Cuando llega a las carteleras una película como John Carter, parece que hay mucha gente dispuesta a recibirla de uñas y masacrarla de forma inmisericorde por lo que es. ¿Y qué es? Parece obvio viendo el material literario de origen (aunque muchos conocerán al personaje por el cómic más que por los libros), las fotografías y el trailer: un espectáculo de ciencia ficción para todos los públicos. Y eso, en nuestros días, tiene aparejadas algunas características más. Por un lado, el intento de lograr la excelencia visual. La gran mayoría de las películas no lo consigue y, de hecho, suele caer en lo más rutinario. John Carter no, ésta es un brillante delirio visual cargado de imaginación. Pero, por otro lado, éstos suelen ser filmes hechos más con estudios de mercado que con el alma. Y eso también le sucede a John Carter, que cae en tópicos mil y una veces vistos en este género y en este tipo de cine. Por eso John Carter, a pesar de que tenía madera para ser más, es lo que es, un entretenido espectáculo. Nada más y nada menos.
John Carter forma parte de un curioso círculo vicioso. El personaje nació de la imaginación de Edgar Rice Burroughs, el creador también de Tarzán, en 1912 (este filme marca su centenario), y ha sido fuente de inspiración para buena parte de la ciencia ficción del siglo XX. En ese grupo está, indudablemente, Star Wars. Y de Star Wars bebe claramente este filme (¿cómo no ver el clímax de El ataque de los clones en la batalla en la arena de Carter con dos simios gigantes de color blanco), el primero de acción real que dirige Andrew Stanton, responsable de maravillas de Pixar de la talla de Buscando a Nemo o Wall·E. Parece evidente que esta película de John Carter admite esa condición y no trata de crear algo demasiado alejado de lo que se espera de ella. A Stanton sí que hay que agradecerle que no se haya sentido intimidado por el tamaño de la producción y se haya mantenido fiel a su estilo, incluso introduciendo gags propios de la animación perfectamente integrados en la narración (en especial en la parte que no se desarrolla en Marte) o arriesgando en algunos momentos (gran montaje paralelo y alegórico cuando John Carter se enfrenta en solitario a un gran ejército).
Para quien desconozca la historia, John Carter es un humano que viaja de la forma más increíble hasta Marte para convertirse en pieza esencial de la guerra que libran dos pueblos del planeta rojo, rebautizado aquí como Barsoom. Es, como en tantas otras historias de ciencia ficción, un extranjero que se convierte en profeta lejos de su tierra. Con esa premisa y un escenario tan imaginativo (insisto, la historia data de hace cien años), es evidente que las posibilidades de diseño que ofrece el filme son inmensas. Y el resultado es hermoso. De la mesa de dibujo han salido diseños magníficos, ciudades grandiosas y vestuario impactante (al que sólo se le puede poner un pero, el excesivo recato y la falta de valentía para parecerse a las versiones más populares de estos personajes, sobre todo la del cómic más contemporáneo; eso es producto sin duda de llevar el emblema Disney y, por tanto, su condición de cine familiar), pero es que el salto a la pantalla es brillante. Estamos ante uno de los festines de efectos visuales más placenteros e imprescindibles de los últimos años, por cantidad (aunque se nota que algunas batallas son breves precisamente por su inmensa envergadura) pero sobre todo por calidad.
El mejor listón para evaluar esa excelencia visual, y obviando un nuevamente innecesario 3D, está, como lo estuvo en producciones de años anteriores del tamaño de Star Wars o El Señor de los Anillos, en la integración de los elementos reales y de los que se han creado por ordenador. John Carter es, en ese sentido, una auténtica joya, tanto en las grandes escenas de lucha como en las conversaciones más pequeñas en apariencia. Lo que cabe lamentar es que tanta genialidad visual no se haya puesto al servicio de una historia menos cargada con el lastre de los tópicos. No se pide una revisión radical de personajes centenarios, desde luego que no, pero es que una historia de estas características ya parece responder más a un estudio de mercado que al alma, al corazón que quieran ponerle sus responsables. Eso, y no otra cosa, es lo que no termina de convencer en John Carter, a pesar de tener momentos magníficos. Casi todos los personajes humanos (Taylor Kitsch como Carter, Lynn Collins como Dejah Thoris, Dominic West como Sab Than y Mark Strong como Matai Shang) parecen a ratos fuera y a ratos dentro de la película.
Ver la película en versión doblada priva de ver el trabajo de actores a los que apetece ver poniendo voz a los marcianos menos humanos, los Thark, pero en el reparto están Willem Dafoe, Thomas Haden Church o Samantha Morton. John Carter es, en todo caso, un buen espectáculo, cuyo nivel es superior en numerosos apartados más técnicos (entre los que cabría citar además la música del siempre sobresaliente Michael Giacchino, aquí a medio camino de Lawrence de Arabia y, de nuevo, Star Wars, en el tono preciso que requiere la historia aunque no sea el mejor de sus trabajos) y que se ha convertido, desde ya, en un título de referencia de este año 2012 para los amantes de los efectos especiales. A pesar de ello, no termina de enamorar. Y si no engancha de esa manera una película protagonizada por un héroe que salva a una princesa, que se desarrolla en Marte, que incluye criaturas verdes de aspecto humanoide y cuatro brazos, y una misteriosa raza de seres superpoderosos que conspira para decidir una guerra civil centenaria entre dos pueblos con trajes y naves de lo más exótico, es que algo se ha hecho mal. Pero se disfruta con gusto.
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