sábado, enero 31, 2009

'Valkiria': demasiado heroísmo, demasiada corrección

El tratamiento que Hollywood da a la Historia suele dejar muchos insatisfechos. Siempre hay quien ve alteraciones en la traslación al celuloide que, dicen, invalidan el producto final. Por lo que he podido leer, a Valkiria no se le puede achacar una excesiva inexactitud histórica. Sin embargo, deja cierta sensación de inversimilitud. Hay demasiado heroísmo, hay demasiada corrección, hay un afán desmedido en resaltar la bondad de los protagonistas, de los autores de la conspiración que debía acabar con el asesinato de Adolf Hitler. Demasiadas veces se nos quiere recordar que no todos los alemanes eran nazis. Y demasiado se quiere proteger la figura del héroe, interpretado por Tom Cruise, al que nunca se deja decir en pantalla el tan temido "Heil Hitler". Lo dice una sola vez y lo hace de espaldas a la cámara. El intento casi documentalista de narrar los hechos reales choca frontalmente con estas intenciones proteccionistas, pero no invalidan una buena película histórica de suspense.

Bryan Singer abandona el mundo de los superhéroes que le ha tenido ocupado desde el año 2000 (las dos primeras entregas de X-Men y Superman returns, tres buenas muestras de cómo adaptar un cómic desde el camino más complicado y valiente: sin ser un aficionado juvenil del noveno arte y reconociéndolo públicamente, enfrentándose a las iras de los fans) para ofrecernos una película más que correcta y que cumple con lo prometido. Y eso que había augurios muy negativos (retrasos en las fechas de estreno, rodaje de nuevas tomas...) que hacían temer lo peor. Pero no. Valkiria es un producto muy entretenido. Muy hollywoodiense también, con todo lo que eso supone en una película histórica, pero no por ello menos efectiva. Pesa en su contra un final un tanto carente de garra.

Tom Cruise interpreta al protagonista, el coronel Claus von Stauffenberg, con la profesionalidad acostumbrado en un actor que lleva moviéndose como pez en el agua en el cine norteamericano desde hace casi tres décadas. Hay cierta tendencia a criticar todo lo que hace, confundiendo en exceso el Cruise real con el Cruise actor, pero lo cierto es que es un intérprete profesional y solvente. No es un magnífico actor, no, pero sí que es una estrella. Su cara puede ocupar el cartel de una película y ser el reclamo perfecto. Y en esta ocasión, como ha hecho siempre durante su carrera, se ha rodeado de grandes actores. Entre los secundarios destaca Tom Wilkinson, espléndido como casi siempre, y un Kenneth Branagh al que siempre da gusto ver en pantalla. A Terence Stamp, en cambio se le ve algo monótono, sin aportar mucho a su personaje, lo que no deja de ser una desagradable sorpresa.

Hace un par de años, Valkiria podía haber sorprendido más. Hitler era un personaje muy complejo de tratar a pesar de haber aparecido en centenares de películas y series. ¿El cine se podía permitir el lujo de mostrar a uno de los mayores monstruos de la humanidad como una persona de carne y hueso? El hundimiento respondió para siempre a esa pregunta. El Hitler que interpreta David Bamber (un actor eminentemente televisivo) en Valkiria es muy deudor del de Bruno Ganz en El hundimiento. Queda muy lejos de los logros de Ganz, pero sigue su misma línea. Singer también. Se acerca con extremo cuidado al führer y prefiere no hacerle hablar demasiado. Pero la impresión que genera queda atenuada por el Hitler que ya vimos en la película alemana de Oliver Hirschbiegel.

Valkiria no deja de ser un curioso acercamiento a un episodio algo desconocido de la Segunda Guerra Mundial, una nueva oportunidad de ver un relato histórico de Hollywood (al que, a pesar de la gran cantidad de medios desplegados para recrear de forma admirable el Berlín nazi, le falta espectacularidad en algunos de los tramos que más se prestaban a ello, como las escenas iniciales en el frente africano) tan solvente como de costumbre. Pero no es una película que contaremos entre las grandes, ni mucho menos. Para Cruise, un título más. Para Singer, un regreso al cine realista. Para el espectador, dos horas entretenidas.

miércoles, enero 28, 2009

'La duda': sencillamente perfecta

Salir del cine con la sensación de haber visto una película perfecta no es corriente. Por eso, cuando sucede, lo mejor que puede hacer uno es saborear lo que acaba de ver, debatirlo, analizarlo, comentarlo, sacarle todo el jugo. Eso es lo que me pasó ayer con La duda, película que se estrena este viernes. Soy consciente de lo complejo que es defender una afirmación como ésta hablando de arte, pero es sencillamente perfecta. Salí del cine con la impresión de que nada sobra, nada falta, todo (lo que vemos, lo que intuimos, lo que se dice y lo que no se dice) tiene un sentido y todo lo que se hace en pantalla alcanza una brillantez exquisita. Es una película sublime que deja huella en el espectador, en el fondo y en la forma, que deja para el recuerdo dos o tres escenas brillantes, unos diálogos prodigiosos y unas actuaciones inolvidables. Una joya que, por algún extraño motivo, no figura entre las cinco nominadas al Oscar a mejor película a pesar de optar a cinco premios.

¿Qué hace La duda tan especial? Sin duda, por encima de todo, su guión. Es una película adulta que trata a los espectadores como personas inteligentes. Plantea debates, pero no da respuestas. Ofrece todos los elementos para que cada una de las personas que vea el filme saque sus propias conclusiones, pero no sentencia, no manipula. Ahí radica buena parte del valor de una película que se mueve en aguas peligrosas, en un tema complejo de tratar. El escenario de la película es un colegio religioso del Nueva York de los años 60, en el que acaba de entrar su primer alumno negro y en el que se libra un enfrentamiento (primero soterrado, después a tumba abierta) entre la directora del colegio, la hermana Aloysius (Meryl Streep) y el párroco de la iglesia, el padre Flynn (Philip Seymour Hoffman), todo ello bajo la atenta mirada de una joven e ingenua profesora, la hermana James (Amy Adams).

Pocas veces se encuentra una película que tenga un título tan acertado. Incluso más acertado en el original, Doubt, que en el traducido en España, La duda. Porque no es una sola duda lo que centra el interés del filme. La película es todo un tratado sobre las dudas de todo tipo, desde las espirituales a las personales, pasando por las sociales. Todos los personajes, por muy seguros que aparezcan en determinadas escenas, se mueve en escenarios de duda. La obra de teatro, por cierto, se llegó a representar en Madrid hace algunos años bajo el título de La sospecha, un título que desvirtúa bastante la carga de la historia. El autor de la obra, también guionista y director de la película, es John Patrick Shanley. Es más conocido por su faceta de dramaturgo y guionista, pero ha dirigio ya una película hace nada menos que 18 años. Y sorprende saber que esa película (que no he visto) es Joe contra el volcán, con Tom Hanks y Meg Ryan.

Tan importante como el guión son las interpretaciones. Meryl Streep es una diosa intocable del mundo de la interpretación. Nunca he sentido por ella el fervor que parece sentir toda la profesión, pero es obligado decir que cuando está sublime no hay actriz en el mundo que pueda superarla. Y aquí lo está. Compone un papel inolvidable, lleno de matices, enseñando todo un pasado que no se ve en la película pero que pesa sobre el personaje en todo momento. Y lo mismo se puede decir de Philip Seymour Hoffman, maravilloso como casi siempre. Amy Adams está igualmente brillante, y su presencia es todavía más reconfortante. Una actriz joven y guapa que podría quedarse en su imagen Disney (es la protagonista de Encantada) da un paso arriesgado y valiente. Que siga así y tendrá un lugar de honor en el mundo del cine. Y Viola Davis, en un brevísimo papel, es capaz de sobrecoger de una forma notable. Ellos cuatro y Shanley como guionista son quienes optan a un Oscar dentro de algo menos de un mes.

La conjunción de un espléndido guión y estos maravillosos actores deja, como decía, secuencias inolvidables. Destacan, por encima de todo y en un conjunto tan notable como homogéneo, el sermón del padre Flynn sobre el chismorreo (hermosísimo el relato sobre las plumas, toda una lección para la vida) y las dos escenas en el despacho de la directora: la primera con la presencia de la hermana Aloysius, la hermana James y el padre Flynn (se palpa la creciente tensión, desde el inicio de la charla, con temas intrascedentes como las canciones de Navidad hasta que por fin se descubren las cartas), y la segunda, en la que sólo están los dos personajes que rivalizan en la película, que confrontan sus distintas visiones de la vida y de la fe. Y el hermosisímo final, que deja una sensación de desasosiego y, sobre todo, de duda. Si alguien espera ver un alegato contra la Iglesia, se equivoca de película. Si alguien quiere encontrar una reafirmación de la fe cristina, también. Esto es, simplemente, cine. Puro cine. Sublime y altamente recomendable.

viernes, enero 23, 2009

'W.' se queda en interesante... pero necesaria

Oliver Stone es un director que se maneja muy a gusto en la polémica. Seguramente él será uno de los pocos que tenga el valor suficiente para rodar una biografía de un presidente de Estados Unidos cuando éste todavía residía en la Casa Blanca. W. es un curioso biopic cuando seguramente el material podría haber dado para mucho más, pero Stone se mueve muy a gusto en este tipo de película y por eso el resultado es interesante. A veces parece perder la perspectiva y uno no sabe muy bien si es una película para ridiculizar al ex presidente, a mayor gloria del modelo de vida americano o simplemente una biografía más o menos objetiva. Pero en los peores momentos, que alguno tiene, el espectador se puede agarrar a las actuaciones, formidables casi todas ellas, y sobre todo a un inmenso Josh Brolin, que da vida, literalmente, a George W. Bush. Con todo lo bueno y todo lo malo que eso supone.

Quizá lo más reprochable de la película sea que se queda en la superficie de muchos de los temas que apunta (o que abiertamente zanje con una sola escena cuestiones como su alcoholismo), que esté más preocupada en desarrollar una caracterización de George Bush que en contar una historia. La mezcla de la narración presente (las fechas previas y posteriores a la guerra contra Irak) y pasada (la vida de Bush desde su etapa universitaria hasta que decide ser candidato a a las elecciones presidenciales) es hábil, tan hábil como suele ser el cine de Oliver Stone. Pero a veces da la impresión de que se escapa mucha historia entre los dedos. Las elipsis dejan la sensación de que hay demasiado por contar. Quizá sea cierto que la película es prematura porque, al fin y al cabo, cuenta una historia inacabada (que tiene además un final demasiado abrupto, quizá por este motivo), la de un presidente que todavía no había abandonado el poder.

Pero el retrato (pese a escenas tan prescindibles como la de la famosa galleta con la que se atragantó, que entran más en el terreno de la burla que en el del análisis o la narración) es necesario. Tan necesario como que el cine se preocupe de los entresijos de la política, y en eso Stone, guste más o menos, es todo un maestro. Capta la atención desde el primer momento, desde la conversación en el despacho oval para decidir cómo denominar a lo que finalmente se conoció como el Eje del Mal. Sin duda, la película gana fuerza en la narración presente, la guerra de Irak, y seguramente el producto final habría sido mejor si se hubiera centrado en ella (al estilo de Trece días, una película algo menospreciada que traza un retrato de los Kennedy con la excusa de la crisis de los misiles de Cuba). El afán de contarnos la vida personal de Bush y la relación con su padre al margen de la política incide en esa superficialidad que comentaba.

Vista la película y la perfección de la práctica totalidad de las caracterizaciones, es un interesante ejercicio pensar en los actores que estuvieron a punto de dar vida a los personajes. Christian Bale iba a ser Bush, e incluso se hizo las pruebas para el maquillaje. El papel de Bush padre pudo recaer en Warren Beatty o en Harrison Ford. Y Robert Duvall pudo hacer de Dick Cheney. Pero, como siempre, es un ejercicio más o menos estéril dado el buen resultado de todos los actores. James Cromwell (que ya hizo de presidente ficticio en Pánico nuclear) está formidable, casi tan genial como Scott Glenn en la piel de Donald Rumsfeld, Richard Dreyfuss en la de Cheney o Jeffrey Wright en la de Colin Powell. Este trío, de hecho, protagoniza escenas espléndidas. La película es impagable sólo por escuchar las discusiones sobre Irak entre Powell y Cheney. La decepción es Thandie Newton como Condoleezza Rice, un personaje que parece sobrar en la película.

Pero si alguien destaca por encima de todos es el protagonista principal, el auténtica corazón de la película. Josh Brolin traza un Bush realista hasta el extremo, creíble y patético a partes iguales. Lo suyo no es una imitación ni tampoco una caricatura. Es un personaje, pero es real. Y uno se pregunta, después de ver su actuación, cuánto hay del Bush de la pantalla en el Bush que vemos en los informativos. Si realmente el ya ex presidente de Estados Unidos tiene esa forma de hablar, de comer, de flirtear, de discutir y de mandar. Brolin consigue que la pregunta sea a posteriori, porque durante la película la credibilidad es total (inolvidable su discurso para justificar la invasión a Irak, con gestos del propio Bush pero con carácter propio). Y pone la piel de gallina pensar que efectivamente ese sea el perfil real del hombre que ha ocupado la Casa Blanca durante ocho años. Brolin es un pedazo de actor, cada vez más interesante.

Lo que no acabo de entender es que una película dirigida por un realizador de prestigio, que tiene un reparto francamente interesante, que trata de un tema de actualidad y que no es un producto malo o inestrenable, acabe en España directamente en televisión, sin un estreno cinematográfico ni siquiera videográfico. No lo entiendo, pero la emitió La 2 de TVE el pasado día 20. Al menos hemos podido verla, que por lo visto no es poco. Y así hemos salido de dudas: Aznar no aparece en la película. Sale Tony Blair, se ven conversaciones con Putin y Chirac. Pero España sólo aparece mencionada al hacer una pequeña relación de los países aliados. Y de Aznar, ni palabra. Con la ilusión que me hubiera hecho conocer el cásting que Oliver Stone podría haber hecho para elegir un actor que diera vida al ex presidente del Gobierno español...

jueves, enero 22, 2009

'Benjamin Button': Fincher se hace mayor (y uno de los grandes)

David Fincher es un director sorprendente. Debutó con Alien 3, mucho mejor película de lo que muchos creen (y que habría sido mejor de ver la luz en cines su montaje, disponible en DVD). Con Seven cambió por completo todo un género, y eso es mucho decir. The game fue una peliculita que no hizo demasiado por su carrera, ni para bien ni para mal. El club de la lucha le convirtió en director de culto (aunque yo nunca he llegado a entender el fervor por esta película, que me parece, de largo, lo peor que ha hecho). La habitación del pánico gustó más a quienes disfrutamos de sus primeras películas que de la anterior, pero en todo caso disparó las alarmas. ¿Estaba David Fincher estancado? Y entonces, con cinco años de separación, hizo Zodiac. Y volvió a reinventar un género. Después de una gran película como Zodiac, las expectativas pueden despertar las iras contra un director. El curioso caso de Benjamin Button demuestra que David Fincher es uno de los grandes. Se ha hecho adulto. Y su público con él.

Desde fuera y a priori, El curioso caso de Benjamin Button no parece una película para David Fincher. ¿Una historia de amor contada a través de toda una vida? No encaja con lo que ha hecho hasta ahora. En los años 90, se relacionó este proyecto con Steven Spielberg como director y Tom Cruise de protagonista, y quizá al Rey Midas de Hollywood le hubiera venido como anillo al dedo esta historia. Pero esta ficción no oculta el triunfo de Fincher con este título. No es que salga airoso de un proyecto difícil, es que le da un estilo propio. Si buscamos referentes para esta película, es obligado pensar en Forrest Gump, por la sucesión de acontecimientos históricos que rodean esa historia de amor. En lo formal, El paciente inglés y el relato de amor en el lecho de dolor y muerte. El curioso caso de Benjamin Button supera a ambas en todo. Es más drama que comedia, pero no esquiva los momentos más divertidos de una historia singular. Es más intimista que épica, pero, como en toda vida, tiene momentos álgidos.

Benjamin Button es un hombre que vivirá un crecimiento distinto al de todos los demás. Nace viejo y morirá joven. Sus arrugas irán desapareciendo, su artritis o sus cataratas las dejará atrás a los veinte años, su mente infantil crecerá en el cuerpo de un anciano. Su vida en ningún caso podrá ser como la de los demás. Y eso se aplica a todos los terrenos de su vida, también y sobre todo en el amoroso. Porque ésta es, por encima de cualquier otra consideración, una historia de amor, tierna, preciosa, dura en ocasiones, pero que deja un regusto de emoción y de ilusión muy difícil de conseguir en el cine actual. Y David Fincher lo consigue, además de con un espléndido guión, con sutiles artificios. Coloca la historia (la narración de la historia más concretamente) en medio de lo que aconteció en Nueva Orleans cuando el Katrina arrasó la ciudad. Esperanza por encima de todo. Como con el mensaje final de su primer amor. Y, sobre todo, con la pincelada de humor del hombre al que alcanzaron siete rayos. Es la lección más hermosa que deja la película, una de las muchas que ofrece, todas ellas optimistas y vitalistas sin caer en la sensiblería más fácil y evidente.

Brad Pitt no es un actor que me apasione. Funciona como estrella (y como estrella que es incluso le da un cameo en esta película Shiloh, hija del actor y de Angelina Jolie, cuando apenas tenía diez meses de vida), en las revistas, en las premieres, pero casi nunca me ha gustado como actor. Disfruté con él muchísimo con su breve papel en Thelma y Louise, pero desde entonces no me había entusiasmado, nunca le había visto perfecto para un papel. Hasta hoy. Es muy difícil decir cuánto hace el actor por la película y cuánto hace el trabajo de efectos especiales (hermoso y natural), es una frontera muy delicada e imposible de trazar. Pero lo que está claro es que Brad Pitt se convierte en Benjamin Button desde el primer momento en que aparece en pantalla, sin importar la edad (real y aparente), la altura o la parte de la historia que esté viviendo. Es un trabajo notable y digno de elogio, a la altura del resto del reparto, en el que destacan como nombres más conocidos los de Cate Blanchett y Julia Ormond.

Abarcar toda una vida en una película tiene sus aparentes desventajas. La más notable, la duración, que en este caso llega hasta las dos horas y tres cuartos (quítenle cinco minutos todos aquellos que se levantan de sus asientos antes de que acaben los títulos de crédito; lo siento por ellos, se perderán la última pieza de una extraordinaria partitura compuesta por el cada vez más interesante Alexandre Desplat). Quizá alguien hubiera metido la tijera en la sala de montaje, sobre todo en la primera media hora, pero todo en la película merece la pena. Notable es la labor de Fincher a la hora de utilizar la elipsis como un recurso narrativo más, un recurso que pocos director saben emplear ya con acierto. La poesía y la belleza que contiene toda la película, recibe además un epílogo tan hermoso como el comienzo. El agua y el destino por un lado, el tiempo hacia atrás por el otro. Poesía.

El curioso caso de Benjamin Button es una película magnífica y hermosa, la consolidación de David Fincher como un director serio y maduro, el que apuntó en Seven, el que se desarrolló en Zodiac. Chapeau.

lunes, enero 19, 2009

'Cuestión de honor', eficaz pero rutinaria

Cuestión de honor tiene un problema de base. Que ya la hemos visto muchas, muchísimas veces. La mezcla entre policía, familia y corrupción está ya muy trillada en el cine norteamericano de los últimos 30 años, y desde que Canción triste de Hill Street se convirtiera en una de las series míticas de los años 80, también en la televisión. Esta película iba a hacerse en 2001, pero los atentados del 11-S hicieron que se pospusiera. Los productores pensaron que no iba a tener buena acogida una película que daba una imagen corrupta del cuerpo de policía de Nueva York, cuando la sociedad estaba ensalzando los valores más heróicos de sus fuerzas de seguridad. Que se haga hoy es otra demostración más de que el cine americano va superando el trauma de aquella aciaga jornada. Y eso es siempre una buena noticia.

Y tiene un segundo problema. El guión tiene algunas lagunas, los personajes entran y salen en la historia a conveniencia y el final es forzado y, por qué no decirlo, un tanto ridículo. Pero salvando estos defectos, y admitiendo que es algo decepcionante (una de esas películas que en el trailer parece que van a marcar una época pero que después se quedan en un sencillo entretenimiento), es un correcto policiaco al que la parte interpretativa le da cierto nivel pero que no pasará precisamente a la historia. Se queda en un título eficaz, pero a la vez rutinario. Uno de muchos que no marca diferencias, que no inventa, que no perdurará en la memoria. Se disfruta, pero es olvidable.

Cuando se empezó a hablar del proyecto allá por el comienzo de la década, los actores escogidos para los papeles principales eran Mark Wahlberg y Hugh Jackman. Y Nick Nolte fue elegido para interpretar al patriarca de esta familia de policías, pero una vieja lesión en la rodilla le impidió hacer el papel. Gusta mucho pensar qué habrían hecho otros actores con los mismos personajes, pero en este caso es difícil que la imaginación vaya tan lejos por el buen trabajo de los finalmente escogidos. Edward Norton, Collin Farrell, Jon Voigth y el más desconocido pero igualmente interesante Noah Emmerich (hace ya mucho que disfruté con él en El show de Truman) conforman un reparto sólido. Destaca Norton (como casi siempre), Voight le pone clase (se gusta últimamente en personajes secundarios similares a éste) y sorprende Farrell. No es un actor que me llame la atención, pero aquí, creo que por primera vez, me ha convencido.

Lo mejor que tiene Cuestión de honor es su atmósfera. A eso ayuda una magnífica música de Mark Isham (un compositor que descoloca mucho; a veces aburrido, a veces brillante y acertado en todo como aquí) y el escenario, el Nueva York adecuado para esta historia (no el Nueva York del mejor Scorsese, pero sí un Nueva York creíble, agobiante y familiar a partes iguales en función de la escena que estemos viendo). Eso compensa las lagunas en la historia que comentaba antes. Se desaprovechan personajes como la esposa de Colin Farrell o el periodista que investiga la trama de corrupción, y otros, como el de Norton, desaparecen de la trama cuando interesa desarrollar otras facetas de la historia. Pero el final... El final se carga en parte todo lo conseguido en las dos horas anteriores. Demasiado fácil. Demasiado políticamente correcto. Demasiado prefabricado. Y, de largo, lo más inverosímil de todo el filme.

Lo de los títulos en España, por cierto, empieza a ser digno de estudio. Pride and glory es el título original de esta película. Orgullo y gloria. ¿Cómo hemos llegado a la conclusión de que Cuestión de honor es un título más acertado?

martes, enero 13, 2009

De una obra maestra que no le gustó... a otra obra maestra

Veamos Solo ante el peligro. Un peliculón. Uno de los westerns más clásicos, una maravilla de película con un soberbio Gary Cooper y una bellísima Grace Kelly, dirigidos por Fred Zinnemann. Pues resulta que Solo ante el peligro no le gustó ni a John Wayne, el mito por excelencia del western americano, ni a Howard Hawks, un director recordado entre otras muchas cosas por su aportación al género. Y por eso hicieron Río Bravo. Otro peliculón. ¿Pero cómo es posible que un actor inmenso (por mucho que haya gente que piensa que era sólo un icono) y un director formidable no supieran apreciar los valores de esa obra de arte que es Solo ante el peligro? En realidad la respuesta a esa pregunta es muy sencilla. Solo ante el peligro socavaba sin remordimientos la esencia del western más puro. Y eso no lo podían aceptar como si tal cosas los puristas del género.

"Hice Río Bravo porque no me gustó un western titulado Solo ante el peligro. La vi más o menos a la vez que otro western y hablábamos de este tipo de películas cuando me preguntaron si me gustaba, y yo dije 'no especialmente'. No creía que un buen sheriff fuera a ir corriendo por la ciudad como un polluelo asustado pidiendo ayuda, y que al final su esposa cuáquera tuviera que salvarle. Esa no es la idea que yo tengo de un buen sheriff del oeste. Yo decía que un buen sheriff se daría la vuelta y diría '¿cuánto valéis? ¿Sois lo suficientemente buenos como para apresar a su mejor hombre?'. Los tipos probablemente responderían que no y él afirmaría 'bueno, entonces tendré que cuidar de vosotros'. Y esa secuencia salía en Río Bravo".

"Luego dije que había asistido a otro largometraje en el que el sheriff cogía un prisionero y éste se burlaba de él y le tenía todo preocupado y sudoroso soltándole 'espera a que te pillen mis amigos'. Y yo reflexionaba: 'eso es una tontería. El sheriff debería comentar algo como más te vale rezar para que tu amigos no te pillen porque serás el primero en morir'. Y a todo eso me dijeron '¿por qué no haces algo así?'. Muy bien, y creamos Río Bravo exactamente al revés que Solo ante el peligro y que esa otra película, El tren de las 3.10". Así lo explicaba Howard Hawks. Tiene su lógica.

Con ese planteamiento les salió, como decía, otro peliculón. Desde la memorable primera escena sin diálogo alguno (toda una una clase maestra de cómo explicar con imágenes lo que no hace falta explicar con palabras) hasta el espectacular final. Más cercana toda la cinta a la esencia más tradicional del western, si se quiere, pero otro peliculón tan inmenso como Solo ante el peligro. Toda una lección sobre cine rodada sin primeros planos (salvo el de las manos temblorosas de Dean Martin, uno de los mejores alegatos contra el alcoholismo, su personaje y ese plano, que se ha visto nunca en el cine). Hawks, viejo zorro, uso un truco espléndido para reforzar la presencia de sus personajes y de sus actores: construyó los decorados a una escala de 7/8, para que se les viera más grandes.

Río Bravo no es sólo una película excepcional para todo tipo de público, incluso para aquel que recela de un género como el western. Es además uno de los más bonitos cantos a la amistad que ha dado el cine norteamericano (destaca la hermosísima escena en la que Dean Martin, Ricky Nelson y Walter Brenan están cantando en las horas previas al enfrentamiento final, con John Wayne mirando; porque él era el duro, él no podía cantar). Es también una hermosa historia de amor, entre John Wayne (sí, John Wayne también se podía enamorar) y una irresistible Angie Dickinson. Es también un western, uno de los grandes. Pero sobre todo es cine. Puro cine y nada más que cine.

sábado, enero 03, 2009

El despropósito de 'The Spirit'

The Spirit es un despropósito. Punto. Creo que así dejo bien claro el humor con el que salí del cine tras ver la primera película como director en solitario de Frank Miller, antaño un revolucionario de la escena del cómic y hoy un tipo al que uno no sabe muy bien cómo agarrar. The Spirit es una de esas películas que uno no acaba de entender cómo se han podido realizar así, cómo una productora ha invertido dinero en ella y cómo los actores no han sido capaces de alertar al director o a sí mismos del ridículo en el que estaban cayendo. The Spirit es, sobre todo, una mala película, pero también, según dicen casi todas las referencias que he podido encontrar, una muy mala adaptación de una obra que se considera precursora del cómic moderno. En definitva, y como decía, un despropósito.

Frank Miller, como hizo Will Eisner en los años 40 con The Spirit, revolucionó el cómic en los años 80 con su visión de Daredevil y Batman (Año uno sigue siendo para mí la mejor visión del personaje, por encima incluso de la otra obra visionaria de Miller, El regreso del Señor de la Noche). La lástima es que aquel genio sigue viviendo de aquellos éxitos y publicando historias cuya calidad sí encuentra discusión entre los fans. Hay quien le sigue viendo como un creador inimitable, hay quien piensa que es un lunático. Entre las obras de esos años posteriores a su cumbre se encuentra Sin City, que él mismo se encargó de llevar al cine junto con Robert Rodríguez. Sin City fue una película curiosa por su particular traslación de las viñetas a imágenes en movimiento, por un singular uso del color y la luz y por un reparto fascinante. Pero tampoco era una obra de arte, para qué nos vamos a engañar.

Sin City, eso sí, debió espolear a Miller, que decidió lanzarse en solitario a dirigir una película. Y la elegida fue la adaptación de The Spirit. Una elección obvia, pues Miller tuvo una gran amistad con Eisner, al que siempre consideró su maestro. Eso llevó a muchos a pensar que, si bien Miller no era un director experto, al menos trataría el material con un respeto reverencial. Pues no. No hay nadie que conozca el cómic que haya hablado bien de la película. Por desgracia, aún no he podido hacerme con material del personaje de Eisner, así que ésta es una comparación que yo personalmente no puedo hacer. Pero el hecho de leer a tanta gente poniendo el grito en el cielo al comentar la película de Miller no puede ser nada bueno para valorarla. Pero sí es, en cambio, un argumento más para acercarme al cómic y, en su caso, valorarlo más.

Y como yo no puedo establecer esa comparación, me limito a expresar una opinión sobre The Spirit como película. Y después de verla, ésta sólo puede ser tremendamente negativa. Sería fácil decir que Miller se vuelca en el aspecto visual de la película en detrimento del desarrollo de los personajes o la historia. En realidad, no deja de ser un eufemismo para ocultar que el guión es lamentablemente ridículo y los personajes inexistentes. Eso deriva, como no podía ser de otra forma, en un desinterés absoluto por el complot (¿complot?) del villano o las motivaciones (¿motivaciones?) del héroe. Todo es un galimatías sin sentido y, eso sí, realizado con muy poco sentido del ridículo. Colorines, muchos y variados, en un intento, imagino, de profundizar en el catálogo visual que Miller nos mostró en Sin City (a pesar de que no tengan nada que ver el ambiente de una y otra serie en el cómic). Una apuesta por el cómic más cómico y menos serio y adulto. Pero absolutamente nada más.

La película es una exaltación de la estupidez (la de absolutamente todos los personajes) y también de la mujer objeto. Sí, en The Spirit, el cómic, aparecen sensuales mujeres fatales. Pero confundir eso con mostrar un pantalla un catálogo de piernas, traseros y escotes (nada más, no nos engañemos por los nombres) es triste. Esto último es lo que hace Miller, sobre todo con Eva Mendes, que para eso tiene el papel femenino principal, pero también con el resto de personajes femeninos, desde Paz Vega hasta Scarlett Johansson (que empiezo a pensar que ya tiene más interés en mostrarse que en actuar), pasando por Jamie King o Stana Katic. Todas las actrices salvo Sarah Paulson (la única que aparece sin un vestuario provocativo) y Seychelle Gabriel, de largo la actriz con más carisma y talento de la película, a pesar de su cortísimo papel (es Sam Saref, el papel de Eva Mendes, en los flashbacks de la película) y de ser la más joven de todo el reparto. Es la única mujer que muestra carisma en la película y es lo único que se me ha quedado en la memoria, la cara y el trabajo de esta adolescente debutante de la que espero saber algo más en el futuro.

En el lado masculino, Gabriel Macht (a quien sólo conozco, pero realmente no recuerdo, de El buen pastor) interpreta al héroe, a Spirit. Y hace lo que puede, pero no es demasiado, ya que el personaje se diluye entre tanto fuego de artificio, tanta frase absurda que el guión le atribuye, una inútil, prescindible y reiterativa voz en off, y el galimatías general que supone la película. Pero puestos a sonrojarse, quien mayor vergüenza ajena provoca es Samuel L. Jackson. Desenfrenado, incontrolado, inverosímil y bastante ridículo su papel como Octopus, el archienemigo de Spirit. Cuesta entender qué le pasaba por la cabeza al actor a la hora de desplegar su arsenal de gritos y gestos exagerados. Eso es lo que algunos creen que es un villano de cómic. Menos mal que nos sigue quedando el propio cómic para descubrir que eso no es cierto.

Desde que se vieron las primeras imágenes y los primeros trailers, el mundo del cómic, los aficionados del noveno arte en general y del personaje en particular, pusieron el grito en el cielo. Y sus malos augurios, por desgracia, se han cumplido. Es más, diría que se han quedado cortos. El nefasto recibimiento en taquilla a la película es sobradamente merecido. Cuando yo fui a verla, hubo una persona que no llegó ni a la hora de proyección y se salió de la sala. De no tener la costumbre de permanecer hasta el final, por malo que sea lo que estoy viendo, creo que yo también me habría marchado. The Spirit no es sólo una mala película y una explicación de por qué muchos espectadores no pueden tomarse en serio películas que tengan su origen en el mundo del cómic. Es, sobre todo, una pérdida de tiempo.