El maestro del agua es la primera película que dirige Russell Crowe y su debut puede calificarse a grandes rasgos de afortunado. Y es que su enorme categoría como actor ha encontrado un interesante reflejo detrás de las cámaras, desde donde también demuestra tener algo que contar. Su mirada es clásica, pero también sabe ser espectacular cuando lo necesita. La historia que ha escogido, la de un australiano que viaja a Turquía en busca de sus tres hijos, combatientes en la batalla de Galípoli durante la Primera Guerra Mundial, le permite el lucimiento en esa doble faceta. Como actor, sigue siendo tan eficaz que parece difícil encontrarle pegas. Como director, es verdad que cae en algún tópico de esos que parece inevitable, como los momentos en los que El maestro del agua parece una hermosa postal o asimilando la concesión al toque romántico que tiene la película sin que realmente lo necesite ni aporte demasiado, pero rueda francamente. Ha pasado por las manos de muchos grandes y se nota que ha aprendido.
Como las batallas que se muestran en el prólogo y después a modo de flashbacks no son el centro de El maestro del agua, Crowe no se vuelca en ellas. No le interesa el gran cuadro, sino pinceladas muy concretas que le sirven para definir a sus personajes. Quizá se le escapa ahí una oportunidad de hacer un filme más espectacular, pero da la impresión de que no es lo que quiere, que beneficia el aspecto de Joshua Connor, el personaje que interpreta el propio Crowe, como padre. Y de esa manera, hay más en las miradas que en las grandes panorámicas, más en las miradas y en los diálogos que en el cuidado proceso de recreación de la época y los exóticos lugares que adornan el filme para deleite del espectador occidental. Por eso no hay tanto disfrute en los planos turísticos y culturales y sí en las escenas más intimistas, desde el impresionante momento en el que Crowe lee Las mil y una noches en la habitación de sus hijos hasta el instante en el que descubre qué fue de ellos durante la batalla.
A Crowe aún le faltan cosas por pulir, por supuesto. Hay un ligero abuso del flashback, incluso repitiendo algunos momentos, lo que a veces ralentiza la película, pero sabe de su importancia para construir la historia y los maneja bien con frecuencia. De hecho, una de las mejores secuencias de la película es un flashback que le permite un gran lucimiento físico, actoral y narrativo, en el que montando a caballo va en busca de sus hijos, todavía niños, cuando les sorprende una tormenta de arena. Ahí se ve la capacidad de Crowe como cineasta, convencido en lo que hace, sabedor del poder de la imagen y el sonido, pero también consciente de que la única forma de contar algo es a través de unos buenos personajes. El suyo lo es, el de Olga Kurylenko también, y el de Yilmaz Erdogan también, aunque en algún momento da la impresión de que podría haber sido aún más grandioso. En realidad, como toda la película, que deja un muy buen sabor de boca pero no termina de alcanzar un lugar aún más privilegiado.
Con sus defectos, que se pueden reunir en torno a los clichés que resultan más habituales en el cine de corte hollywoodiense, El maestro del agua es en todo caso una película muy atractiva, una aventura clásica, que sabe sacar partido a su exótico escenario, a su ambientación en la Turquía del primer cuarto del siglo XX para enmarcar una historia universal, francamente bien dirigida y muy bien interpretada (imposible no destacar también el breve pero muy intenso papel de Jacqueline McKenzie, en realidad motor emocional y argumental del filme). Y si hay algo que Crowe maneja muy bien en la película es la intensidad personal, la que estalla en una discusión a tres bandas que precipita el último tercio del relato y que en realidad forma parte de muchos más momentos a lo largo de sus algo menos de dos horas de notable cine. Así es casi imposible no sentir interés por saber cómo desarrollará Crowe su carrera como director, porque su debut deja un más que apreciable buen sabor de boca.
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