Más que buscar un referente en la saga de Madagascar, a pesar de que uno de sus directores, Eric Darnell, provenga de ahí, Los pingüinos de Madagascar son puro Dreamworks. Al menos, el Dreamworks más reciente, uno que apuesta por historias alocadas y rocambolescas, con tramas casi imposibles de creer desde los estándares más lógicos de un espectador, simples excusas para desplegar todo un repertorio de chistes y universos visuales singulares. La diferencias entre Los pingüinos y cualquier otra película anterior de la productora está en el ritmo. Esta es trepidante y además no se detiene durante la hora y media que dura, va acumulando escenas una tras otra, aumentando el grado de intensidad y de acción hasta llegar al clímax final, e incluso a la escena que se inserta tras los primeros créditos finales. Y aunque la película llega a rozar lo inverosímil, incluso dentro de su propuesta, al final resulta tremendamente divertida.
En ese sentido, la cinta consigue lo más difícil: es divertida para adultos y lo es también para niños. Es verdad que lo más divertido para los mayores se condensa en la primera media hora (los chistes sobre los documentales son sensacionales) y eso puede dejar cierta sensación de que la película va decreciendo según aumenta su nivel de locura y su infantilización (sin ser eso un reproche, sigue siendo un cine que busca a los chavales de forma primordial), pero la combinación entre animales, colorido, chistes y acción satisfará a una gran parte de su público objetivo. Y la ventaja es que, aunque un par de chistes hacen referencia a Madagascar y sus mismos protagonistas surgen de allí, no es necesario haber visto las películas de esa saga para entender o disfrutar este spin-off. Todo el background que hay que tener para pasárselo francamente bien está contenido en el prólogo de la película, una de sus mejores escenas.
La inmensa locura en que se convierte la trama no llega a ser inverosímil gracias a que el flashback con el que se explica es portentoso, genial y divertido, probablemente la mejor escena de la película, y la que hace que el castillo de naipes que en realidad es la historia se sostenga con cierta solvencia. El gag, el slapstick, el chiste, todo eso va por otro lado, y es continuo y divertido. Los pingüinos lo son, por mucho que respondan a arquetipos claros y prefijados, y ahí radica el éxito de la cinta. Eso sí, ese detalle no es lo único que roza lo convencional, ya que el cine de dibujos animados tiene la costumbre de encontrar un tema inspirador para que los niños saquen alguna lección. Los pingüinos no es una excepción, aunque sea una lección de poco calado y, en realidad, tampoco se le dé una gran importancia en la película. En realidad, eso acaba siendo lo de menos dentro del alocado festival que supone el filme.
Y es que todo parece funcionar. De más a menos, sí, pero con un nivel siempre elevado. La comedia es tremendamente efectiva, y engancha tanto en los diálogos como en su expresión más visual (como la del chiste del paso de cebra), en el choque de personalidades de los diferentes personajes (¿el grupo de élite Viento del Norte podría ser un spin off del spin off?) y en sus escenas de acción (el descacharrante in crescendo de la persecución en Venecia no tiene precio). Por muchos defectos que se le quieran buscar, la película engancha como el perfecto entretenimiento para niños sin que el adulto tenga por ello que aburrirse. Eric Darnell y Simon J. Smith, directores del invento, saben sacar partido a las directrices de Dreamworks logrando que la manifiesta posición inferior en el terreno de la animación con respecto a Disney y sobre todo Pixar quede minimizada por la diversión más salvaje y desenfadada.
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