El cine de Naomi Kawase es muy bonito de ver. Aguas tranquilas encaja perfectamente en esa forma de entender su trabajo como autora. Pero al mismo tiempo deja una sensación extraña, porque todo parece más vacío de lo que resulta en una primera impresión. Hay belleza, pero no muestra tantas cosas ni son tan precisas como puede llegar a parecer por momento. La película, una mezcla entre la vida y la muerte como tema esencial y el poder de la naturaleza como eje entre ambas, es lenta, no ofrece una inmersión inmediata sino que propone un proceso calmado y pausado, mucho, quizá demasiado, y no termina de arrancar hasta el último tercio, donde sí se ven el acierto en las metáforas que intenta plantear, el conflicto en las relaciones entre los personajes y una fuerza que busca sin tanto éxito desde el principio del filme. No es nada despreciable Aguas tranquilas, pero al mismo tiempo es una película que representa un desafío demasiado rocoso para las pretensiones que parece tener.
Y es que el enganche inicial parece sencillo, con dos adolescentes, un chico y una chica, entre los que claramente hay algo más que amistad aunque sus expresiones sean tímidas y contenidas. La película arranca, además, con una muerte, reforzando el interés de la autora en esa cuestión. Pero es una que acaba resultando muy insustancial para el resto de la historia, aunque resurja precisamente en los mejores momentos del filme. El interés de Kawase se mueve por otros terrenos, la dicotomía ya habitual en su cine entre la vida y la muerte deja paso a otras temas. Y es que, en realidad, y quizá de eso se acaba dando cuenta algo demasiado tarde, Aguas tranquilas se mueve mucho mejor en su análisis del amor, de las distintas clases de amor. Las dos familias que contrapone, las de los chavales protagonistas, también la relación que hay entre ellos dos, se acaban convirtiendo en el eje central de lo más sobresaliente de la película, porque es lo que sí consigue desbordar emoción en el acto final.
Hasta llegar ahí, es indudable la fascinación que pueden llegar a producir las imágenes de la película (aunque paradójicamente, las mejores escenas bajo el agua, de una textura casi onírica, llegan al final). Pero, como suele ser habitual, la duda es lícita: ¿es un acierto de Kawase como cineasta o es una simple admiración hacia el poder de la naturaleza? En muchas ocasiones es más fácil decantarse por lo segundo, porque las metáforas que intenta plantear la directora no terminan de funcionar con la misma facilidad en esos dos primeros actos que en el tercero, que es cuando se desencadena la tormenta, la física y la emocional. Ahí sí, ahí llega a su apogeo la película, las relaciones entre todos los personajes encuentran puntos culminantes además muy diferentes entre sí, expresiones absolutas del tipo de amor que se profesan, y ahí sí se logra esa comunión entre la imagen y la palabra, entre el fondo y la forma, entre los personajes y lo que se mueve a su alrededor.
La sensibilidad de Aguas tranquilas es muy propia del cine japonés, y por tanto su tono, su ritmo y sus personajes no cogerán por sorpresa a quienes estén acostumbrados a ver películas de este estilo, intimistas, lentas y con pretensiones metafóricas de diferente grado de dificultad. Por eso es fácil que el filme encuentre seguidores de la misma forma que habrá espectadores que consideren prácticamente imposible la conexión con esta narrativa. En todo caso, y sobre todo viendo la fuerza que sí logra adquirir la película en el tramo final, queda la sensación de que hay más vacío de lo que parece. No es que falten emociones, es que se muestran demasiado tarde y después de muchos minutos en los que la pretensión principal parece dejarse envolver por el entorno antes que entrar en el corazón de los personajes, que es lo que a la postre termina convenciendo con más contundencia.
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