viernes, octubre 28, 2016

'Doctor Strange', Marvel se reinventa para convencer como siempre

Hay quien dice, incluso voces tan autorizadas como las de Steven Spielberg, que el cine de superhéroes acabará perdiéndose en el olvido en algún momento. Pero viendo Doctor Strange, viendo cómo Marvel es capaz de reinventarse para convencer como siempre y con historias que en el fondo ya hemos visto, parece difícil que esa negra profecía se haga realidad. Doctor Strange es una buena película de origen, modélica en ocasiones y de manual siempre. Con sus errores, por supuesto, pero con una factura prácticamente intachable. Pero este maestro de las artes místicas no está tan lejos de aquel maestro de la ingeniería robótica que nos presentó Jon Favreau en 2008 en Iron Man con el rostro de Robert Downey Jr. No hace falta un análisis demasiado profundo para ver las analogías entre estos dos filmes, separados por ocho años y una docena de títulos enmarcados en el universo cinematográfico de Marvel.

La buena noticia que supone Doctor Strange sirve para resolver las dudas que podría haber generado la elección de un director especializado en el terror como Scott Derrickson, y que había destrozado la mítica Ultimátum a la Tierra en un horrendo remake. Derrickson, coautor también del guión no sólo rueda muy bien los efectos visuales con los que la película se adentra en este mundo de hechicería y misticismo, sino que además consigue explicarlo francamente bien para los no iniciados en este aspecto del universo Marvel de los cómics. Y no era nada fácil, porque el lado más mágico de este mundo era una invitación a divagar, con los diálogos y con las imágenes, y la película se contiene por ambos lados, convirtiéndose en un espléndido entretenimiento que tiene todas las papeletas para convencer a quienes busquen acción Marvel pero también a quienes necesiten, a estas alturas, de algo ligeramente diferente.

Sobra decir que la elección de Cumbarbatch para dar vida al protagonista es el acierto supremo de la película. El cameleónico actor sabe trasladar al personaje por todos los estados emocionales por los que pase a lo largo del filme, que son muchos más de los que los más críticos con este tipo de cine estarían dispuestos a admitir como posibles. Strange no es plano. No es rocoso. No es un héroe intocable. Y por eso funciona, porque tanto él como su mundo son piezas en movimiento, y eso se puede decir a todos los niveles, tanto para los personajes que le rodean (la doctora Christine Palmer de Rachel McAdams y el Mordo de Chiwetel Ejiofor son los dos ejemplos más notables), como del mismo entorno visual en el que acontece la historia, que parece ser deudor de Origen o de Matrix por diferentes razones pero que acaba teniendo una personalidad propia bastante notable, desde un arranque potente sin su protagonista hasta un clímax original y francamente comiquero.

Doctor Strange tiene puntos débiles, por supuesto. Una mala escena de presentación del personaje y un excesivo sentido del humor (no todos los héroes Marvel necesitan el mismo punto cómico, e incluso Derickson se carga algún momento con trazas de mítico precisamente por extralimitarse en este punto) pueden ser los más notables. Pero, al final, la sensación es tan positiva que eso queda como una molestia puntual. La película presenta un aspecto audiovisual notable en el que tiene una parte sustancial la espléndida música de Michael Giacchino (¿por fin Marvel dará continuidad al tono de sonoro de sus películas?) y unos efectos muy impresionantes a todos los niveles, también para dar forma a lo más esperado por los fans del cómic, y cumple con todo lo que cabe esperar de ella en las expectativas más ilusionantes. Por supuesto, eso incluye el imprescindible cameo de Stan Lee y dos escenas postcréditos que nos recuerdan que estamos ante una película con personalidad pero también ante una parte de un maravilloso universo cinematográfico compartido.

viernes, octubre 14, 2016

'Snowden', cine necesario

A Oliver Stone se le pueden reprochar muchas cosas, pero nunca que no haya sido un tipo atrevido. Incluso ahora que parece mostrar una mesura que no siempre ha tenido, la elección de los temas de sus cintas es siempre llamativa e interesante. Su cine, por muy criticable que pueda llegar a ser, es necesario. Snowden es necesaria. Puede que si saliéramos a la calle y preguntáramos qué hizo exactamente Ed Snowden para convertirse en una celebridad, mucha gente no sabría responder con precisión. Snowden, la película, da respuestas precisas y accesibles, herramientas para un debate que se vive dentro y fuera de la película. Lo hace, por supuesto, bajo el marco de una estructura previsible, en la que se sabe cómo va a comenzar y finalizar la película, en la que incluso se pierde alguna oportunidad que un Oliver Stone hace algunos años no habría dejado escapar, pero el resultado final es tan sólido como entretenido.

La clave está en que hay un buen equilibrio entre las dos mitades del filme, las dos comandadas por un soberbio Joseph Gordon-Levitt, que demuestra una vez más que no sólo es un espléndido actor sino que tiene un dominio de la voz y de los acentos que justifica por sí solo la necesidad de ver la película en versión original. Por un lado, la entrevista, la confesión de Snowden a un reducido grupo de periodistas y las maquinaciones sobre cómo hacer públicos los secretos de la administración norteamericana que ha robado. Por otro, el periplo del propio Snowden, como pasa de ser militar a un genio informático para diversas organizaciones gubernamentales. Lo primero tiene momentos de pura fascinación, quizá los mejores de la película. Lo segundo, la evolución del personaje y el debate entre libertad y seguridad que viene protagonizando la agenda política mundial desde el 11-S. Y ambas se conjuntan bien. Por peso y por narrativa.

Es evidente que hay un componente heroico y glorificador en la forma en la que Stone retrata a Snowden, uno que se ve sobre todo en el epílogo de la película, pero no es algo incisivo ni tergiversado. Stone muestra a un hombre con dudas. Muy humano en ese sentido, y por eso no chirría en absoluto que los tecnicismos informáticos se vayan entremezclando con su vida personal, con la presencia de Shailene Woodley, una actriz que comienza aquí a recuperar algo del terreno perdido con su trabajo en la serie Divergente. Tan humano que la relación que este Snowden entabla con cada personaje es fundamental para entender todo el cuadro. La camaradería con algún compañero de agencia, la confianza absoluta en el trío de periodistas que forman con un empaque tremendo Melissa Leo, Zachary Quinto y Tom Wilkinson, y sobre todo la brutal contraposición ideológica con el personaje de Rhys Ifans que se plasma en una enorme pantalla en una memorable secuencia, quizá la mejor de la película, metáfora absoluta de la vigilancia que se denuncia.

Más allá de su estupendo reparto y de su más que correcta construcción siguiendo el manual del biopic, Snowden destaca porque sabe cómo hacer accesible un tema que ni siquiera los medios de comunicación han sabido tratar adecuadamente. El riesgo de perder al espectador en tecnicismos, nombres y agencias siempre está ahí, pero Stone, coautor también del guión y experto en el tema tras haber conocido también al propio Snowden en persona, lo sortea con habilidad. Tiene ya muchos años de cine controvertido a sus espaldas como para no saber que en el debate ideológico es imprescindible no aturullar al espectador. Por eso su cine, mejor o peor, sigue siendo necesario. Por eso personajes como Snowden y temas como la libertad y la vigilancia gubernamental siempre van a ser la base de películas que, al menos, ofrezcan algo interesante al espectador. Esta, desde luego, lo hace, y lo consigue en un formato igualmente entretenido que incluso aguanta bastante bien una duración de más de dos horas.

'Inferno', suele suceder

"Suele suceder". De esta manera tan gráfica define uno de los protagonistas de Inferno el mayor giro argumental que hay en la película, tercera en la serie de adaptaciones de las novelas de Dan Brown (Sony se ha saltado el tercero de los libros, El símbolo perdido, en favor del cuarto) tras El código Da Vinci y Ángeles y Demonios. Y es verdad. Suele suceder. Casi todo lo que sucede en Inferno suele suceder porque, obviamente, estamos ante un producto predecible. Abandonando el tono de thriller palaciego (vaticano, en realidad) que tenía Ángeles y demonios, Inferno apuesta decididamente por repetir la apuesta de El código Da Vinci, con material a medio camino entre el arte y la religión, con una tenue preocupación social contemporánea como telón de fondo y una fórmula cuyos signos de agotamiento se ven claramente en el rostro de un Tom Hanks que ya parecía algo mayor para interpretar a Robert Langdon hace diez años y que ahora siente con creces el paso del tiempo.

Y el caso es que Inferno no va a defraudar a quien haya disfrutado de las dos anteriores películas, sobre todo la primera, porque sus parámetros son idénticos. Un misterio por resolver, pistas casi de colegial desperdigadas en los sitios más insospechados, un uso absolutamente inverosímil de escenarios y piezas de arte que de ninguna manera podrían ser tan accesibles (de comedia involuntaria se puede tachar la escena de la máscara de Dante vista a través de las cámaras de vigilancia) y una colección de lugares extraordinarios para rodar, potenciados con bellísimos planos aéreos. Y sobre todo, mucha ingenuidad por parte del espectador. Esa es la única manera de aceptar el juego. Ron Howard, que a pesar de estas concesiones a la industria es un tipo hábil, lo sabe, y por eso apuesta por un efectismo visual inicial que permita entrar en la historia de otra manera, con un golpe de efecto para abrir el relato y muchas imágenes a medio camino entre el sueño y la alucinación.

De esta manera se marcan las distancias con lo anterior. Si antes Langdon era quien llevaba la voz cantante, ahora es el impedimento para que todas las piezas cuadren desde el principio. Una conveniente amnesia quiere ocultar pistas y elementos, pero en realidad todo es bastante obvio. O casi todo, porque a la película se le llega a olvidar un personaje al que no da una resolución e incluso se sumerge en las habituales lagunas que exigen esa complicidad forzosa del espectador. Ese rasgo de originalidad con respecto a la estructura del primer libro y la introducción del personaje de Felicity Jones (en realidad, nada demasiado alejado inicialmente del que interpretó Audrey Tautou en El código Da Vinci) y el alto ritmo que tiene la película es lo que hace que sus 127 minutos se vean con cierto agrado. Sin pasión, sin pensar demasiado, pero con cierto agrado. La fórmula funciona si no se le dan demasiadas vueltas.

Si se le dan, no obstante, tenemos un problema porque estamos ante el clásico castillo de naipes, sustentado con mucho esfuerzo y vulnerable a cualquier soplo. Eso, en realidad, es algo que se sabe de antemano. Es lo que se pide al otro lado de la pantalla, fe en que Langdon y Hanks nos van a conducir por una aventura correcta. Pero el caso es que el actor no tiene ya tanto interés en el personaje como quizá debiera. Y por eso siempre parece más metida en la película Jones, o incluso un Ben Foster que casi parece desaprovechado, porque es quien conduce a los derroteros que resultan más interesantes con sus lecciones sobre el ominoso futuro de la humanidad y sus radicales ideas para impedir su destrucción. Pero eso no es lo que le interesa a los responsables de Inferno. Es, como sus maravillosos escenarios reales, una excusa para montar una historia, en realidad un juego de traiciones y lealtades cambiantes, de carreras y de salvamentos en el último segundo. Nada nuevo. Y sí, suele suceder así.

'Ozzy', la película no importa

Justo antes de que comience el pase de Ozzy, se nos advierte que el Alberto Rodríguez que dirige este filme de animación no es el Alberto Rodríguez de La isla mínima. Más allá de que fuera algo que ya quedaba claro por temática y técnica de la cinta, queda meridianamente claro al ir viendo este desastre perruno, un asombroso intento de llevar el género carcelario al cine de animales simpáticos y parlantes. La premisa, ya alocada hasta un grado extremo, se va viendo desinflada por varios motivos. El esencial, al menos para quien esto suscribe, es de concepto. Plantear una película como vehículo de product placement de artículos para perros o para unos cameos de personajes que bien pueden generar división entre los adultos que pasen por esta experiencia o que bien son personajes de Atresmedia, productora del filme, es algo que me genera pocas simpatías. Dará dinero y publicidad, sin duda, pero hace que la película sea lo de menos. Pero es que esa es la realidad. La película no importa demasiado.

Esa es la conclusión a la que se va llegando, tristemente, con el paso de unos 90 minutos que se hacen eternos. El problema no está en lo alocado de la historia (¿en serio el villano esclaviza perros en una prisión clandestina que disfraza de balneario de lujo... para fabricar frisbees?), porque si los autores creen en ella y van a muerte hasta el final, incluso desde la incomprensión se les puede defender. El problema es que la película es pobre en lo cinematográfico y en lo técnico. La animación que tiene es, por momentos, asombrosamente deficiente. No ya por la factura previa, que parece mucho más televisiva que cinematográfica, dicho esto con el sentido peyorativo más evidente que se pueda entender, sino porque se contenta con movimientos falseados, con escenas de masas sin movimiento alguno, con animaciones que parecen sacadas de un videojuego de hace unos cuantos años, y porque todo va decayendo desde la secuencia del prólogo, la única que parece funcionar en este sentido.

Pero como por el camino vamos a escuchar al omnipresente y ya más que quemado Dani Rovira, al ya habitual José Mota o los cameos de personajes como Fernando Tejero, Manolo Lama, Maldini o Matias Prats, eso debe de ser suficiente para contentarnos. Pero en realidad eso sólo sirve para darnos cuenta de que hay un esfuerzo mayor en esta parte de la promoción, la de los dobladores e invitados, que en la de crear una historia decente y bien hecha. Y a saber si eso es cosa del presupuesto, de los medios, de que se trata de una coproducción o de que ha habido muchas prisas para estrenar la película antes de que acabe el año y así optar a una nominación a los Goya, que es bastante probable que le caiga por la escasa producción animada que se hace en nuestro país. Pero el resultado final es tan imposible de sostener en algunos momentos que la causa da igual. El estreno en cines de Ozzy es bastante difícil de defender, y la muestra más evidente es la escena que se produce en el velódromo, con una animación escasísima y que se carga todas las pretensiones que pudiera tener en el guión.

Ozzy podrá contentar a los más pequeños, a los niños a los que simplemente le haga gracia ver el contraste entre perros de diferente tamaño perpetrando trastadas de todos los colores. Pero eso es una cortina de humo facilona, porque Ozzy no ofrece nada más. Bueno, se pasa hora y media ofreciendo cosas, pero ninguna que merezca realmente la pena. Salvando el prólogo, que debió de gustar tanto a sus responsables que, como es un flashback, después se repite íntegramente cuando llega el momento, el resto causa asombro pero por su pobreza, por su falta de imaginación y por recurrir a las maneras más pobres para salir del paso. Escuchar a los dobladores ladrando en lugar de recurrir a bancos de datos de ladridos es la gota que colma el vaso para que Ozzy acabe siendo una muy mala experiencia. La película, efectivamente, no importa, porque podemos venderla con los coloridos diseños y con la promoción de Rovira y compañía. Así no.