viernes, marzo 30, 2012

'Ira de titanes', lo mismo pero peor

Furia de titanes, en general, no gustó demasiado. Aún asumiendo que no es en realidad una buena película, yo sí le encontré un toque de buen entretenimiento, quizá más procedente de la nostalgia que de sus méritos reales, pero me pareció una película que podía sostenerse si uno no tenía demasiadas pretensiones. Su éxito en la taquilla convirtió en inevitable la secuela. Y aquí tenemos Ira de titanes, dos años después del estreno de la primera. Como cabía temer, la continuación no sólo no es mejor que la original sino que liquida los elementos salvables de la primera. Y eso que intenta por todos los medios repetir los esquemas del filme de hace dos años, agudizando una estructura de videojuego que ya amenazaba con mermar el éxito de aquella, lo que además supone un problema añadido porque ya lo hemos visto. No hay sorpresas y sí muchos elementos introducidos con calzador, se pierde el carisma de las criaturas mitológicas que aparecían en Furia de titanes y todo queda en manos de una nerviosísima dirección de un Jonathan Liebesman que no es capaz de parar de mover su cámara en ningún plano.

Lo que más sorprende de Ira de titanes es que se trata de una fotocopia de Furia de titanes. Cambia el malo (Ares, interpretado por un plano Edgar Ramírez), cambia la chica (aquí una correcta Rosamund Pike), cambia el peinado del protagonista (de nuevo un Sam Worthington insulso, pero más vapuleado)... pero todo lo demás intenta seguir los mismos patrones narrativos del filme original (hasta presentar, curiosamente, un epílogo muy parecido al de Immortals, con la que comparte la falta de espíritu). Los dioses necesitan al semidios Perseo para salvar el mundo, para lo cual, y en contra de su deseo de vivir como humano, se verá obligado a embarcarse es una búsqueda de información y de armas que le permitan, al final y a lomos de Pegaso, derrotar auna criatura mitológica gigantesca. Las dos películas, repito, responden al mismo esquema. ¿Cuál es entonces la razón de ser de Ira de titanes? Sobra decirlo, el dinero. La primera fue un exito de taquilla (casi 500 millones de dólares en todo el mundo, por un presupuesto de 125) y se espera que el tirón resista para ganar algo más de dinero con esta segunda parte. La propuesta, en todo caso, es muy pobre, porque ni siquiera consigue mantener lo que sí llamaba la atención de la primera película.

Ira de titanes pierde por completo el carisma de las criaturas mitológicas de Furia de titanes. Parecen casi forzadas continuaciones de lo que se vio entonces, cumpliendo una función de relleno y nunca narrativa. Además, Jonathan Liebesman agudiza la nerviosa e incontrolada forma de narrar que ya mostró en la correcta Invasión a la Tierra, lo que arruina en buena medida el diseño de producción, ya que es imposible una mirada pausada hacia criaturas y entornos, que deambulan a toda velocidad por la pantalla sin que el director sea capaz de mostrarnos nada con calma. Lo único bueno que se puede decir del trabajo de Liebesman, si es que se le puede atribuir a él, es que el 3D es bastante más decente aquí que en Furia de titanes. Eso sí, no era una tarea harto complicada debido a que esa técnica era el mayor timo de la película de Louis Leterrier, quien, sin ser precisamente un artesano, saca mucho más partido del material que tenía entre manos. Al menos la duración no sólo no se le va de las manos sino que recorta algunos minutos al filme precedente hasta quedarse en 99.

Todo eso, con ser parte de los defectos de la película, podría ser pasable si Ira de titanes tuviera un buen guión. Pero no lo tiene. La mayor parte de los personajes que introduce son anecdóticos (en especial Toby Kebbel interpretando a Agenor, semidios hijo de Poseidón). Los que repiten son más planos que en la primera entrega, incluyendo a Liam Neeson y Ralph Fiennes dando vida a Zeus y Hades, que seguro que se lo pasaron genial en el rodaje haciendo lo mínimo. Sólo hay una idea interesante, la construcción del Tártaro, pero su grandilocuencia visual queda algo desvirtuada por el nerviosismo de Liebesman, no sólo en cuanto a imagen sino sobre todo narrativamente por la forma en que los héroes entran allí, torpemente y casi sin ayuda divina. En realidad, es marca de la película el arruinar sus propios planteamientos narrativos, como evidencia la torpe inclusión final de un motivo romántico, por lo visto inevitable en el cine moderno pero que, vista la película, no tiene ni pies ni cabeza, o que un semidios siempre sea capaz de llevar a cabo tareas para las que se supone que habían sido necesarios hasta tres dioses en tiempos antiguos. Incoherencia pura.

Quizá fuera la nostalgia lo que, para mí, sostenía Furia de titanes. Puede ser, ya que fue una película vapuleada por casi todo el mundo, pero no me duelen prendas en decir que me entretuvo. Ira de titanes no, porque sus intenciones distan de ser las mismas que la del filme original. Ya tenemos lo que hizo aquella, como película y como producto de consumo, y la continuación parece tener sólo el ánimo de que cuantas más personas mejor paguen una entrada. En el momento en que empieza la película, sus responsables ya se han olvidado del espectador, al que ofrecen un mal filme, sostenible sólo si las exigencias están muy por debajo de lo normal y de lo permisible incluso a una superproducción de Hollywood. Los efectos especiales no están mal, pero, además de que Liebesman se carga parte de ese notable trabajo, creo sinceramente que ya ha pasado el tiempo en el que las imágenes por ordenador podían sostener un filme por sí solas. Ira de titanes es de esas películas que justifican la mala fama de los blockbusters americanos porque no aporta absolutamente nada nuevo a la mitología que utiliza como excusa y cae en errores de todo tipo. Los más graves, insisto, los narrativos. Porque hasta una mala historia puede estar bien contada y no es éste el caso.

miércoles, marzo 28, 2012

'Indomable', imposible cuadratura del círculo

Steven Soderbergh es un director que siempre busca rizar el rizo. Siempre busca algo diferente, rompedor y definitivo. Da igual de qué vayan sus películas. Se le puede reconocer, pero no es necesariamente un mérito. Con Indomable da la impresión de que quiere hacer la historia definitiva del supersoldado de operaciones encubiertas traicionado, pero con la vuelta de tuerca adicional que supone que la protagonista sea una mujer. Una mujer que en la vida real es una luchadora y no una actriz, lo que destroza sus opciones dramáticas y abre campo en las peleas que Soderbergh registra con su cámara. Ambas cosas no pueden ser y, de hecho, no son. Como tampoco puede ser que en cada una de las películas de este director haya un conjunto de actores famosos que estén dispuestos a dar lo mejor de sí mismos. Tampoco es en Indomable. Y si todo eso se reúne bajo un guión inverosímil, repetitivo y hasta cierto punto absurdo, el resultado es una imposible cuadratura del círculo que deja al espectador tan frío como un cadáver.

El objetivo fundamental de Soberbergh en Indomable, el único que realmente alcanza, es crear una película de acción diferente en el que todas las peleas sean en planos largos, todo sucede en cámara y no por efecto de un bombardeo en el montaje o el trabajo de los especialistas. La primera pelea sorprende por ese motivo. Es dinámica, emocionante, sucia, real pero cargada de la irrealidad de las películas, y la figura de Gina Carano, su principal protagonista, crece en atractivo visual con una especie de ballet violento. La segunda pelea repite el esquema. La tercera ya comienza a cansar, no por falta de elementos de interés en sí misma sino por una inevitable sensación de repetición, por muy diferentes que sean el escenario, los movimientos y el rival. Y la cuarta, la que tendría que haber sido la más espectacular por tratarse del clímax de la película, directamente nos la omite Soderbergh, sabedor seguramente de que ya ha perdido el efecto de la sorpresa. Cuando acaba la película, el único motivo para la satisfacción está, de hecho, en las peleas.

Si esto es así es porque Soderbergh no se detiene en otra cosa que no sea el despliegue físico de Carano, una atleta profesional que, como decía, encandila con sus movimientos pero chirría en la película como actriz. Muchísimo. Cuando no pelea, da la sensación de estar interpretando una acotación del guión que pone "mirada intensa". Y lo peor de todo es que esa sensación no se tiene porque el reparto de caras conocidas que desfila por la película den lo mejor de sí mismos. Al contrario. Antonio Banderas y Michael Douglas son los que mejor parados salen de sus minúsculos papeles (la película no llega a 90 minutos y, como decía, tiene abundantes peleas que se llevan buena parte del metraje), más por clase que por el desarrollo de sus personajes. Pero ni Michael Fassbender ni Ewan McGregor, por supuesto no Channing Tatum a pesar de que no desencaje su aspecto en el papel que tiene, logran ser medianamente convincentes. Y así seguimos hilando con los defectos de la película para dar con el principal lastre de Indomable, un guión inane y poco convincente a pesar de la habitual estructura que quiere guardarse una sorpresa para el final (y que Soderbergh usó, sin ir más lejos, en su película más reciente, Contagio).

Es evidente que la historia, como tantas otras películas similares, requiere un esfuerzo de ingenuidad del espectador, pero aquí el exceso parece descomunal (sobre todo si hay que creerse que a la protagonista le es realmente útil contarle su historia a un ciudadano anónimo... sin que se sepa en realidad muy bien por qué o para qué). En realidad, parece que Soderbergh se ha buscado una excusa poco elaborada para colocar a Gina Carano como protagonista de su filme (¿por qué resulta tan difícil en el cine moderno crear una heroína atractiva, y no hablo del físico, en una película que funcione se tenga o no materia prima para hacerla creíble?) y para rodar en localizaciones exóticas para el espectador americano como Barcelona o Dublín, porque todo lo demás sabe a poco o directamente no sabe a nada. Soderbergh insiste en marcar distancia con los géneros que trata en busca de la película definitiva, pero a mí no consigue provocarme ninguna emoción. Y también confirma algo que deja ver incluso cuando sí consigue que una película funcione, como Traffic: que los finales no son lo suyo.

lunes, marzo 26, 2012

'Intocable', vitalismo divertido e inteligente

Pensando en el cine como motor de emociones, Intocable es una película más que recomendable. Es vitalista, emotiva, agradable y divertida. Parte de una situación dramática y dos personajes opuestos para construir una historia de buenos sentimientos que en todo momento elude la sensiblería fácil. Es una película que funciona en la misma medida que funcionan sus dos protagonistas, Omar Sy y François Cluzet, y especialmente el primero. Y es una película que se sostiene por sí sola. No creo que se merezca que el análisis dependa del gran éxito que ha cosechado en Francia (y ahora en España), del interés de Hollywood en hacer un remake o de que parta de una historia real que los directores descubrieron en un documental (y cuyos protagonistas aparecen en el cierre del filme para darle ese toque de realidad que tampoco es precisamente imprescindible). Intocable apela directamente al espíritu y cumple sobradamente su objetivo, haciendo disfrutar de una manera sana y seguramente más profunda de lo que muchos reconocerán.

Olivier Nakache y Eric Toledano son guionistas y directores de la película, cuarto trabajo juntos de este dúo de realizadores que ahora saltan al primer plano de la actualidad en todo el mundo con Intocable. Y parece evidente que ponen buena parte de su talento en la primera de las tareas, porque el filme crece en las páginas del guión, en sus diálogos, en la construcción de los dos personajes protagonistas. Omar Sy da vida a Driss, un tipo conflictivo de origen senegalés que se gana la vida cobrando el paro y en negocios poco honorables. François Cluzet es Philippe, millonario y tetrapléjico. Casi por casualidad, el primero empezará a trabajar para el segundo y, al mismo tiempo, le contagiará sus ganas de vivir. El planteamiento invita a dos formas de encarar la película. Podría ser una historia dura, triste, sensiblera. O podría ser un relato alegre, que potencia la amistad entre sus dos protagonistas y apele directamente a la empatía del espectador. Su camino es el segundo y supone un acierto ya desde su escena inicial.

Ahí es donde entra en juego la desbordante vitalidad de Omar Sy, dueño y señor de la película en todo momento (y ganador del César al mejor actor por este papel y por delante de Jean Dujardin, que ganó el Oscar por la para mí sobrevaloradísima The Artist). Sus chistes, su lenguaje directo, su radical interpretación de la vida encajan a la perfección en lo que quiere transmitir la película. Él, bien acompañado por un prácticamente inmóvil Cluzet pero cuya expresión facial habla con elocuencia, crea el tono desde el comienzo. Es, en el fondo, una tragicomedia que tiene más momentos divertidos (desde esa persecución que abre la película hasta la escena casi al final del afeitado, pasando por el momento de la enseñanza musical o de las virtudes pictóricas de Driss) que dramáticos (aunque no los rehuye, aunque sea con diálogo y no con imágenes), pero que no deja de lado en ningún momento el aspecto más profundo de la historia. Incluso los personajes secundarios, femeninos en su mayoría, encuentran un encaje adecuado en la historia, que gira inevitablemente en torno a los dos principales pero que sabe construir también un mundo en el que se puedan desenvolver.

Intocable no deja una sensación de película perfecta, tampoco es imprescindible ni mucho menos que así sea, entre otras cosas por lo que supone a la parte formal el acierto en el guión. Y es que no hay muchas virtudes inherentemente cinematográficas, no se aprecia un trabajo notable de dirección, simplemente correcto, y el montaje no añade mucho valor añadido (ni siquiera colocando la escena del coche al principio, aunque sirva como perfecta introducción al tono del filme). Nakache y Toledano simplemente colocan a sus actores en cámara y dejan que su carisma y su química llenen la escena. No es tampoco una mala elección a la vista del resultado, porque Intocable es una película fresca y agradable que mezcla una historia aparentemente sencilla, con toques muy hábiles en el desarrollo de los personajes y un debate humano fascinante sobre cómo las relaciones personales pueden ayudar a cambiar la vida de los demás, por muy hundida en la miseria que pueda estar. Vitalismo en estado puro y toda una inyección de buenas intenciones llevada con acierto y de una forma nada manipuladora, Intocable es una película pensada para disfrutar y ese objetivo lo consigue con creces. Incluso va más allá.

sábado, marzo 24, 2012

'Todos los días de mi vida', romanticismo insuficiente

Cuando hace un par de años se estrenó Más allá del tiempo sucedieron dos cosas. Por un lado, confirmé que ahí había una actriz interesante, Rachel McAdams, a la que ya había visto con cierta fascinanción en La sombra del poder. La segunda, que el romanticismo no estaba tan muerto para el cine como pensaba entonces. Han pasado más de dos años desde entonces y llega ahora Todos los días de mi vida, una película que no que sea mala en sí misma pero que en cierta medida me devuelve a la casilla de salida. McAdams sigue siendo una presencia estimulante, pero el romanticismo todavía no ha encontrado nuevas vías en el cine que marquen diferencias con las docenas de películas de temática similar que inundan los cines cada año. Lo que está claro es que este filme, insuficiente eso sí, no engaña a nadie. Es una historia romántica de superación de las dificultades que jamás podrán con el amor y que está basada en hechos reales. Si es que esa misma definición prácticamente lo dice todo sobre este título.

El cine romántico por sí mismo, que no hay que confundir con el romanticismo en el cine, es algo que nunca me ha llamado mucho la atención. No suele tener nada especialmente destacado en facetas como el guión, la dirección o la creación de un universo propio en la pantalla. Todos los días de mi vida, con el debutante Michael Sucsy tras la cámara (tenía en su haber una película para televisión), no es una excepción. Es lo que es y nadie se puede sentir engañado. Una pareja feliz sufre un accidente y ella pierde la memoria, se olvida de él y de esa felicidad que tenían juntos, así que toca empezar de cero afrontando los fantasmas del pasado de ella para tratar de recuperar su vida. Gran amor, gran dificultad que se pone en su camino y gran tópico en su conjunto, que no por ser real es más realista en la pantalla. Al final supongo que el éxito de este género depende en buena medida del estado sentimental del espectador y de la compañía que tenga al ver el filme, así que allá cada cual porque, lo dicho, no engaña.

La química entre la pareja protagonista es esencial para que una película así pueda convencer. He aquí el primer problema de Todos los días de mi vida. Problema que se enfoca en la parte masculina de la pareja. Channing Tatum es más pasable como héroe de acción (G. I. Joe) que como moderno galán romántico. La verdad es que el guión no se lo pone fácil, porque todo el foco está en ella, en sus recuerdos, en su vida, en su historia. A él no le quedan más que los amigos secundarios, de entre los que sólo destaca una, la que interpreta con desparpajo y simpatía la canadiense Tatiana Maslany. Pero con Rachel McAdams no hay química, o al menos no la que uno espera. Ella brilla, como siempre y por breve que sea su papel, porque tiene una presencia magnética, encandila con cada gesto y hace creíble que él pueda estar locamente enamorado de ella. Pero Tatum avanza en la historia porque lo pone el guión, no porque sus sentimientos traspasen la pantalla y lleguen hasta las butacas.

Otro elemento imprescindible de este tipo de películas es el trío que forman los personajes secundarios, los actores de prestigio y las subtramas del guión. Y no llega a funcionar correctamente en Todos los días de mi vida. La elección de los actores no es mala en sí misma. Muy al contrario Sam Neill y Jessica Lange son dos nombres apetecibles, pero se me antoja harto improbable verles como los padres de Rachel McAdams y sus personajes no tienen la fuerza deseable, ni en el papel ni con sus interpretaciones, todo bastante plano. Se supone que son parte del motor del conflicto que convierte a la protagonista en la mujer que era antes del accidente, pero hay que escarbar demasiado para encontrar algún atisbo de esa pretensión. Como con el personaje de Tatum, el avance es por simple inercia, no porque la psicología o el drama estén logrados. Y como el azúcar tiene que acabar llenando películas como ésta, el don de la sorpresa tampoco forma parte de este cóctel.

Todos los días de mi vida (una traducción demasiado light de un más poético The Vow, Los votos) tiene escenas hermosas que calentaran cualquier corazón que se haya sentido enamorado (la peculiar boda, el baño nocturno), y momentos duros (el momento del despertar de ella o la conversación que sigue a la pelea de la boda tradicional) que romperán ese mismo corazón en la misma medida que se sienta empatía por los protagonistas y las situaciones que viven. Pero, con notables agujeros en su guión, un exceso de buena voluntad en todos sus elementos y reacciones no muy claras de algunos personajes, no termina de alcanzar la credibilidad que se le tiene que exigir a una historia de estas características. Y es que por mucho que esté inspirada en una historia real la manera de contarla siempre influye más que el hecho en sí mismo para llegar al espíritu y al corazón de cualquier espectador que quiera pasar algo menos de dos horas con esa historia. La verdad es que una vez acabada de ver, me queda Rachel McAdams como lo único verdaderamente destacado de esta película. No es poco, ella nunca es poco, pero tampoco demasiado para que la película triunfe.

jueves, marzo 22, 2012

'Chronicle', falsa novedad

Cuando se esfuerzan en decirme que voy a ver algo completamente novedoso, único y singular, lo que hacen en realidad los expertos de marketing y mentes sesudas detrás de trailers y posters de promoción es ponerme en alerta ante la posibilidad de que me estén dando, en realidad, gato por liebre. Chronicle era uno de esos casos. Y, sí, creo que me dan gato por liebre. No hay nada que reprochar a las buenas intenciones de un grupo de profesionales del cine que tienen que hacer su película con una cantidad de dinero irrisoria y salen airosos. De hecho, hay algún que otro momento más que notable. Pero no es una reinvención del cine de superhéroes, no es una película brillante en su conjunto y no sabe escapar de los tópicos inherentes al formato que escoge para contar su historia. Y, así, Chronicle, por mucho que haya sido un inesperado éxito de taquilla, se me queda como un producto tan visible como olvidable.

Chronicle es una esas películas pretendidamente realistas en las que uno de los protagonistas siempre lleva una cámara a cuestas para documentar lo que sucede. Vaya por delante que a mí esta clase de cine no me atrae lo más mínimo. Nunca me lo llego a creer, siempre tengo la impresión de que el guionista y el director tienen que confabularse para encontrar una explicación verosímil a que haya una cámara siempre presente y, por supuesto, no creo que nunca la encuentren. No me gusta El proyecto de la bruja de Blair, no me gusta Monstruoso, no me gusta REC. No me gusta Paranormal activity. Siempre estoy pensando en qué demonios hacen con la cámara en la mano cuando están corriendo por sus vidas o cuando están tratando asuntos que nadie querría ver grabados, no en la historia que me propone. Chronicle, además, se traiciona cuando menos puede hacerlo, es el clímax final, donde hay planos que sólo capta una cámara de cine. Si hay una apuesta, hay que morir con ella y ésta, ahí, no lo hace.

Eliminado de forma casi completa, aunque habrá gente que disfrute del envoltorio, el principal atractivo con el que se vende la historia, el resto tendría que ser muy bueno para convencer. Y algunas cosas sí lo son. Contando con un reparto cargado de caras desconocidas, lo cierto es que hay verosimilitud en el retrato de los tres adolescentes protagonistas (Dane DeHaan, Alex Russell y Michael B. Jordan), en el padre alcohólico del primero de ellos (Michael Kelly), e incluso en la chica de la que se enamora uno de los tres jóvenes (Ashely Hinshaw). Los efectos visuales, por sencillos que parezcan, funcionan a la perfección casi siempre, y eso es un gustazo en una modesta producción de corte fantástico. De hecho, tendría que ser una lección para muchas superproducciones hollywoodienses, empeñadas como están en usar siempre imágenes generadas por ordenador aunque no sea siempre la mejor solución para que la película sea creíble y aunque parezcan más dibujos animados que imágenes reales. Ahí está el punto fuerte de Chronicle, en que uno se puede creer lo que está viendo sin mayor dificultad.

Pero, insisto, no estamos ante nada nuevo. Es una historia iniciática de tres tipos que adquieren superpoderes de una forma que los responsables de la película no quieren explicar demasiado. Son tres chicos muy diferentes entre sí y que van al mismo instituto. Tres tipos a los que se ve venir con una claridad meridiana y con los que es fácil saber desde el principio qué roles va a desempañar cada uno. Son tópicos en sí mismos. Y aún así el guión gasta muchísimo tiempo de los apenas 84 minutos que dura la película en presentarnos a los personajes y en mostrarnos el aprendizaje de sus poderes. Demasiado tiempo que podría haberse condensado mucho mejor y haber conseguido una historia mucho más completa y satisfactoria. Claro que quizá para eso habría que haberse deshecho de las imágenes documentales y rodar una película más tradicional. Como no ha sido así, Chronicle se ve constreñida por la forma adoptada y por las limitaciones que eso le da al fondo, las de tener que explicar siempre qué cámara nos va a enseñar lo que quieren contar.

Chronicle no es una novedad, más allá de ser la primera película cámara en mano que lidia con el mundo de los superpoderes. Y tampoco tiene una narración redonda. Tiene momentos atractivos y su envoltorio puede pasar por original en algún momento aún sin serlo. Pero en realidad, como decía, no lo es tanto y no lo es sobre todo a nivel narrativo, porque bebe de muchos tópicos y utiliza arquetipos manidos a los que no aporta demasiado, tanto en las implicaciones más realistas de sus personajes como en las más fantasiosas. Y por eso se queda en producto tan entretenidillo como perecedero. Su mérito está en haber llamado la atención en un año que va a tener tres grandes blockbuster con envoltorio de superhéroe (Los Vengadores, El Caballero Oscuro. La leyenda renace y The Amazing Spider-Man) y en la buena voluntad que siempre se le presupone a quien no tiene un gran presupuesto para hacer una historia de fantasía. Pero no veo Chronicle como una película que perdure. Aún así, se puede disfrutar como lo que es.

martes, marzo 20, 2012

'Mi semana con Marilyn', demasiado esfuerzo mimético

Hay una creciente fascinación por la recreación en pantalla de figuras históricas reconocibles. Hace muy poco, causó furor (y ganó el Oscar) la de Margareth Thatcher por Meryl Streep. Y hay una vertiente muy popular de esta tendencia que es la de actores interpretando a actores. Cuando se anunció que Michelle Williams iba a interpretar a Marilyn Monroe mi reacción fue de frialdad, pues, salvo el rubio de su cabellera, veía poco parecido entre ambas. Después de ver Mi semana con Marilyn el juicio sobre ella es bastante más benévolo que entonces, pues su trabajo de mimetismo es importante y notable. Pero no deja de ser eso, mimetismo. Y eso hace que no termine de ver con los mismos ojos una historia rodeada de lugares comunes que, no obstante, se ve con agrado, y más aún si se tiene por el cine y su historia el cariño que yo tengo. Aún así, no deja la huella que sí dejaba, hay que decirlo por tramposo que sea el argumento, la mejor Marilyn. Demasiado esfuerzo mimético se lleva por delante la posibilidad de hacer una película sobresaliente.

Mi semana con Marilyn es una mirada nostálgica al rodaje de El príncipe y la corista, filme que dirigió y protagonizó Laurence Olivier junto a Marilyn Monroe en 1957. Y lo que cuenta la película es el tiempo que pasó Colin Clark con la tentación rubia después de que el entonces marido de la estrella, Arthur Miller, abandonara el rodaje. Ese material lo recopiló primero en dos libros que Adrian Hodges convirtió en guión cinematográfico para que lo dirigiera Simon Curtis. No se cuenta con mucha experiencia cinematográfica ni en la dirección ni en la escritura, pero sí televisiva, medio del que proceden ambos. En todo caso, no hay que pensar demasiado para saber que el éxito o el fracaso de la película dependía de que la caracterización de Marilyn (y, en una medida algo menor pero en el fondo igual de importante, de Laurence Olivier) funcionara. ¿Funciona? Sí y no.

Sí funciona porque Michelle Williams hace un papel espléndido. No es el mismo tipo de mujer que Marilyn, ni en el físico ni en comportamiento, pero se mete en su piel con suma habilidad. El trabajo es especialmente notable en la voz y en ciertos ademanes de la inolvidable protagonista de Con faldas y a lo loco. Y no funciona porque, en el fondo, lo que vemos no es más que una fotografía tópica de Marilyn. Quizá ella fuera así, pero lo que plasma la película no deja de ser lo que ya sabemos sobre aquella actriz que se perdió antes de tiempo y se convirtió en leyenda e icono de la historia del cine, una mujer que nadie supo querer, un juguete roto que nunca pudo ser realmente feliz. Y, sí, Michelle Williams transmite esa impresión con su trabajo, logra alcanzar incluso el nivel de sexualidad que desprendía Marilyn. Pero no hay una profundidad psicológica en el personaje que impresione tanto como el envoltorio. Eso es más culpa del guión y la dirección que de la propia actriz.

La magnética presencia de Marilyn se lleva por delante a quien tendría que ser y de hecho es el protagonista de la película (el mencionado Colin Clark, tercer ayudante de dirección de El príncipe y la corista, interpretado por Eddie Redmayne), pero no tanto a la otra gran estrella de la película. La nominación al Oscar a Kenneth Branagh por dar vida a Laurence Olivier fue una sorpresa pero, en el fondo, también un justo reconocimiento a un más que notable actor al que la dimensión que alcanzó como director (y las comparaciones, siempre odiosas, de aquellos años primerizos nada menos que con los de Orson Welles) devoraron en buena medida. Pero Branagh es un intérprete más que notable y su trabajo aquí evidencia que tiene un hueco como actor en el cine contemporáneo al margen de su labor de realización. Quizá sin tanto apego al detalle y al mimetismo como la Marilyn de Michelle Williams, pero borda su papel. La dinámica entre ambos, por desgracia, se antoja escasa, porque las escenas que comparten están entre las mejores de la película.

El resto del reparto confirma las sensaciones que deja la película. La presencia de Emma Watson parece más un guiño comercial a los fans de Harry Potter que la oportunidad de desarrollar algún personaje, sea el suyo o el del protagonista. Las de Julia Ormond (como Vivien Leigh), Judi Dench o Derek Jacobi o Toby Jones suponen el toque de calidad con los secundarios que quiere toda película con aspiraciones, y más si es británica como ésta. Resumiendo, Mi semana con Marilyn quiere ser un poco de todo y no sé si termina siendo lo que aspiraba a ser. Porque presenta una historia con bastantes ganchos, y Marilyn si algo sabía hacer era precisamente enganchar, pero no consigue perdurar en la memoria. Es más que visible y tiene toques de interés, pero más a cuenta de los intérpretes que del resto de responsables del filme. Lo que le falta, en realidad, es espíritu. Y eso, hablando de Marilyn, es un pequeño gran pecado que lastra demasiado el resultado final, aunque se vea con agrado y la nostalgia de una forma de hacer cine que no sé si en el fondo ha cambiado tanto en algunos aspectos.

domingo, marzo 18, 2012

'Tan fuerte, tan cerca', tan hermosa y manipuladora

Tan fuerte, tan cerca es una película tan hermosa como manipuladora. De esta manera, el filme es, en sí mismo, un oximorón de los que se habla en su guión, una figura retórica que une dos conceptos opuestos. No creo que se pueda sentenciar mucho sobre ella en este sentido y decidir de forma categórica cuál de las dos características se impone a la otra, eso queda en manos de cada espectador y de cómo y cuánto le llegue la película. Pero tiene ambas cualidades. Como tiene maestría y confusión. Porque le sobra talento, contiene grandes momentos en un número muy elevado, pero también es ciertamente pretenciosa y emocionalmente concluyente. Si tengo que elegir, y por encima de los defectos que sí tiene, me quedo con que es un filme hermoso y lleno de talento. Es una de esas historias que merece la pena, una de esas películas inspiradoras y que hacen sentir con fuerza al espectador. Es un caudal de sensaciones, a veces contradictorias, pero casi siempre satisfactorias.

Viendo la película se respira la sensación de que está hecha pensando en el Oscar. No deja de ser curioso porque, precisamente, su nominación como mejor película que recibió fue una sorpresa, a pesar de que Daldry ya ha llevado otras de sus películas, todas en realidad (Billy Elliot, Las horasEl lector), muy lejos en la carrera por las estatuillas. La película no cosechó buenas críticas en su estreno en Estados Unidos. Su inusual aproximación al 11-S y sus consecuencias más íntimas y personales no ha sido del agrado de todo el mundo. Y es cierto que Stephen Daldry, basándose en un guión de Eric Roth, no ha escogido un enfoque sencillo para un evento que genera tanta sensibilidad en su público objetivo. No le ha ayudado, seguramente, un montaje temporal un tanto confuso en algunas partes del filme, especialmente en su primera mitad. Pero no creo, sinceramente, que contar como trasfondo con los atentados a las Torres Gemelas pueda suponer una variación en cómo recibir la película. Puede que se pueda ver como algo pretencioso (arriesgadísima su comparación entre el derrumbe físico de las Torres y el emocional de su protagonista), pero es también valiente.

La película vuelve a dar a Daldry la oportunidad de colocar a un niño como protagonista, pero no estamos en absoluto ante un remedo de Billy Elliot. Oskar (Thomas Horn) es un niño curioso, diferente, al que le cuesta expresar sus emociones de forma normal y que tiene que hacer frente a la muerte de su padre (Tom Hanks) sin estar en realidad preparado para vivir en el mundo real (el columpio es una metáfora preciosa de este concepto). ¿Cómo lo hace? Embarcándose en una búsqueda singular en la que una llave que encuentra en el armario de su padre es la clave, una búsqueda en la que se siente solo e incapaz de compartir sus secretos con nadie (hasta que no puede más), de la que aparta a su madre (Sandra Bullock). En su búsqueda encontrará un extraño aliado, un anciano (Max von Sydow) que vive en una habitación del piso de su abuela, que no pronuncia palabra alguna y que se comunica con mensajes escritos. Daldry saca petróleo de las relaciones personales que se tejen entre estos personajes y de cómo, flyendo con ellos, va desvelando la información precisa para resolver el misterio que mueve a Osker, con un adecuado cuentagotas que fluye con absoluta naturalidad.

Y es que la película lo que cuenta es cómo un niño le va perdiendo el miedo a la vida. Perdido el amparo de su padre, y precisamente buscando imposibles explicaciones racionales a su pérdida, se irá dando cuenta de qué aquel pretendía con sus enseñanzas. Eso se disfruta escena a escena con el trabajo del debutante Thomas Horn, cuya única experiencia en el mundo del espectáculo fue ganar un concurso televisivo de preguntas y respuestas. Max von Sydow le apoya de una forma sencillamente impecable y demostrando que las emociones se pueden conseguir en el cine de muchas maneras, aunque su personaje sea, precisamente, la llave de las inconsistencias que hay presentes en Tan fuerte, tan cerca. Las hay, porque no siempre es fácil entender el porqué de la entrada y la salida de ciertos personajes, aunque también es verdad que hacia el final Daldry da algunas respuestas que tratan de redondear la película. Lo consigue, de hecho, en algunos aspectos, más por ejemplo con respecto al personaje de Sandra Bullock que, precisamente, al de Max von Sydow.

Tan fuerte, tan cerca (horrenda traducción de Extremely Loud & Incredibly Close, título que tiene su razón de ser y que se ve claramente en la película) busca conmover y conmigo lo ha conseguido. En su visión del 11-S (emocionante el momento en el que el chico descubre lo que ha sucedido ese día, casi tanto como la conversación por teléfono en la que Sandra Bullock despunta mucho más que en la actuación que le dio el Oscar en la previsible Un sueño posible), en la forma de tratar la relación entre un hijo y sus padres como dos personas completamente diferentes, en cómo dos desconocidos (formidables Viola Davis y Jeffrey Wright) pueden ofrecer a determinadas personas en algunas situaciones mayor consuelo que una madre. Todo ello conmueve. ¿Trampas emocionales? Alguna que otra. Pero cuando una película te agarra el corazón con tanta fuerza y consigue que sus latidos vayan al compás que marca, algo bueno tiene que tener. Y Tan fuerte, tan cerca, lo consigue. Emociona y conmueve. Y por eso, convence. Con sus fallos, pero convence.

martes, marzo 13, 2012

'Los idus de marzo', la fascinante corrupción del alma

Pocas figuras del cine contemporáneo han conseguido cambiar tan radicalmente la opinión que yo tenía sobre ellas como la de George Clooney. De ser el actor que casi enterró para siempre la franquicia de Batman (¡gracias, Christopher Nolan, por devolvérnosla en todo su esplendor!), Clooney ha pasado a ser un actor interesante en muchas ocasiones y, sobre todo, un director más que notable. Su visión de la podredumbre que hay en el mundo de la política, Los idus de marzo, es una genialidad que desborda carisma por sus cuatro costados. No termina de ser redonda, pero deja un poso sobresaliente, gracias a la sobriedad clásica del Clooney director y al enorme trabajo de un grupo de actores sensacionales. Con los Oscars todavía muy recientes, no termino de ver claro que haya nueve películas mejores que ésta. Pero así son los premios.

Arranca la película con una escena formidable, intensa, poderosa. En unos pocos segundos, en un par de planos y con unas líneas de diálogo robadas a otro personaje, queda retratado Stephen Meyers, uno de los encargados de la campaña electoral de un gobernador que aspira a ser presidente de los Estados Unidos. Idealista, trabajador, convencido de que está junto a un hombre que merece la pena apoyar. Trabaja para él, no para el partido. No por un sueldo, sino por un sueño. Su poderosa presentación no es más que el preludio de lo que está por venir. Aparecen en la película el propio Clooney, Philip Seymour Hoffman, Paul Giamatti, Marisa Tomei, Evan Rachel Wood. Y todos tienen un primer plano en la película de intensidad semejante al de Goslin. Todos quedan retratados a primera vista con una fuerza a tener en cuenta. De todos desprende un aura especial. Eso es mérito de los actores, por supuesto, pero también del ojo de Clooney tras la cámara.

Cobra especial importancia el carisma de los personajes por el entorno en el que se mueve esta historia. Lo más oscuro de la política, aquello que no solemos ver pero todos imaginamos. Las cloacas que acaban por aniquilar todo el idealismo y la ilusión que puede generar un líder. Es evidente que la mirada de Clooney no es optimista. Al contrario, es un sueño roto, encarnado excepcionalmente por lo que esconde Ryan Gosling tras su rostro y sus gestos. Es un duro placer ver cómo le va cambiando el gesto, aunque es difícil digerir algunas de las cosas que salen a la luz en el tramo final de la película y quizá sea eso lo que hace que Los idus de marzo no sea la película redonda que aspiraba a ser. Pero qué bien construída está hasta llegar a ese final. Y qué interesante es el mundo que ha querido mostrar Clooney, con qué estilo escoge enfoques y puntos de vista.

Cuando estrenó Buenas noches, y buena suerte, su primera película como director, George Clooney se mostró como un tipo compretido con la actualidad y con posturas políticamente incorrectas, posiciones que ahora confirma de una forma fascinante. Los idus de marzo no deja de ser el reverso más oscuro de aquella. En Buenas noches, y buena suerte, el tema era la fortaleza de los principios como arma para enfrentarse al poder. Aquí es precisamente lo opuesto, es el poder carcomiendo la ilusión, es la vida cercenando la ingenuidad. Temáticamente hay un influjo muy poderoso en la película, imposible de disociar del actual desencanto con este mundo de la película. Cinematográficamente, Clooney encuentra soluciones hermosas, como esa conversación que nunca llega a escucharse en el interior de un coche pero cuyos ecos resuenan en un elegante y pausado zoom, o en la brillante escena inicial.

Los idus de marzo es una de esas películas necesarias que no acaban de encontrar el lugar que merece por motivos difíciles de comprender. Tengo la sensación de que a Buenas noches, y buena suerte le sucedió algo parecido. Que quienes la vieron la alabaron, pero que no muchos llegaron en realidad a verla. Ni siquiera el tirón de George Clooney o la presencia de enormes actores parece colocar la película en el pedestal que se ha ganado, incluso con los pequeños fallos que impiden darle un sobresaliente sin condiciones, y que quizá obedecen más a razones personales que a cuestiones objetivas y más evidentes. Sigo creyendo que cine político y actual como Los idus de marzo merece un aplauso, siquiera por la valentía de afrontar temas que, es evidente, otras cinematografías no son capaces de abordar. Y si encima hay talento cinematográfico en su interior, se me antoja un título imprescindible.

viernes, marzo 09, 2012

'John Carter', excelencia visual cargada de tópicos

Cuando llega a las carteleras una película como John Carter, parece que hay mucha gente dispuesta a recibirla de uñas y masacrarla de forma inmisericorde por lo que es. ¿Y qué es? Parece obvio viendo el material literario de origen (aunque muchos conocerán al personaje por el cómic más que por los libros), las fotografías y el trailer: un espectáculo de ciencia ficción para todos los públicos. Y eso, en nuestros días, tiene aparejadas algunas características más. Por un lado, el intento de lograr la excelencia visual. La gran mayoría de las películas no lo consigue y, de hecho, suele caer en lo más rutinario. John Carter no, ésta es un brillante delirio visual cargado de imaginación. Pero, por otro lado, éstos suelen ser filmes hechos más con estudios de mercado que con el alma. Y eso también le sucede a John Carter, que cae en tópicos mil y una veces vistos en este género y en este tipo de cine. Por eso John Carter, a pesar de que tenía madera para ser más, es lo que es, un entretenido espectáculo. Nada más y nada menos.

John Carter forma parte de un curioso círculo vicioso. El personaje nació de la imaginación de Edgar Rice Burroughs, el creador también de Tarzán, en 1912 (este filme marca su centenario), y ha sido fuente de inspiración para buena parte de la ciencia ficción del siglo XX. En ese grupo está, indudablemente, Star Wars. Y de Star Wars bebe claramente este filme (¿cómo no ver el clímax de El ataque de los clones en la batalla en la arena de Carter con dos simios gigantes de color blanco), el primero de acción real que dirige Andrew Stanton, responsable de maravillas de Pixar de la talla de Buscando a Nemo o Wall·E. Parece evidente que esta película de John Carter admite esa condición y no trata de crear algo demasiado alejado de lo que se espera de ella. A Stanton sí que hay que agradecerle que no se haya sentido intimidado por el tamaño de la producción y se haya mantenido fiel a su estilo, incluso introduciendo gags propios de la animación perfectamente integrados en la narración (en especial en la parte que no se desarrolla en Marte) o arriesgando en algunos momentos (gran montaje paralelo y alegórico cuando John Carter se enfrenta en solitario a un gran ejército).

Para quien desconozca la historia, John Carter es un humano que viaja de la forma más increíble hasta Marte para convertirse en pieza esencial de la guerra que libran dos pueblos del planeta rojo, rebautizado aquí como Barsoom. Es, como en tantas otras historias de ciencia ficción, un extranjero que se convierte en profeta lejos de su tierra. Con esa premisa y un escenario tan imaginativo (insisto, la historia data de hace cien años), es evidente que las posibilidades de diseño que ofrece el filme son inmensas. Y el resultado es hermoso. De la mesa de dibujo han salido diseños magníficos, ciudades grandiosas y vestuario impactante (al que sólo se le puede poner un pero, el excesivo recato y la falta de valentía para parecerse a las versiones más populares de estos personajes, sobre todo la del cómic más contemporáneo; eso es producto sin duda de llevar el emblema Disney y, por tanto, su condición de cine familiar), pero es que el salto a la pantalla es brillante. Estamos ante uno de los festines de efectos visuales más placenteros e imprescindibles de los últimos años, por cantidad (aunque se nota que algunas batallas son breves precisamente por su inmensa envergadura) pero sobre todo por calidad.

El mejor listón para evaluar esa excelencia visual, y obviando un nuevamente innecesario 3D, está, como lo estuvo en producciones de años anteriores del tamaño de Star Wars o El Señor de los Anillos, en la integración de los elementos reales y de los que se han creado por ordenador. John Carter es, en ese sentido, una auténtica joya, tanto en las grandes escenas de lucha como en las conversaciones más pequeñas en apariencia. Lo que cabe lamentar es que tanta genialidad visual no se haya puesto al servicio de una historia menos cargada con el lastre de los tópicos. No se pide una revisión radical de personajes centenarios, desde luego que no, pero es que una historia de estas características ya parece responder más a un estudio de mercado que al alma, al corazón que quieran ponerle sus responsables. Eso, y no otra cosa, es lo que no termina de convencer en John Carter, a pesar de tener momentos magníficos. Casi todos los personajes humanos (Taylor Kitsch como Carter, Lynn Collins como Dejah Thoris, Dominic West como Sab Than y Mark Strong como Matai Shang) parecen a ratos fuera y a ratos dentro de la película.

Ver la película en versión doblada priva de ver el trabajo de actores a los que apetece ver poniendo voz a los marcianos menos humanos, los Thark, pero en el reparto están Willem Dafoe, Thomas Haden Church o Samantha Morton. John Carter es, en todo caso, un buen espectáculo, cuyo nivel es superior en numerosos apartados más técnicos (entre los que cabría citar además la música del siempre sobresaliente Michael Giacchino, aquí a medio camino de Lawrence de Arabia y, de nuevo, Star Wars, en el tono preciso que requiere la historia aunque no sea el mejor de sus trabajos) y que se ha convertido, desde ya, en un título de referencia de este año 2012 para los amantes de los efectos especiales. A pesar de ello, no termina de enamorar. Y si no engancha de esa manera una película protagonizada por un héroe que salva a una princesa, que se desarrolla en Marte, que incluye criaturas verdes de aspecto humanoide y cuatro brazos, y una misteriosa raza de seres superpoderosos que conspira para decidir una guerra civil centenaria entre dos pueblos con trajes y naves de lo más exótico, es que algo se ha hecho mal. Pero se disfruta con gusto.

miércoles, marzo 07, 2012

'Cuenta atrás', un buen thriller francés

El thriller es un género que todavía se le escapa con cierta frecuencia al cine europeo, en el que no es capaz de mostrar el mismo grado de genialidad que Hollywood (incluso teniendo en cuenta la ironía de que no pocos directores europeos se han hecho cargo de algunos de estos títulos). No obstante, de vez en cuando surgen del Viejo Continente películas de género que sí son capaces de convencer por sí solas. Es el caso de Cuenta atrás, la segunda película como realizador de Fred Cavayé, una historia de intriga de elevado ritmo y factura notable que, eso sí, tiene algunas lagunas, especialmente en su tramo final, cuando la verosimilitud se tambalea en algún momento de forma alarmante. A pesar de sus defectos, se trata de una muy entretenida película, que asume su condición con una duración adecuada que no llega a los 90 minutos y que se mueve con respeto en las convenciones del género.

Cuenta atrás está lejos de la reflexión y la lentitud que se puede achacar, con cierta injusticia como sucede con todos los tópicos y generalizaciones, al cine francés. Ya desde el comienzo, puesto que su primera escena es una persecución en la que no sabemos quién es el bueno, quién el malo o siquiera si se trata de una disputa entre buenos y malos. Primer punto a favor de Cuenta atrás, apenas ha arrancado y ya ha conseguido llamar la atención. Eso es importante en una película que dura apenas 84 minutos y no tiene tiempo que perder. No obstante, sus misterios tardan poco en resolverse o son fácilmente predecibles precisamente por eso, porque no hay margen para buscar caminos en los que perder al espectador. Tal franqueza en la narración puede ser vista como un mérito o como un fallo de esta película. Me inclino por el mérito, habida cuenta del escaso talento para la concisión que hay en el cine moderno, incluso sacrificando ciertas dosis de sorpresa.

El protagonista es un celador que aspira a convertirse en enfermero (detalle trivial, sin especial relevancia en la historia y que tiene cierta intención de relleno) y cuya mujer está embarazada de siete meses (y ese sí es un detalle narrativo importante). Su trabajo le coloca en posición de ser chantajeado con crudeza, y es ahí donde comienza una carrera contra el reloj y por la vida. El planteamiento ya encuentra alguna pega (¿por qué, precisamente, este hombre?) pero se puede pasar perfectamente por alto. Hay quien ha trazado alguna similitud de Cuenta atrás con Frenético (de Roman Polanski, con Harrison Ford y el mismo escenario parisino de fondo), y es innegable, aunque no tiene un factor  muy importante de aquella, y es el tener un protagonista extranjero en la tierra en la que le suceden tan dramáticos avatares. En esa línea, quizá sea también comparable a Sin identidad, la película con la que el español afincado en Estados Unidos Jaume Collet-Serra ponía en aprietos a un amnésico Liam Neeson. No es una historia excesivamente original, pero sí engancha desde el primer momento.

Lo mejor que tiene Cuenta atrás es que sabe engarzar las diferentes tramas que plantea, ofrecernos potenciales protagonistas que resultan no serlo y mantener la capacidad de sorpresa hasta mediado su metraje. Ahí, a partir de una secuencia clave en la que casi todas las cartas se ponen sobre la mesa, es donde comienzan a hacerse más evidentes los excesos del guión y que culminan en un final que junta elementos interesantes (lo que mantiene ocupada a la policía) y algunos detalles imposibles de creer y que no procede revelar. La primera película de Cavayé, Pour Elle, fue la que adaptó Paul Hggis en Los próximos tres días. La versión norteamericana y esta Cuenta atrás coinciden en algunos de sus puntos débiles, que todos ellos pivotan en torno a la verosimilitud. Y es una pena porque el trabajo de los actores es mangífico, y lo es precisamente a la hora de mteterse en sus personajes y hacerlos creíbles, desde el protagonista Gilles Lellouche (fuerte y frágil al mismo tiempo, sí da la sensación de ser un hombre desesperado capaz de cualquier cosa) hasta una Elena Anaya (la esposa embarazada) quizá algo más secundaria de lo esperado pero tan interesante como casi siempre.

Cuenta atrás funciona porque el ritmo es muy alto y esconde todas las carencias que puede tener el guión (y que se hacen más evidentes cuando finaliza la historia... ¿sin consecuencias?), porque llega a su parte central con una intensa y muy bien rodada escena de persecución a pie en el interior del metro parisino y porque el cásting es perfecto y hace un formidable esfuerzo para que todo funcione como debe. No hay que buscar aquí reinvenciones del género o elementos excesivamente originales. Pero funciona y entreiene, que es lo principal que se le puede pedir a un thriller como éste.

viernes, marzo 02, 2012

'Luces rojas', trazas de cineasta por crecer

El nombre de Rodrigo Cortés lo tengo anotado desde hace tiempo. Concursante, su primera película, llamaba indudablemente la atención. Buried, la segunda, fue toda una sorpresa. Un tipo que es capaz de mantener la tensión durante hora y media en un escenario tan limitado como un ataúd tiene que merecer la pena... si lo confirma en sus siguientes trabajos. Llega su tercera película, Luces rojas, y es de esas que quieres que te gusten. Y hay muchos motivos para que así sea. También otros para que no se pueda considerar una obra redonda, ni tampoco mejor que su predecesora. Pero Cortés exhibe trazos de un cineasta que acabará confirmándose si mantiene el crecimiento y que ya, desde la imperfección, deja elementos de sumo interés a nivel narrativo y a nivel cinematográfico. No redondea bien del todo la película, y eso obedece a las explicaciones que da y a las que no da, pero cuenta con un espléndido reparto. Y con un Robert de Niro que mejora buena parte de sus trabajos de los últimos años.

Es evidente que hay ambición detrás de Luces rojas. Sólo con leer los nombres que conforman el reparto, esa percepción cobra fuerza. Pero va más allá. Rodrigo Cortés, autor también del guión, construye un mundo apasionante (subrayado, como en Buried, con otra maravillosa overtura musical de Víctor Reyes) y unos personajes espléndidamente bien definidos a través de los pequeños detalles. Pero la ambición y la calidad que ofrece en muchos aspectos no bastan para hacer de Luces rojas una película ejemplar y redonda. No terminan de convencer determinados elementos y, sobre todo, las explicaciones. No tanto las que da, que en realidad se pueden llegar a entender como previsibles, sino las que no da. Hay una cierta irregularidad difícil de entender en ese sentido, aunque queda compensada con la creación de una espléndida atmósfera, que engancha con inusitada facilidad.

Cillian Murphy (camaleónico) y Sigourney Weaver (precisa) interpretan a dos profesores universitarios que se dedican a desenmascarar a los farsantes que dicen tener poderes paranormales. Una de sus alumnas, Elizabeth Olsen (encantadora... y no por físico o belleza, sino en un sentido más amplio), se unirá a ellos. Robert de Niro da vida a un psíquico que se retiró de la vida pública hace décadas tras un inquietante suceso y que ahora regresa. Los caminos de todos ellos, obviamente, se van a cruzar. Hay un mimo especial en despertar sensaciones directas, basadas en el momento, en el aquí y el ahora. Y ahí, por supuesto, destaca De Niro. En los últimos años, ha sido un actor engullido por su leyenda, lejos de la capacidad artística que tiene y que ha mostrado en tantos papeles, convertido casi en una caricatura de sí mismo (es inevitable, en cierto sentido, hilar esto con la gloriosa caricatura del actor que ofrece Eugenio Mira interpretando a un joven De Niro). Y aquí De niro vuelve a ser un actor inquietante. Se convierte en su personaje. transmite emociones y tensión. No está obviamente, al nivel de sus inolvidables trabajos mayores, pero engancha.

En realidad, engancha como lo hace todo el reparto, al que Rodrigo Cortés sabe administrar con inteligencia para ofrecer una variadísima gama de sensaciones y motivaciones, en pantalla y en la historia, pero también fuera de ellas. Ese es el verdadero mérito de Luces rojas, además, insisto, de la construcción de una atmósfera notable en la que todo parece creíble. Por supuesto, es un thriller sobrenatural que está muy supeditado a la resolución final (y, quizá también aunque eso queda más a la interpretación de cada espectador, a un escueto plano final tras los títulos de crédito que el director, según me confesó, considera "una puerta"). No es ésta una película tramposa y, cuando la historia comienza a cerrarse, un simple repaso a lo visto (repaso que, además, ofrece en pantalla en una concesión al espectador menos concentrado) lo confirma sin atisbo de dudas. No quiere decir esto que Luces rojas sea una película impermeable. Al contrario, hay ideas inteligentes y muchos caminos abiertos. Caminos que marcan los personajes (es también obligado hacer mención a un desatado Leonardo Sbaraglia del que quedan ganas de saber más o al simple creíble Toby Jones) y su acertadísima composición.

Luces rojas da algo menos de lo que prometía, a diferencia de Buried, que era mejor película de lo que parecía que iba a ser. Pero es una apuesta valiente de un director interesante. No tiene un guión perfecto, pero sí están contenidas en él buenas intenciones y algunos resultados más que notables, espléndidamente refrendados por un grupo de actores formidables. Ver tan vulnerable a un Cillian Muprhy inquietante en los Batman de Christopher Nolan es una gozada, y hacerlo con el contrapunto de la prometedora Elizabeth Olsen, por escasa que pueda parecer su intervención, hace crecer su personaje mucho más. Contemplar a una Sigourney Weaver tan segura de su trabajo siempre es una gozada. Y ver de nuevo a Robert de Niro creyéndose su personaje es, simplemente, impagable para quienes llevamos años sufriendo con su declive. Quizá Rodrigo Cortés tenga razón y su tercera película sea una de esas que crece en un segundo visionado. En el primero se atisban sus aciertos y sus errores. Y se intuye un buen debate entre espectadores inquietos. No es poco, no.

Entrevista con el director, Rodrigo Cortés.
Fotografías de la presentación en Madrid, con Rodrigo Cortés y Cillian Muprhy.

jueves, marzo 01, 2012

'Bajo amenaza', thriller rutinario

Nicolas Cage se está convirtiendo en todo un peligro previo para cada película que interpreta. Verle en un cartel en estos tiempos trae a la mente sus problemas económicos y su necesidad de hacer cualquier cosa para ganar dinero, sin importarle la calidad del producto en cuestión. Bajo amenaza no es de las peores películas que ha hecho en los últimos tiempos y, de hecho, no empieza mal del todo aunque sí de una forma ya vista en tantas ocasiones que es imposible marcar diferencias. Pero sí que es un thriller convencional y rutinario, por mucho que detrás de las cámaras esté un Joel Schumacher en constante reinvención y su principal compañera de reparto sea Nicole Kidman, una actriz que tampoco parece estar destacando demasiado con sus últimas películas. Nombres que dan cierto caché pero que no consiguen elevar el nivel del resultado final, que va cayendo progresivamente según se van sucediendo en pantalla los inevitables giros argumentales y de la acción.

Entre 2009 y 2011, Cage participó en once películas. Recordando En tiempo de brujas o Kick-Ass (que ya sé que cuenta con fans; yo no soy uno de ellos...), es fácil decir que no estamos ante el peor de los trabajos de Cage. Pero también es cierto que esta Bajo amenaza (curioso, por decir algo, título español del original Trespass) recurre a un tópico muchas veces explotado: el de un atraco en casa de una familia. Así a bote pronto me vienen a la memoria Firewall o La habitación del pánico, pero hay muchas más. Lo cierto es que el desarrollo de la película no es nada sorprendente y va respondiendo a esquemas prefijados hace mucho tiempo, que pasan por la presentación de la familia, la llegada de los ladrones y la complicación del aparentemente sencillo plan de éstos antes de llegar a un final más o menos sorprendente. La estructura de siempre sin nada nuevo en el horizonte.

Por eso, Bajo amenaza se mueve entre lo previsible y lo inverosímil, siendo esto segundo lo que se añade a lo primero para tratar de ofrecer algo diferente. Y esa montaña rusa acaba por desmontar todo el invento. Es simpático el retrato de la familia, porque enlaza muy bien el lujo visual de una casa de personas adineradas con los problemas que tiene un matrimonio y su hija adolescente. Eso, sin ser nada del otro mundo, sí está conseguido. Pero hay dos aspectos que lo dinamitan. Por un lado, es muy difícil creer que Nicolas Cage y Nicole Kidman forman un matrimonio más o menos feliz. No terminan de encajar, no se sienten como parte de la misma historia casi en ningún momento. Por otro, el personaje de la hija adolescente se percibe bastante desaprovechado. Había ganas de ver a la joven Liana Liberato después de sorprender en Trust, inédita en España. Y aunque sigue dejando destellos, el personaje no termina de ofrecerle lo que necesita.

La película encaja en la filmografía que ha ido acumulando Joel Schumacher desde que en 1997 asestara un golpe casi mortal a la franquicia de Batman con la horrenda sin paliativos Batman y Robin. Desde entonces, Schumacher, que ya trabajó con Cage en Asesinato en 8 milímetros, ha ido explorando mundos más realistas y sórdidos con fortuna desigual, con algún que otro experimento altisonante como su musical de El fantasma de la ópera. En todo caso, no se puede decir que el director haya conseguido todavía un toque propia que distinga sus películas de las de otros directores. Bajo amenaza, en realidad, la podrían haber rodado docenas de ellos sin que se hubiera notado gran diferencia. Y probablemente todos ellos habrían incurrido en los mismos errores derivados de llevar la historia al extremo en cada uno de sus momentos clave. Casi todo se ve venir y lo que no se anticipa es porque se teme como la opción menos adecuada para salir adelante. Cierta tensión sí genera, y eso, junto a su ajustados 90 minutos, es lo que hace que se pueda ver sin más problemas.