechos de este regreso de Médem, pero hay más, aciertos y errores.

Empezando por lo primero, lo que sorprende negativamente es que la película no tenga en su arranque la naturalidad que caracteriza al cine de Médem. Los diálogos parecen forzados, incluso falsos, algunas situaciones también (algo que se extiende casi hasta el final con el exagerado e imposible papel del médico que interpreta francamente bien Asier Etxeandia) y eso hace que se tarde en entrar en el universo de la película, incluso aunque ya desde su primera escena quedé asentado todo lo que quiere ser. Es verdad que el impacto emocional que supone la historia, de idéntico nivel de dramatismo y realidad, oculta algunos de esos defectos de ritmo y tono que se puedan detectar, y eso mismo también hace plantearse algunas dudas. ¿Es Médem y lo que ofrece lo que provoca las emociones a flor de piel que hay en Ma ma o es la situación que describe? No se puede negar la influencia de lo segundo, pero lo primero cuenta de la misma manera.

Y es que Medem, con todo lo que ha hecho sufrir a su cine en la última década, sigue teniendo un toque mágico. Sus instantes oníricos, la forma en la que transforma la ambientación de una escena, la forma en la que juega con los sentimientos y las emociones son detalles que hacen que sus magníficas historias cobren una vida muy especial. Eso se vuelve a ver en Ma ma, como no se había visto en Caótica Ana o en Habitación en Roma, y es el principal motivo de gozo. Médem sabe entender al personaje de Magda, como también lo comprende Penélope Cruz, en una de las mejores actuaciones de su, la verdad, algo sobrevalorada carrera. Pero al mismo tiempo, y siendo lo femenino algo que marca tan profundamente el cine de Médem, sabe conjugarlo con la parte masculina de su universo, con un fantástico Etxeandia y un espléndido Luis Tosar.

Con los elementos que maneja, parece evidente que Médem ha arriesgado mucho más de lo que le permite el tema que trata. Sus imágenes van mucho más lejos de lo que el retrato de un cáncer de mama le habría permitido a un director que optara por un tono mucho más documental o telefílmico. Y es que Médem, y de eso hay que felicitarse, no es un director al uso. Por esos sus imágenes tienen tal poder de atracción, y por eso es capaz de conjugar su enorme talento visual con la narrativa que necesita una historia de esta índole. Ma ma es una historia dura y difícil, pero Médem ha sabido introducirla en su estilo, en su universo, entre lo que siempre ha querido contar a través de sus personajes femeninos, y dándole un envoltorio que siembra emociones de forma continua, y lo hace a través de un escenario mucho más complejo y vital de lo que se circunscribe al punto de partida de su historia. Esa siempre ha sido la grandeza de Médem, contar lo cotidiano desde una perspectiva inusual. Y ese Médem, aunque aún imperfecto, ha vuelto. Ya era hora.

'Reina y patria', atípica y atractiva secuela

Seguramente será una sorpresa para muchos descubrir que Reina y patria es una secuela. John Boorman estrenó nada menos que en 1987 Esperanza y gloria, un filme parcialmente biográfico que situaba la acción durante la Segunda Guerra Mundial y que fue nominado al Oscar a la mejor película. Esa parte del relato es a la que referencia el arranque de Reina y patria, una atípica y atractiva continuación de esta historia de Bill Rohan, ya un adolescente reclutado para el servicio militar, que es la etapa que describe esta película, de nuevo escrita y dirigida por Boorman. El resultado es más que agradable, irregular en bastantes momentos, eso sí, y sobre todo en su segunda mitad pero que en conjunto funciona como una acertada historia sobre el aprendizaje en la vida, que destaca sobre todo con una visión tan sarcástica como cínica de la vida en un campamento militar.

Realmente, eso es en lo que destaca Reina y patria, en su mirada hacia el ejército, que sabe moldear con sus dosis de drama y con sus dosis de comedia, mezclando los actores jóvenes que encabezan el reparto, Callum Turner y Caleb Landry Jones, con veteranos que le dan fuste a esas secuencias como David Thelis o Richard E. Grant. Pero, sin embargo, la película acaba adentrándose en un terreno complicado en el que no termina de acertar tanto cuando se aleja de ese recinto militar cerrado. La película, como era de esperar, se adentra en los más peligrosos terrenos de los primeros amores, de las relaciones familiares y algún que otro tema que es mejor descubrir en la propia película y que queda como muy en el aire. Ahí, probablemente, se ve el hecho de que sea un relato semiautobiográfico, sin tantas necesidades narrativas cinematográficas y sí pretensiones de satisfacer la propia memoria de Boorman.

No es que eso falle, es que la transición entre los diferentes escenarios no es fluida. La película pega saltos considerables que no siempre se pueden asimilar sin más. Escena a escena nada parece fallar, e incluso algunas de las conclusiones finales son emocionantes (sobre todo la del personaje de Thewlis, superior en rango a los dos chicos protagonistas y, de alguna manera, su principal antagonista), pero una vez pasada la primera hora el conjunto no es tan redondo. Sigue siendo interesante, pero le falta algo de cohesión y adolece de una narrativa más constante y firme, más decididamente cinematográfica, o que sepa aprovechar algunos de los elementos con los que juega, como por ejemplo la afición cinéfila del protagonista (heredera, obviamente, de la del propio Boorman) o la compleja relación que establece con el personaje de Tasmin Egerton (el juego de no saber su nombre es uno de los detalles más simpáticos del filme).

Reina y patria asume sin complejos su condición de episodio, con un brevísimo vínculo con el filme anterior, dejándose ver incluso sin haber pasado por Esperanza y gloria, y dejando abiertos muchos temas como para que sea plausible una tercera parte. El interés en los personajes, desde luego, queda al final tan intacto como lo está al principio de este nuevo filme de Boorman. Y como este es un director que sabe rodar con mucho talento, la película es muy disfrutable a muchos niveles, sobre todo en ese cinismo que desprenden muchas de las escenas militares, muy divertidas, también en la formidable reconstrucción histórica que hace el filme. No es perfecto, y quizá sus problemas narrativos hacen que sus 115 minutos sean algo excesivos, pero es una buena película, muy personal con la que a la vez es bastante fácil empatizar y en la que Boorman muestra un muy agradable sentido del humor.

'American Ultra', un exceso sin historia

Que nadie espere en America Ultra una historia. No la hay y no la quiere. Lo único que necesita es una excusa que permita aceptar que el pusilánime Mike Howell interpretado por Jesse Eisenberg (uno de esos actores que después de una genialidad, en su caso La red social, se ha dedicado más a interpretarse a sí mismo que a crear personajes y que necesita ya cambiar de tercio), se convierte en una máquina de matar. Y se acepta, pero con muchas reservas, porque American Ultra es una película que se pierde en el detalle exagerado y violento porque entiende que sus bazas están ahí. Quiere también jugar la baza de las sorpresas, pero la ausencia de historia, de la que es plenamente consciente el filme, hace que no haya mucho margen para aceptarlas, e incluso alguna se antoja inverosímil incluso en el marco de esta descomunal ida de olla, que gustará a quien entre en su humor y seguramente no despertará mucho interés en el resto.

En realidad, no hay nada en American Ultra que no hayamos visto mil una y veces, y aunque haya un cierto paralelismo fácil con la saga de Bourne, el referente más claro es Wanted, por tono, por estilo y por violencia desbocada. La diferencia está en que en Wanted había una historia, una que tergiversaba y olvidaba elementos esenciales del cómic en el que se basa, pero una historia al fin y al cabo. En American Ultra no. Todo se basa en aceptar lo que hacen los personajes, Mike y su novia Phoebe (Kristen Stewart), los enfrentados agentes de la CIA Adrian Yates y Victoria Lasseter (Topher Grace y Connie Britton) y hasta algunos secundarios que van desde lo estrambótico a lo directamente irrelevante (John Leguizamo en el primer caso, Bill Pullman en el segundo). Si se acepta, igual se entiende la broma. Pero si no... Si no se acepta, esta no será más que otra película a olvidar.

Y la verdad es que se acerca mucho más a ese segundo terreno que al primero, precisamente porque no hay demasiado carisma en el reparto, ni tampoco una química demasiado interesante. En la película van pasando cosas, muchas, explotan sitios, se suceden peleas, hay sangre y golpes. ¿Pero adónde va todo esto? A un final más que previsible al que se llega después de unas cuantas escenas de ultraviolencia sazonada de comicidad que, a estas alturas, ya no aporta nada nuevo. Así que sólo queda la posibilidad de disfrutar del viaje de una forma confortable, algo que más que el envoltorio lo podrían proporcionar los actores. El único al que de verdad se ve metido en su tarea, con algún detallito de esta Kristen Stewart empeñada en mostrar algo diferente a Crepúsculo (y se agradece), es Topher Grace. No es que su personaje sea brillante o su actuación espectacular, pero sí destaca sobre el resto.

Cuando uno ve el cartel de American Ultra y descubre que la frase con la que se quiere vender es "todos colgados", sólo queda darle la razón. Todos colgados, desde su director, Nima Nourizadeh (es su segundo filme tras Project X) a su guionista, Max Landis (que saltó a la fama con Chronicle) pasando por muchos de sus actores. Todos colgados, sobre todo porque quieren estarlo. Y sin posibilidad de rendención en los 100 minutos que dura American Ultra, exactamente la película que quería ser sin ningún género de dudas (tan alucinógena como la secuencia de animación que sirve para los créditos finales) y prolongación inevitable de una interpretación del cine de acción que ha venido calando en los últimos años y que apuesta por la violencia por encima de la historia. Probablemente no sirva para mucho más que un rato de asombro y caiga rápidamente en el olvido, pero quién sabe.Quizá el pública la alabe y tengamos un American Ultra 2.

viernes, septiembre 04, 2015

'Ático sin ascensor', la fuerza de la naturalidad

Habiendo tantos y tantos actores que fuerzan el gesto, la voz y los diálogos, ver lo que hacen Morgan Freeman y Diane Keaton en Ático sin ascensor sirve para reconciliarnos con la esencia de la actuación. Lo que ellos consiguen en la pantalla es que la naturalidad sea su arma, su forma de convencernos de que quienes protagonizan la película son personas de carne y hueso, de que sus problemas son reales, de que sus diálogos nace de toda una vida en común. Son dos auténticos monstruos, y lo son precisamente en ese terreno. Luego Morgan Freeman podrá encajar en el cine de acción de gran estudio y Diane Keaton en las comedias más desenfadadas, pero en lo que son maestros es en esto. Sin ellos, Ático sin ascensor se podría descoser con cierta facilidad. Parte de una anécdota muy pequeña como para perdurar, una pareja que pone en venta su piso, y tiene algunos problemas narrativos bastante palpables, ¿pero a quién le importa cuando Freeman y Keaton tienen tanto que ofrecer juntos?

Estos dos veteranos intérpretes forman una extraordinaria pareja en la pantalla, y no sólo por la mezcla racial, algo que importará más en Estados Unidos que aquí, y que apenas tiene una pincelada argumental en la película. Es verlos por primera vez y ya se tiene la sensación de que son un matrimonio que lleva unido cuatro décadas. Y es escucharles y se palpa esa naturalidad, esa sencillez que invita a pensar que no tienen un guión entre las manos y, simplemente, están dando vida a sus personajes. Eso, que así escrito parece tan fácil, es algo que no saben hacer o por lo menos no dominan la gran mayoría de los actores. Llegar hasta ese punto es lo que lleva a un actor a tener el convencimiento de que puede hacer cualquier cosa en una película. Ático sin ascensor es una película amable, pero Freeman y Keaton hacen que sus personajes sean mucho más profundos que la misma película de la que forman parte. Puede parecer un trabajo menor, pero es sencillamente admirable lo que han hecho para el filme de Richard Loncraine.

El director, y hace francamente bien viendo el resultado, se deja llevar por ellos y no se mete en ningún lío. Sí que es verdad que la película, analizada sin el trabajo de sus actores, se puede quedar en poca cosa. Es divertida cuando debe serlo y no está mal llevada, pero a cambio promete alguna que otra cosa que no termina de ofrecer. Por ejemplo, el uso de los flashbacks, que en todo momento parece indicar que hay algo más en el terreno narrativo, se acaba revelando como algo aleatorio. O la narración en off del personaje de Freeman, que acaba teniendo el mismo problema. Esos dos recursos no sirven más que para una satisfacción momentánea y para alargar la película, pero en realidad no adquieren un sentido argumental suficiente. También esa historia paralela que nada tiene que ver con la pareja protagonista y que se sigue a través de la televisión, con un desarrollo que sí engancha pero una resolución que sabe a poco.

En realidad, esa es la sensación que va dejando la película. Amable, bonita, incluso emocionante, a ratos muy divertida cuando se asoma al fascinante mundo de las relaciones humanas que se establecen con desconocidos en un momento de necesidad (la jornada de puertas abiertas para vender el ático), pero que al final se ve sin más reflexión o conclusión por parte de Loncraine. La película no cierra casi nada, simplemente se deja llevar. Quizá le hacía falta algún minuto más de esos 92 que emplea para dejar una sensación más cohesionada, o quizá simplemente es que ahí está todo lo que el director tenía que mostrar. Pero lo que está claro es que hay algo que chirría. Y eso, por supuesto, no está en el formidable trabajo de Freeman y Keaton, que sí han sabido llenar los huecos que deja la película para que sus personajes sean mucho más completos que la historia de la que forman parte. Pero, con todo, es una película que, sin mayor ambición, se ve con enorme agrado.

'Anacleto: Agente secreto', demasiado viejo para esto

En más de una ocasión, el Anacleto que interpreta Imanol Arias dice "soy demasiado viejo para esto". Y efectivamente, lo es. No Imanol Arias, por supuesto, porque él es de largo lo mejor de esta adaptación del personaje de tebeo creado por Manuel Vázquez Gallego en los años 60 del pasado siglo. Pero Anacleto: Agente secreto es una película extraña, porque la apuesta de Javier Ruiz Caldera es demasiado moderna como para entender lo que realmente habría funcionado. Un Anacleto con Imanol Arias hace veinte años habría sido sensacional. Cada vez que él sale en pantalla, deja esa sensación. Hay un esfuerzo por mantener elementos que vinculen la película a la historieta, pero al final todo eso se ve devorado por el humor más moderno, por la necesidad de cameos, por buscar un humor mucho más actual que el que realmente funcionaba en las aventuras de Anacleto. Y por eso la película no termina de arrancar nunca, a pesar de algún momento notable.

Sorprende que la fórmula para llevar a Anacleto al cine haya sido la de envejecer al personaje y darle un hijo (interpretado por Quim Gutiérrez) que por supuesto tendrá que seguir al agente secreto en una de sus locas aventuras. Sin haber probado siquiera el potencial de Anacleto, el cine español ya le ha fulminado, como hizo por ejemplo con aquella rocambolesca idea de fusionar cuatro novelas del Capitán Alatriste para que luciera el cine, matando las posibilidades de hacer una franquicia exitosa. Anacleto comete el mismo error (¿recordamos las furibundas críticas que recibió George Lucas por dar un hijo a Indiana Jones?), pero lleva la broma demasiado lejos, y eso pesa, especialmente en su final. Y sorprende más cuando precisamente se ha hecho lo más difícil, encontrar a un actor que encaje en los zapatos de Anacleto, aunque sea un Imanol Arias que habría sido sencillamente perfecto hace algunos años.

La película, en todo caso, tiene un ritmo extraño que no siempre funciona. Hay momentos muy divertidos, tampoco demasiados (y eso es un grave problema cuando lo que se está adaptando es una historieta humorística), y más interés en el relevo, en la pareja joven que forman Gutiérrez y Alexandra Jiménez, en realidad un trío si contamos a Berto Romero (de su personaje sólo disfrutarán los incondicionales de su humor), que en el propio Anacleto. Tan irregular es, que incluso uno de los cameos, el de Rossy De Palma, proporciona algunas de las carcajadas más honestas de toda la película. Y en el fondo no deja de ser una pena que el foco del filme se vaya precisamente a elementos ajenos al personaje al que se quiere honrar. Gutiérrez intenta robar la película a Arias en todo momento, apostillando cada frase con una respuesta humorística, y eso no funciona casi nunca, y Arias siempre está por encima. Él, hay que insistir, en ello, es lo mejor.

Y eso que Ruiz Caldera no rueda nada mal la película, saca partido de la acción y elabora unas coreografías de pelea muy verosímiles, incluso cuando las protagoniza el propio Imanol Arias a sus 59 años. Se mire como se mire, lo mejor de la cinta es lo que rodea a su protagonista y el resto, a pesar de que el montaje apenas supera los 90 minutos, se mueve entre lo superfluo, lo simplemente correcto e incluso lo aburrido, porque hay algunas escenas de la película que bordean esa peligrosa frontera. Anacleto: Agente secreto es una ligera decepción que no siempre es fiel al material que adapta, que ha optado por un guión simple que está lejos de satisfacer por completo tanto al lector clásico de las aventuras del personaje como a quien se aproxime a la película sin conocimiento alguno del personaje. Hay detalles, hay un espléndido actor al mando, pero el resto es bastante inofensivo o no termina de arrancar.

'Dark Places', liar por liar

Las referencias son un claro enemigo del cine moderno, mucho más cuanto más alto se apunta. Encontrarse en el cartel de Dark Places que se trata de una película basada en otro libro de la autora "del Best-Seller Perdida" es una mala referencia, por enigmático que les parezca a los encargados de márketing. Porque, desde luego, el resultado de este filme de Gilles Paquet-Brenner, es bastante inferior al del sugerente trabajo de David Fincher aunque quiera partir de misterios y técnicas fácilmente emparentables. Pero la comparación es insostenible. Lo que en Perdida era un argumento diabólicamente orquestado, aquí es liar por liar, introducir elementos de una forma continua para alimentar un misterio que al final no es tan satisfactorio como debiera. Es casi una moda en el thriller moderno el optar por una complicación exagerada que, en realidad, no parece tan necesaria y que además provoca errores en el guión y que se acumulen situaciones clave que acaban siendo inverosímiles y afectan a todo el filme.

Y en el fondo es una pena, porque a Paquet-Brenner se le escapa entre los dedos un reparto espléndido, que acaba demasiado centrado en tratar de hacer creíble lo inverosímil mucho más que en construir personajes que puedan realmente vivir las situaciones que se describen. Charlize Theron es una actriz de intensidad enorme, y sobre todo su forma de entrar en la película es notable. Pero poco a poco, y eso es ilógico precisamente por tratarse de la protagonista, su personaje se diluye. Está, participa, habla, pero según pasan los minutos pierde toda profundidad emocional, algo que el guión intenta recuperar en la última escena, una que debe servir de explicación definitiva de todo lo que ha sucedido en la resolución de la trama y que en realidad ya no importa demasiado. Ese es el auténtico problema de Dark Places, que el interés por el fondo se pierde pronto y sólo queda contemplar el trabajo de los actores.

Aunque Theron es una intérprete fascinante, si hay alguien que merece ese calificativo en Dark Places es Christina Hendricks. La película, que está narrada en un doble espacio temporal (por un lado, el momento que desemboca en el asesinato que cambia por completo la vida de una niña, por otro la vida de esa niña ya convertida en una mujer sin sueños, sin ilusiones, sin vida en realidad), desaprovecha las mejores posibilidades de la película porque se limita a acumular secuencias, personajes y pistas, pero la misma realización (sobre todo un desconcertante plano con cámara subjetiva que el efecto que produce es el de estar ante un telefilme más que otra cosa) corta las alas de la película. Es verdad que siga quedando el disfrute con los actores, con las mencionadas Theron y Hendricks, pero también Nicholas Hoult (aunque su personaje encabeza la parte más inverosímil y desperdiciada de la película), Chlöe Grace Moretz o Corey Stoll.

Dark Places es una oportunidad malograda de crear un buen thriller, pero que se pierde en casi todos los niveles. Se pierde ya desde el guión (el libro en el que se basa lo escribió Gillian Flynn tres años antes que Perdida), también en la dirección y da la impresión que en el montaje, porque hay espacios de la cinta que apenas están desarrollados y que seguramente habrían resultado mucho más satisfactorios con alguna escena más, sin esfuerzos demasiado grandes y sin estirar demasiados los 104 minutos finales (la duración que figura en las webs de cine es de 114, ¿está ahí lo que falta?). Pero Paquet-Brenner no consigue avanzar más y la película deja una sensación bastante vacía, inferior al potencial de su reparto e incluso del misterio que quiere plantear. La película se verá en VOD y no llegará a los cines. Quizá ahí tenga un terreno más indicado para que encuentre su público.