viernes, septiembre 30, 2016

'Sing Street', otra gran fusión de cine, música y vida

Si al finalizar una proyección, incluso sabiendo lo que uno va a ver, se termina con la sensación de haber sido entretenido e incluso sorprendido, pocas pegas se le pueden poner a una película. Sing Street, el nuevo filme de John Carney responde perfectamente a esas expectativas con un relato sencillo, amable y musical, pero sobre todo honesto, en el que, sin tirar abiertamente de la autobiografía como lo había hecho en Once, antes de la deliciosa Begin Again, Carney conecta con el espectador con la misma facilidad. No es la nostalgia, no es la música, no es el siempre eficaz escenario anglosajón económicamente deprimido con el que directores como Ken Loach han hecho maravillas. Es todo es, porque todo funciona a la perfección, y a la vez es su mezcla, la que invita a reír, llorar y emocionarse como si todos hubiéramos estado alguna vez en la piel de Conor, el joven protagonista al que da vida Ferdia Walsh-Peelo.

Con ese reparto integrado esencialmente por chavales desconocidos pero tremendamente simpáticos y en el que la cara más conocida es la de Aidan Gilen, al que muchos relacionarán directamente con Juego de tronos, Sing Street no deja de tener el envoltorio cotidiano de la comedia romántica, aunque su combinación con una historia de adolescencia y el brutal componente musical hacen que nada deje esa sensación de déjà vu que tanto daño le podría haber hecho a la película. Nunca se llega a anticipar lo que va a suceder, y aunque lo importante de Sing Street no es necesariamente su final, poético y magnifico, probablemente un no buscado homenaje en sí mismo a varios títulos destacados del cine de los 80 y 90, Carney nos prepara de una manera admirable para cualquier desenlace. Esa es una de las claves por las que la cinta funciona tan bien, porque escapa de lo previsible y se asoma a lo cotidiano, lo cercano, lo que cualquier puede identificar como propio.

La clave, en todo caso, está en la mezcla entre la historia, la música y la nostalgia. La historia, correcta, en muchos casos brillante, permite el lucimiento del relato y del propio Carney a la hora de escribir los diálogos, divertidos y dramáticos cuando la película lo pide. La música es, en sí misma, un delicioso homenaje a los años 80, con temas de A-ha, Duran Duran o The Cure, y es lo que permite que la película vaya teniendo una estética visual cambiante, según cada grupo va influenciando a la joven banda cuyas andanzas sigue el filme. Y la nostalgia que ofrece la película, a diferencia de lo que muchas veces, no se limita al guiño, no es sólo mostrar algo de los años 80 y esperar que el espectador haga la conexión, sino que Carney hace que cada elemento nostálgico tenga una importancia en la historia, cerrando así un círculo que los actores y propio director interpretan a la perfección. El mejor ejemplo, la forma en la que Carney nos presenta a la encantadora Lucy Boynton, la chica del clásico momento de chico conoce a chica que impulsa la película.

Y así, Sing Street consolida a Carney como un tipo capaz de emocionar con historias en realidad muy diversas pero que tiene una base muy parecida: experiencias fácilmente asimilables por la propia vida del espectador, el amor y la música. Se agradece el cambio de escenario con respecto a Begin Again y mucho más teniendo en cuenta el salto a los años 80 y a una zona deprimida, lo que añade incluso un toque más de apego a la historia, personal para el director irlandés, que así vuelve al escenario de Once, y emocional para quien vea la película con los ojos que requiere, los de cualquiera que sienta pasión por cualquiera de esos tres elementos clave de la historia: el amor, la música y la vida. Parece difícil resistirse al menos a alguno de los tres. Si son todos ellos los que convencen, no hay ni que decir que la experiencia que propone Sing Street es simplemente maravillosa, de esas que quizá pasen algo desapercibidas por su aparente modestia pero que en realidad se gana un sitio en la memoria de una manera tan honesta que merece cuantos más aplausos mejor.

viernes, septiembre 02, 2016

'Ben-Hur', osadía baldía

La imparable oleada de remakes tiene un punto de valentía que no siempre recibe el reconocimiento que probablemente merece. No estamos hablando de méritos cinematográficos, al menos en la mayor parte de los casos, pero sí hay que ser muy osado para ponerse al frente de una película cuyo titulo va a evocar tantas cosas generalmente positivas a millones de espectadores en todo el mundo. Osado o inconsciente, pero el atrevimiento es un hecho. Ben-Hur, la mítica cinta dirigida por William Wyler y protagonizada por Charlton Heston, es un ejemplo perfecto. La película por excelencia de la historia de los Oscar, la de romanos perfecta, la película que todas las semanas santas vemos en televisión. Esa es la que retoma Timur Bekmambetov. ¿Pero de qué sirve la osadía de afrontar un remake de Ben-Hur si se va a coronar con semejante cobardía argumental? ¿Cómo es posible que lo que quiere ser un retrato realista de la novela de Lewis Wallace acabe convertido en su final en algo tan inane e intrascendente? Es una osadía baldía, y duele siendo Ben-Hur.

No es el único problema de la cinta, ya mal planteada desde su título en pantalla con ese Ben-Hur (2016), y eso es lo malo, pero hay que reconocer que su visionado no se hace pesado ni lastimoso. Es, simplemente, que hay algo a lo que no va a alcanzar por mucho que lo sueñe. Es evidente que este Ben-Hur va a estar por debajo de la cinta de Wyler, que a su vez era un remake de la que hizo Fred Niblo en 1926. Y es que el cine de romanos de antes era el cine de romanos sin más, y casi todo intento moderno de actualizar el género, excepción hecha de la magnifica Gladiator, ha tropezado con la misma piedra, la falta de carisma. No hay ni que decir que Charlton Heston y Stephen Boyd son y van a ser para siempre Ben-Hur y Messala. Jack Huston y Toby Kebell no consiguen acercarse a ellos, por mucho que este remozado Ben-Hur ceda buena parte de su protagonismo a Messala para que esto casi parezca un Batman v Superman en Jerusalen que, curiosamente, acaba con una blandenguería análoga a la que Zack Snyder coronó el enfrentamiento entre los dos superhéroes de DC.

Y eso que hay que reconocer que Bekmanbetov, a pesar de que los primeros compases de la película invitan a pensar en la peor, contiene sus ansias de rodar una película de romanos como si fuera la una tergiversación tan triste como la de Abraham Lincoln. Cazador de vampiros. De hecho, incluso se agradece que no haya intentado fotocopiar el Ben-Hur que ya conocemos, que contenga la acción de la batalla en las galeras al punto de vista de ese encierro de los esclavos o incluso que convierta la carrera de cuadrigas en el clímax de la película. Faltan cosas que el aficionado más clásico echará en falta y que ayudan a construir el personaje de Judá Ben-Hur, aquí más desdibujado que nunca, pero al menos busca contar la historia de una manera diferente. Ahora bien, eso no carta blanca para deslucir a personajes que muchos espectadores ya conocen. Y eso es lo que le pasa a Ben-Hur. A Messala se le sobreactúa, a Judá se le ningunea. Y la inclusión de Jesucristo distrae demasiado sin aportar realmente gran cosa.

Así que al final lo que queda es un curioso batiburrillo en el que lo que destaca, como cabía esperar, es la carrera de cuadrigas. Ahí, incluso aunque hay algún exceso visual que Bekmambetov bien se podría haber ahorrado, sí se logra la emoción que se busca en la película, aunque llegue tras la aparición en la película de un Morgan Freeman que parece más aburrido y desubicado que nunca. La carrera sí convence, pero quizá llega demasiado tarde como para que la película remonte y, por desgracia, queda minimizada por el epílogo de la película, a todas luces incomprensible teniendo en cuenta el tono y las motivaciones que estaba adoptando la película hasta ese momento. El simple hecho de que sea Ben-Hur ya hará que mucha gente vea la película. Y quizá quienes no hayan visto la de Wyler y Heston (haceos un favor, y ponedla, por muy larga que os parezca a priori para aprender cómo se hacía cine de verdad) le den un aprobado. Podría haberlo alcanzado de no mediar esa cobardía final, pero esa forma de resolver un enfrentamiento planteado en términos tan duros no tiene ningún sentido y desequilibra el conjunto. Una pena.