Cuando acaba El niño 44, la sensación es de total desazón. Una película que tenía muchos elementos para ser al menos interesante termina siendo un fallido galimatías que, en realidad, no hay por donde coger. Y es una pena, porque sólo con el esfuerzo de Tom Hardy para dar vida al protagonista ya se podían tener esperanzas de ver algo más que digerible. Pero no. Ni siquiera se acerca El niño 44 a la película aceptable que podría haber sido. Daniel Espinosa dirige un filme extraño, que no sabe si quiere ser un retrato de la sociedad soviética stalinista, un thriller de misterio, un clásico whodunit o un descenso personal a los infiernos. Al final, hay algún elemento de interés que se atisba en cada una de esas facetas pero ninguna de ellas rompe con la suficiente fuerza como para ser el corazón de la película o siquiera para levantarla de su caída libre, convirtiéndose en una procesión de temas y personajes que no terminan de encontrar demasiado sentido ni de fascinar demasiado.
El principal problema está ahí, en que no queda claro qué quiere ser El niño 44. Hay un primer momento en el que parece que la película se decanta por algo, pero para entonces ya ha transcurrido una larga media hora que nada tiene que ver con ese giro que hace albergar algunas esperanzas. Y luego la película gira otra vez. Y otra. Y otra más. Para llegar, además, a ningún sitio. La misma duración es un problema enorme en el filme, porque es muy difícil entender que en unos innecesarios 137 minutos no haya una concreción más sólida y que se cuenten tan pocas cosas de interés. No se justifica por ningún lado tanto metraje para tan poca cosa, y eso incluso acentúa una cierta sensación de aburrimiento que se llega a sentir en más de un momento de esas más de dos horas de película en las que se presenta a un asesino sin carga emocional ni historia justificable, un antagonista mal construido y hasta un personaje que aparece en el filme pasada ya una hora de película que está llamado a ser coprotagonista y que está horriblemente dibujado.
Tom Hardy es, de largo, lo mejor que ofrece El niño 44. Es el único que consigue hacer creíble el innecesario acento ruso que tienen todos los personajes, una de esas extrañas manías del cine moderno que se pueden aborrecer con películas como esta. Si se quiere que los actores tengan acento ruso, ¿por qué no hay rusos en el reparto? ¿Qué sentido tiene rodar la película en inglés si se quiere obligar a los actores a hablar de esa manera? Y más cuando muchos de los intérpretes se saltan esa exigencia a conveniencia. Puede parecer un matiz banal, pero acaba siendo otro elemento más que causa malestar en el espectador, lo que se suma a los flagrantes problemas de guión, su mal montaje, su escaso ritmo, sus exageradamente alargados pasajes (¿qué aporta el regreso a Moscú en busca del testigo?) o su exageradísima capacidad para asimilar casualidades imposibles en la historia. Eso es, en realidad, lo que más molesta en la película, que hay muchas escenas innecesarias y muchas muy mal explicadas.
Y eso molesta más cuando se tiene una ambientación lograda y un reparto a priori interesante. Por un momento ves a un Gary Oldman brutal en el que la película puede apoyarse, pero acaba perdido por un guión no ya inocente sino más bien torpe. Parece que Noomi Rapace puede ofrecer un contrapunto interesante, pero su historia se desinfla de una forma asombrosa. Y el personaje de Joel Kinnaman, centro de muchas de las incoherencias de la película, acaba siendo la forma en que la historia encuentra explicaciones a lo inexplicable. Espinosa no ayuda demasiado, rodando las escenas más intensas de la cinta con un descontrolado movimiento de cámara que invita a dejar de mirar y esperar a que todo termine. Eso es, de hecho, El niño 44, porque al final uno no tiene demasiado claro ni lo que ha visto ni por qué lo ha visto. No tiene trascendencia el origen del protagonista, ni el caso que investiga, ni el análisis social que plantea, y todo acaba en el mismo punto en el que empezó pero con un mensaje buenista difícil de digerir.
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