Cuando el cine se acerca a la acción periodística más audaz y pura, rara vez se equivoca. El escenario permite un suspense, una acción, una intriga una empatía con los personajes que hace que una película que se acerca al trabajo del reportero sea entretenida y solvente casi siempre. Matar al mensajero sigue un caso real, el del periodista norteamericano que destapó la vinculación entre el narcotráfico y la financiación de la Casa Blanca a la Contra nicaragüense y los efectos que eso tuvo en su carrera profesional. La historia, con exactitud o no a lo que realmente aconteció, tiene una garra innegable. La dirección de Michael Cuesta no tanta. La película entretiene con facilidad y convence porque tiene un espléndido reparto (lo que más chirría es Paz Vega, convertida en tópico), pero es menos sólida de lo que parece. Sobrecoge y emociona por momentos, pero siempre está presente la sensación de que dando un paso más se podría haber conseguido un filme mucho más redondo. No decepciona sino que entretniene, pero no pasa a un nivel superior.
La historia de Gary Webb es, efectivamente, fascinante por sí sola. No necesita grandes artificios ni muchos añadidos para mostrar una gran cantidad de temas enormemente interesantes. Lo que se ve es el poderoso atractivo del poder, de la información, de las conspiraciones. Todo eso está presente en Matar al mensajero y se hace mucho más evidente en la segunda mitad de la película, que aumenta el ritmo de una forma más que interesante. Acierta además con el protagonista, un muy buen Jeremy Renner (que además es productor del filme), y con un reparto más que solvente que juega la baza de la sorpresa de introducir actores muy conocidos en papeles mucho más pequeños y puntuales de lo que se podría esperar de ellos (y, en ese sentido, es una lástima ver tan poco a Michael Sheen, porque Andy García o Ray Liotta ya se han acostumbrado a presencias menores) pero que dan empaque al resultado final.
El problema de Matar al mensajero es que no termina de alcanzar la trascendencia que busca y que, de hecho, tiene la historia en que se basa. ¿Es un canto a la libertad de prensa? ¿Es una cinta política? Es una mezcla de ambas? ¿O es un drama personal y familiar? Quizá Cuesta pretende abarcar demasiado y mezcla escenas impresionantes (la tensión que genera en el aparcamiento del aeropuerto) con otras que acaban rozando la intrascendencia (casi todo lo que tiene que ver con las motos). Se escapa, aunque emocione, la triste épica que hay en el discurso final de Webb, que es lo que encierra el corazón más puro de la película, se pierde en detalles que no terminan de convencer con la misma fuerza que el marco general, por mucho que el demoledor final sirva para que Matar al mensajero deje un gran sabor de boca al acabar, aún con la certeza de que se ha escapado la oportunidad de hacer un filme de los que dejan un poso mucho más profundo.
En realidad son las expectativas que levanta la película las que acaban jugando en su contra. Apunta a generar un impacto como el de Todos los hombres del presidente o, de forma más modesta pero igualmente brillante y más reciente, el de La sombra del poder, pero se queda en un correcto entretenimiento que en algunos momentos alcanza lo notable. Es una buena radiografía de la forma en que se gestiona la información desde las altas esferas, del valor del periodismo y del coste que puede tener la publicación de una noticia que no guste a los poderosos. Y eso, cuando se hace con un mínimo de decencia, suele bastar para que una película logre un holgado aprobado. Quizá la profundidad personal que quiere darle a Webb necesitaba de otros recursos, quizá la faceta periodística necesitaba un sustento más fuerte y quizá la película tendría que haber encontrar un mayor respaldo en la contundencia de su guión (que deja en el aire demasiadas dudas, incluso sobre la credibilidad del reportaje, cuando es obvio que quiere plantear justo lo contrario) y algo menos en la fuerza de su reparto. Pero entretener, entretiene.
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