domingo, enero 15, 2017

'La ciudad de las estrellas. La La Land', portentosa delicia

La maestría con la Damien Chazelle compuso Whiplash hacía esperar lo mejor de su siguiente trabajo. Pero La La Land supera las expectativas. Desde un formidable ejercicio de nostalgia por un género oficialmente declarado muerto pero que en sus coletazos ha dejado ya más de una obra de arte, Chazelle logra una portentosa delicia que encandila desde el brutal número inicial, en el que es imposible contar en cuántos momentos podría haber salido mal un plano secuencia de semejante complejidad, hasta el increíblemente hermoso final de la película, que deja con la lágrima en el rostro, con la sonrisa en la cara, con el corazón en un puño y con el alma feliz de haber asistido a uno de esos raros espectáculos cinematográficos en los que todo parece estar en su sitio para lograr el objetivo de conmovernos durante algo más de dos horas que desbordan tanto talento y a tantos niveles que parece difícil no caer rendidos a los pies de este filme.

Viviendo en el mundo en el que vivimos, en el que los odios se acumulan por las más pintorescas razones y a veces sin haber visto las películas, esta oleada de entusiasmo que ha generado La La Land casi obliga a ir con recelo. Ni su extraordinario trailer, toda una lección de márketing para los que piensan que es necesario destripar una película para venderla, ni el ya mencionado precedente formidable que fue Whiplash parecían contar tanto antes del incomprensiblemente retrasado estreno en España por el éxito sin precedentes en los Globos de Oro. Y sí, viendo La La Land casi parece que se despiertan las alertas intentando encontrar algo que no funcione, algo que lleve a proclamar que estamos todos exagerando, que no es tan buena como se está diciendo. Qué cosas, lo es. Es una auténtica maravilla porque Chazelle es, ahora mismo, el genio de la lámpara que ha fusionado como hacía tiempo que no se hacía el cine y la música.

No hay nadie en el cine contemporáneo que entienda mejor que él la unión entre esas dos artes. Nadie que sepa rodarla de maneras tan diferentes, en el escenario de un gran musical clásico y en el entorno cerrado de una pequeña habitación. Nadie que combine de esa manera amplios y mágicos encuadres con preciosistas primeros planos, que evidencian que Chazelle es un portentoso director de actores, que sabe extraer hasta la última gota de encanto, carisma y elegancia que tienen dentro Emma Stone y Ryan Gosling, dos actores que hacen un trabajo formidable y encantador, cargado de carisma, que triunfan en la faceta musical pero también en la dramática, que bordan cada uno de sus bailes pero que consiguen que La La Land sea una delicia porque es facilísimo entrar en sus cabezas y en sus corazones, cuando las cosas les van bien y cuando les van mal, desde la encantadora escena en el cine viendo Rebelde sin causa hasta el glorioso plano-contraplano que lleva al límite su relación.

Cuando empieza La La Land, los pies no dejan de acompañar la música. Cuando finaliza, es el corazón el que se mueve al son de lo que dicta Chazelle. Lo que se aventuraba ya con ese arranque como un gran musical (qué demonios, desde la belleza de su trailer) se convierte con el paso de los minutos en una película inolvidable, que supera la genialidad técnica que exige un despliegue coreográfico como el que necesita una producción de esta naturaleza, genialidad que no pierde en ninguno de sus números musicales, con una maestría artística de las que dejan huella y que alcanza su cenit en unos diez finales hermosos, magistrales, concentración de todo lo que ha explotado durante las casi dos horas previas y que termina de cerrar una de esas experiencias que merece la pena vivir a corazón abierto, para que el cine pueda tocarlo y enseñarnos que la magia no ha muerto y que aún es posible ver formidables cantos de amor al cine, a la música y a la vida como este.

viernes, enero 13, 2017

'Underworld. Guerras de sangre', sí hay quinto malo

Vaya por delante que tiene un mérito indudable que una saga llegue a su quinta película. Mucho más si hablamos de una serie como Underworld, en la que realmente ninguno de sus títulos previos se puede considerar como un hito en el cine fantástico. Pero sí, en contra de lo que reza el saber popular, sí hay quinto malo y Guerras de sangre, que así se titula esta cinta, que por desgracia parece que no va a ser la última a tenor de esa última escena de esta entrega. A esa escena se llega después de 91 minutos en los que no pasa gran cosa, que arrancan con un recordatorio excesivamente largo de lo que hemos visto en las películas precedentes y en el que asistimos a un olvido bastante absurdo de algunas tramas, al desarrollo a veces hasta ridículo de otras y al poco esfuerzo de hacer que haya algo nuevo, si acaso el nuevo aspecto de la Selene a la que da vida Kate Beckinsale que los pósters de la película ya se han encargado de reventar.

El caso es que Guerras de sangre tendría que ser una película pensada para fans de Underworld. Estamos ante la quinta película de la serie, no podría ser de otra manera. Y el caso es que no, que da la sensación de dar demasiadas explicaciones que no se necesitan, tanto sobre las tramas como sobre el desarrollo, con unas transiciones entre escenas tan torpes que llegan a ser incomprensibles, como los planos del tren o de Selene y el David de Theo James... montando a caballo, animales que estarían muy tranquilos sabiendo que sus compañeros de viaje son vampiros sedientos de sangre... aunque en realidad hay muy poca sed de sangre. Y poca inteligencia. Eso, en el fondo, es lo que molesta de una película como esta, que no se toma en serio a sus personajes a un lado de la pantalla ni a sus seguidores en el otro. Y así, con villanos que tampoco están a la altura ni sobre el papel ni en la pantalla, el naufragio resulta inevitable, porque no hay un progreso ni nada nuevo. Sólo rutina.

Y rutina, además, que no tiene mucho sentido. El problema de partida está en el guion de Cory Goodman, firmante de otros dos guiones horrendos como los de El sicario de dios o El último cazador de brujas, que da vueltas sin llegar a ningún sitio, que hace desfilar personajes a veces sin sentido, con acciones difícilmente explicables (¿una fortaleza impenetrable de la que se escapa rompiendo una verja con un coche y en la que se entra desmantelando la seguridad apretando un botón?; ¿para qué demonios quieren los licántropos la sangre de la hija de Selene si el personaje no tiene ninguna trascendencia en la película ni condiciona nada de lo que sucede en ella?) y, sobre todo, con giros argumentales tan fáciles de ver que casi provocan sonrojo. Es facilísimo saber qué personajes van a morir y cuándo. Eso si se llega a mostrar, porque de alguno, de cierta importancia, apenas se atisba cómo acaban en la película.

El caso es que la excusa principal para seguir viendo Underworld sigue siendo la misma, Kate Beckinsale. La actriz, que nunca ha llegado a tener una progresión real en su carrera y que nunca ha logrado ser una heroína de acción más allá del personaje de Selene aunque tenía la capacidad para ello, sigue cumpliendo con lo que se le pide, tanto en el plano físico como en el dramático, pero las películas le dan tan poco margen para hacer algo destacado que ese esfuerzo queda algo diluido. Como la presencia de Charles Dance, que casi se antoja irrelevante aunque preste algo de enjundia al asunto. ¿Suficiente? En absoluto. Tanto Beckinsale como Dance se ven arrastrados por este trabajo de andar por casa que reduce la escala de lo que tendría que se runa gran guerra a unos cuantos disparos en un escenario cerrado, a un par de peleas de coreografías más o menos resultonas o a unos efectos digitales que no destacan demasiado. Y aún así, habrá sexta película. Que el dios de los vampiros y el de los licántropos nos pille confesados.