En Hollywood debe de haber un testigo invisible que se van pasando de película en película para confirmar que sigue siendo posible hacer peores películas, con personajes más planos, situaciones más inverosímiles, diálogos más absurdos y tópicos más lamentables. No hay otra forma de entender que se hagan filmes como San Andrés, un nuevo acercamiento que no vuelta de tuerca al manido subgénero del cine de catástrofes. Vista con un mínimo de rigor cinematográfico, es una película que pide a gritos ser despellejada. Es, y hay que decirlo con total sinceridad, francamente mala. Un horror. Pero, qué cosas, es un horror divertido. ¿Cómo es eso posible? Hay quien lo llama placer culpable, aunque probablemente se pueda resumir en que a todos nos gusta ver un buen puñado de escenas de sana destrucción salvaje, porque eso es con diferencia lo mejor que ofrece San Andrés, unos apabullantes efectos visuales y sonoros para dar el mayor verismo a los terremotos. Y ahí la película sí es sobresaliente. Pero sólo ahí.
Empezando por eso, por lo bueno, el esquema es en realidad sencillo de seguir. Si esto tiene que ser una película de terremotos, hay que hacer que queden completamente destruidos algunos monumentos populares incluso fuera de Estados Unidos. Está en el manual y, llevando la acción sobre todo a San Francisco, eso está más que logrado. Pero los efectos, esos que en los últimos años parecen haber entrado en un terreno bastante acomodado en el cine norteamericano, lucen bastante bien en casi toda la película. Hay una buena mezcla entre efectos en plató y efectos en el ordenador para que la sensación sea la de estar realmente en el centro del terremoto. Técnicamente es una película irreprochable, y eso últimamente no se estaba viendo en el cine de gran presupuesto de Hollywood, ni siquiera en el que cinematográficamente es muy superior a San Andrés. Pero, claro, quitando esto, la película es de las de padecer lo peor de ese manual sobre hacer cine tan tópico que nadie se atreve a escribir.
San Andrés utiliza una familia tópica y vista mil veces, formada por unos personajes tan planos y previsibles que a veces asusta. Más que la película, lo que uno pagaría por ver es la reunión con los altos ejecutivos que pasan, y probablemente con entusiasmo, algunas de las escenas que hay en este filme. Incluso partes de la misma premisa de la película son absurdas, planteando una acción paralela, por un lado un científico que proclama que tiene la capacidad de predecir los terremotos, una trama que si se analiza aún con desgana no tiene ni pies ni cabeza (y sólo sirve para recuperar la presa Hoover como escenario y colocar a Paul Giamatti en una película en la que no coincide con ninguno de los nombres que aparece en el cartel), y por otro la de un padre (Dwyane Johnson) que trabaja en emergencias y va en busca de su hija (Alexandra Dadario) y de paso recoge a su mujer (Carla Gugino), a la que sigue queriendo a pesar de que le ha pedido el divorcio y se ha ido a vivir con otro hombre (Ioan Gruffud). Tópico, ¿verdad? Pues es aún peor.
Si hay que dar una medalla al peor personaje del año, el de Gruffud tiene todas las papeletas. Si hubiera una película que en realidad pregona un machismo visual sin límite (todas lucen un escote lo sufcientemente visible como para que sus carreras por la acción estén pensadas para que su anatomía se mueva lo más posible), por mucho que quiera disimular dando a las mujeres un papel activo en la acción. Ah, y por supuesto luciendo banderas americanas por todas partes, patrocinios nada disimulados, música fanfárrica por doquier y un espíritu de superación que a veces supera lo ñoño. Y el caso es que, viendo la acción, a ratos sobresaliente y visualmente muy atractiva, Michael Bay suspiraría por hacer una película así. Porque Brad Peyton ha logrado filmar una historia en la que se rompen más cosas que en los filmes de Bay, con mucho más sentido y de una forma visualmente mucho más atractiva. Pero, como película, mala es un rato, hay que insistir en ello.
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