viernes, diciembre 30, 2016

'Passengers', a medio camino

Es relativamente fácil tener una buena idea. Relativamente, ojo, que no se trata de quitar méritos. Passengers tiene una muy buena idea de partida. Una nave que transporta a más de 5.000 personas a una colonia de otro mundo sufre una avería y una de las cápsulas de hibernación se abre por error 90 años antes de alcanzar el destino. La idea, insisto, es muy buena, porque abre un inmenso abanico de posibilidades. ¿Qué hace un hombre solo en un crucero de lujo y sabiendo que va a morir de viejo sin que nadie lo sepa? Muy buena idea, sí. De pronto, otra cápsula se abre. Y tenemos a una mujer en el escenario. Espléndida idea. Las circunstancias en las que se produce el encuentro suponen una idea todavía mejor. Pero cuando llega el final de Passengers la sensación que queda es la de haber asistido a un conjunto de buenas ideas que dan como resultado una película muy entretenida, de enorme química entre sus actores pero que se queda un poco a medio camino de todo.

De hecho, se puede decir que Passengers es una de las propuestas recientes de ciencia ficción que más posibilidades tiene y menos se atreve a explorarlas a fondo. Una pena, porque hay escenarios muy sugerentes en los que da la sensación de que tanto Chris Pratt como Jennifer Lawrence habrían podido sacar un partido excelente. Porque la química se ve, se nota, se siente, se palpa. Es la base de la película, al mismo nivel que el muy atractivo punto de partida, el que permite a Morten Tyldem saltar de la magnífica The Imitation Game, un relato histórico, a este desafío de efectos visuales que queda algo cojo en su guion.  Es verdad que hay un problema de base en la película, y es que todo el misterio que podría tener se agota en un innecesario prólogo, que hace que el último acto de la película sea únicamente espectacular desde el punto de vista visual pero nada eficaz en lo dramático, también por la habitual falta de valentía que suele haber en este tipo de producciones.

Y el caso es que no se puede decir que no sea una película eficaz ni entretenida. Lo es en ambos niveles, porque plantea dilemas y debates que perduran después de que se acabe la cinta (el más grande de todos, el que precisamente sirve para cerrarla), y porque en el fondo es difícil resistirse a una misión para salvar una nave espacial gigantesca de su propia destrucción, y más a una que presenta un diseño que mezcla elementos bastante originales con otros que inevitablemente recuerdan a 2001. Una odisea del espacio, la en tantos aspectos premonitoria película de Stanley Kubrick. Por supuesto, Passengers no aspira a tanto y se conforma con que Pratt y Lawrence (sin olvidarse del espléndido y últimamente algo desaprovechado Michael Sheen) sepan dar vida a una historia emocionante, emocional y llevada con cierta habilidad, aunque sea sin sacarle todo el jugo que sí podría haber tenido.

No es fácil hablar de Passengers, al menos hacerlo con claridad, sin desvelar buena parte de su trama, y eso es algo que aquí no se va a hacer. Los trailers ya son suficientemente reveladores (y tramposos, también muy tramposos) como para sumarse a esta absurda corriente que parece empeñada en que no disfrutemos de las historias según las han planteado sus autores. Passengers, como buena película que se basa en apenas un par de personajes, es una historia que merece la pena ir descubriendo y saboreando poco a poco. Es ahí como funciona mejor. Entrando con el protagonista en cada nuevo escenario y dejándose llevar por una propuesta de ciencia ficción tan notable como su vertiente más humana. Lo segundo genera ciertas dudas, porque ni Tyldum ni el guionista Jon Spaihts (firmante de obras tan dispares como Prometheus, Doctor Strange o la infumable La hora más oscura) sacan lo máximo de su propuesta. Lo primero es intachable, y no sólo por los efectos, sino por la imaginación.

domingo, diciembre 18, 2016

'Rogue One. Una historia de Star Wars', ¿por qué renegar de lo que es genial?

Si se ha crecido con la magia de Star Wars y si no se ha caído en el descreimiento global de estos tiempos en los que todo parece saberse pero en el que hay más ruido que análisis, es difícil no entrar en Rogue con esperanza. O, al mismo, con curiosidad. Star Wars ha sido, hasta ahora, una franquicia lineal. Está ordenada en episodios correlativos. Y Rogue One, que parece renegar al principio de la herencia cargándose la intocable fanfarria inicial, se cuela entre ellos como una mezcla de spin-off, reinterpretación y verso libre. Si J. J. Abrams y El despertar de la Fuerza habían devuelto Star Wars a los cines siguiendo el patrón clásico, llegando casi a la reiteración sin pudor, Rogue One tenía que ser algo diferente. Lo es y no lo es. Porque lo curioso es que cuando lo es el éxito no es tan acertado como cuando no lo es. Falla la película al establecer buena parte de la nueva mitología, lo que resta conexión emocional con bastante de los personajes, incluyendo una Alianza rebelde algo desdibujada, pero triunfa cuando se recupera la idea de hacer un Star Wars brillante.

Eso sucede en la segunda mitad del filme, cuando la cinta de Gareth Edwards se desata a todos los niveles. ¿Un ejemplo? Darth Vader. No hay más que observar su primera escena, que deja cuantiosas dudas sobre la forma en que se ha plasmado a uno de los más grandes iconos de la ficción popular del siglo XX (y XXI), y la segunda, que se convierte en uno de los momentos más memorables no sólo de la franquicia, sin lugar a dudas, sino también del cine contemporáneo. Es ahí cuando todas las dudas, que ya parecían solventadas desde muchos minutos antes, desaparecen por completo, porque es ahí cuando Star Wars vuelve a cobrar forma en la pantalla de una manera impresionante, por el respeto reverencial que hay hacia el legado de la serie pero también por el noble intento de contar algo que hasta ahora no habíamos visto. De esas dos cosas hay mucho en Rogue One, por lo que los defectos quedan algo olvidados cuando finaliza la película.

Los hay, eso está claro, y aunque a primera vista son más palpables de los que tenía El despertar de la Fuerza porque afectan a la construcción del andamiaje de una película que sabemos autoconclusiva y que no se puede escudar en lo que veremos en el futuro, cuando acaba la película el sabor de boca es más satisfactorio que con el filme de Abrams. Y eso que la producción ha estado salpicada de reconstrucciones, cambios de giro, rodajes de nuevas escenas e incluso, viendo los trailers, de algún cambio de orientación bastante importante. Pero el resultado merece la pena porque, esta vez sí, conjuga el respeto a lo clásico con alguna interpretación nueva bastante notable. Hay personajes a los que nunca hemos visto, muchos. Y hay otros a los que nunca hemos visto como aquí. Edwards logra que el extenso clímax de la película, casi tan extenso como el de El retorno del Jedi, entretenga como lo hacían estas películas antaño.

Eso, sobre todo, sucede en su tramo final, cuando la larga y algo fallida presentación de muchos de los protagonistas ya no cuenta tanto, cuando lo que toca es dejarse llevar por ese montaje paralelo de diversos escenarios una gran batalla que Star Wars sabe mostrar como ninguna otra saga de ciencia ficción (sí, eso se hace incluso la tan denostada La amenaza fantasma), por la magia del Ala-X, de la Estrella de la Muerte, de la Fuerza, de los blasters y del Imperio. Star Wars es eso, pura magia. Y Edwards, sin llegar a hacer una película redonda porque pesan muchos los agujeros de su primera hora, ha respetado esa magia. La ha moldeado y, aún con injerencias, la ha hecho suya. Rogue One no tiene el espíritu aventurero del Episodio IV, el original, pero sí sabe adentrarse en los terrenos más oscuros que planteaba El Imperio contraataca desde una perspectiva más moderna. Puede faltarle alma a la presentación, pero su climax deja sin aliento. Como si eso fuera habitual hoy en día.

viernes, diciembre 02, 2016

'Vaiana', Disney regresa... ¿pero acaso se fue?

Las películas de animación de Disney tienen un estigma curioso. Cada vez que se estrena una, parece que hay que decantarse por una de estas dos opciones. O bien es una decepción, o bien el resurgir del estudio del ratón que nos devuelva a comienzos de los años 90, la que parece coincidir en todos los análisis como la última gran época. Pues bien, Vaiana sólo puede encajarse en esta segunda categoría. Es un Disney portentoso, divertido, visualmente alucinante, con trazas de musical de los de siempre y una princesa más para añadir a la colección. Disney regresa, por supuesto. ¿Pero acaso se había ido en algún momento? Asusta pensar qué podríamos decir de otros estudios, directores y actores si pidiéramos el mismo grado de excelencia, puesto que las últimas películas del estudios son nada menos que Zootrópolis, Big Hero 6, ¡Rompe Ralph! y Frozen. Si eso es haberse ido... Pero, en fin, asumamos la superioridad de Pixar y supongamos que Disney se fue. Menudo regreso es Vaiana.

Sus responsables, Ron Clemens y John Musker. Efectivamente, responsables de dos de los títulos más emblemáticos de esa última era dorada de Disney, el que la abrió, La Sirenita, y el que abrazó sin remedio la comedia musical, Aladdin. Tras un par de intentos más o menos acertados como El planeta del tesoro o Tiana y el sapo, mucho mejor esta segunda, última cinta del estudio en animación tradicional, Clemens y Musker recuperan todo el brío inicial de su carrera como directores para ofrecer una completísima historia sobre la identidad propia. Vaiana es la hija del jefe de una tribu que vive aislada en una isla polinesia, pero siente el empuje de su corazón a atravesar el arrecife que rodea la isla y descubrir el mundo exterior, algo a lo que su padre se opone con fuerza. La excusa será una misión para salvaguardar el futuro de la isla, inicio de una aventura formidable que tiene puntos en común precisamente con La Sirenita (ojo a la escena postcréditos, la broma Disney definitiva).

Sí se puede decir que Vaiana tarda algo en arrancar, que su primera media hora roza incluso la repetición de los temas, pero todo es tan impresionante que casi da igual. Como casi siempre en Disney, la primera secuencia ya marca el devenir de la película, apabullante por aportar la necesaria introducción a este nuevo mundo. Las canciones, pegadizas y espectaculares. La propia Vaiana, otro excepcional personaje del panteón femenino del estudio. Y la animación, increíble a todos los niveles, hasta el punto de que estamos, probablemente y con la excepción de la mencionada Big Hero 6 ante el mayor espectáculo de efectos visuales que ha generado Disney. No hay más que ver la brutal escena climática, que casi apuesta por una iconografía de terror que satisfará enormemente al espectador adulto. Y Musker y Clemens, coautores también de la historia, saben cuándo ponerse serios y cuándo introducir el humor. Muchísimo, por cierto. Y tremendamente eficaz hasta con lo más repetitivo, ese gallo bobalicón que no sabe ni por dónde camina.

Pero lo mejor de Vaiana es que es una película de aventuras increíble que maneja extraordinariamente bien los tiempos, los personajes, la acción y las emociones. Con los tópicos que tan bien sabe aprovechar Disney, como la heroína con sus momentos de zozobra, los animales que aportan el contrapunto cómico o dos protagonistas de caracteres completamente opuestos que tienen que llevarse bien, el viaje es una auténtica gozada, pero sacándoles todo el partido para que la película parezca siempre complemente nueva. Narrativa, auditiva y visual a partes iguales, con la magia que cabe esperar de una película del estudio, con una animación que compite de igual a igual con la de Pixar en casi todo (¡qué bien le ha sentado tener la competencia en casa y azuzada por el mismo cerebro, el de John Lasseter!) y que hace que Disney se sitúe este año otra vez por encima de su rival por méritos propios. Una gozada audiovisual para deleite tanto de niños como de adultos.