Es difícil encontrar alguien que no haya leído una aventura de Astérix, uno de los más de treinta álbumes de los personajes creados por René Gosciny y Albert Uderzo que se han convertido en títulos de referencia para incontables generaciones. Por eso, cualquier película basada en este mundo tiene ya algo ganado, y es que apela a nuestro subconsciente juvenil. Pero la decepción que provocaron las adaptaciones en imagen real, insalvables pese a la presencia de Gerard Depardieu como Obélix o el reclamo sexual considerado seguro de mujeres como Laetitia Casta o Monica Bellucci, lleva a un recelo casi necesario. La animación tradicional se había portado bien con el personaje, pero sin alardes. Y con esa historia, es fácil caer en la tentación, razonada y razonable, de considerar Astérix. La residencia de los dioses, como la mejor encarnación en cine que han visto hasta la fecha el guerrero galo y sus amigos. La película, desde luego, es un producto de ritmo salvaje y diversión asegurada para aficionados y para profanos de sus tebeos.
La residencia de los dioses es el decimoséptimo álbum de Astérix, publicado originalmente en 1971, y fue uno de los primeros en incluir detalles de crítica social que, aunque hayan podido verse superados por el paso del tiempo (o no, porque cuando los esclavos empiezan a hablar de sus condicional laborales al espectador medio se le pueden venir a la cabeza muchas cosas que los niños no entenderán), se ven perfectamente en la película. Pero eso, aún siendo un ejercicio divertido para los adultos, no es lo esencial del filme, una auténtica montaña rusa llena de subidas y bajadas, rodada por Alexandre Astier y Louis Clichey con un ritmo envidiable que no rompe en absoluto la fidelidad al material original. Para el lector habitual, hay muchos guiños, por supuesto, pero no alejan para nada a quien no conozca a la historia. Por eso, esta cinta es ideal para introducir a los más pequeños en el mundo de estos personajes.
Siempre ha habido algo atractivo en esa irreductible aldea gala que se negaba a caer bajo el yugo del Imperio Romano, y la película lo consigue extraer. Su humor es intachable, la conversión de los personajes a diseños animados por ordenador completamente modélica y nada parece estar fuera de lugar. Es, efectivamente, la película de Astérix que los seguidores del personaje podían soñar. Es verdad que en algún momento da la sensación de írsele el juguete de las manos a sus directores y sobrepasar los límites de la estridencia, más sonora que visual, pero son detalles menores que no empañan la divertida colección de gags que trasladan con tanto acierto desde las viñetas a la imagen en movimiento. Como le sucedió a Mortadelo y Filemón con su última aventura cinematográfica, la animación 3D se ha demostrado el vehículo más eficaz para hacer creíbles a estos personajes a los que muy poca gente ha podido resistirse en 2D sobre las páginas de sus álbumes.
Sería absurdo negar que, en el fondo, es una película pensada para los más pequeños y para los seguidores de Astérix, para los ya convencidos, para todos aquellos que han leído y disfrutado sus aventuras cuando eran chavales. Para ellos están las bromas sobre jabalíes, los efectos de la poción mágica o el festejo final con ese detalle que todo el mundo espera. Pero siendo eso una obviedad, es también cierto que la película se ha hecho para contentar a un público más amplio, porque está hecha con un ritmo endiablado, con un muy buen villano (Julio César siempre está rodado con maestría, en grandes escenarios, con una iluminación formidable y con ángulos de cámara que dan mucho poder al personaje) y honrando a unos personajes que, se quiera o no, se sea o no aficionado a sus aventuras, son unos iconos mundialmente conocidos. Y sí, es animación y es francesa, pero no hay nada que envidiar a las películas nacidas en los grandes estudios norteamericanos. Así, sí se puede adaptar un tebeo. Así, sí. De una forma tan divertida y eficaz, sí.
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