Las crónicas de Narnia han llegado tarde al cine. Sí, es cierto que hace un par de décadas no existía la tecnología que hoy las hace creíbles, pero estas películas, hechas hace 20 o 25 años, formarían parte hoy del imaginario colectivo de quienes entonces eran (éramos) niños, como Lady Halcón, Dentro del laberinto o Cristal oscuro. Lo tienen todo: protagonistas con los que te puedes identificar, magia e imaginación, grandes batallas, animales fantásticos... Pero tienen un problema. Se han hecho ahora. El problema no es de las películas, sino del espectador. Los niños ya no miran igual este tipo de películas, ya no las aprecian como lo hacían en los años 80. Quizá eso explique en parte que esa segunda entrega de Narnia, El Príncipe Caspian, no haya tenido un enorme éxito económico. Quizá.
Lo ciero es que El Príncipe Caspian es un regreso a Narnia de lo más feliz para un espectador medio como yo, ajeno por completo a la mitología literaria de este mundo fantástico. La película se mueve en dos peligrosas balanzas. En la primera hay que pesar el grado de originalidad de una saga que llega a los cines cuando hay una saturación de historias de niño-joven que salva al universo fantástico de su destrucción. Gana con creces. Ya quisiera la sobrevalorada saga de Harry Potter tener toda la magia que tiene Narnia en la pantalla. En la segunda, se enfrenta al bagaje visual de la saga de El Señor de los Anillos. La influencia de la trilogía de Peter Jackson es tal que está devorando todo lo que viene detrás. Tras una hora inicial en la que Narnia corre el serio riesgo de sucumbir a ese mal de rodar todos los planos como lo hizo Jackson (algo que acusó muchísimo, por ejemplo, Eragon), la hora final nos saca de dudas. Aquí también gana.
Pero, y tiene que haber un pero, a Narnia le pueden dos males del cine actual, que son los que llevan las dudas a sus potenciales espectadores. En este mundo políticamente correcto que nos rodea, hay dos cosas que el cine no puede ofrecer a niños ni jóvenes: sexo y sangre. Lo primero es obvio que no encaja demasiado en Narnia, pero lo segundo es imprescindible, y más cuando la oferta de esta segunda película de la saga pasa por dos grandes escenas de batalla. Ambas son sublimes, salvo en un pequeño detalle: no se ve ni una sola gota de sangre. Se intuyen algunas muertes, alguna incluso se llega a ver. Pero algo falta. No hace falta crudeza ni recrearse en casquería, pero tampoco es necesario esconder lo obvio. Que la más duro que se vea en algunos momentos sean algunos rasguños en los rostros de algunos personajes y que un ratón pierda el rabo lo dice todo. Con todo, es bastante evidente (y agradecido) el tono más oscuro que en la primera película.
El segundo mal que aqueja a El Príncipe Caspian es la duración de la película, que se acerca a los 140 minutos. Demasiados si se tiene en cuenta que se trata de una película dirigida al público infantil. Hay muy poca capacidad de síntesis en el cine actual. Eso pasa en general, pero sobre todo a la hora de hacer una adaptación de un libro. Los cineastas se sienten obligados (¿por qué?) a incluir lo todo, a pasar por todos y cada uno de los sitios que enseña la novela, a hacer desfilar a todos y cada uno de sus personajes. No hay síntesis, y por eso se alargan las películas tanto. No es fácil decir qué habría que cortar en una película como ésta, pero quizá con la experiencia un director como Andrew Adamson (que sólo ha dirigido las dos primeras partes de Shrek y las dos películas de Las Crónicas de Narnia) aprenda a tomar decisiones que den más accesibilidad a la película.
Me he detenido mucho en los problemas que tiene El Príncipe Caspian porque no son exclusivos de esta película, sino parte del cine actual. Pero, salvados esos detalles, esta segunda entrega de Narnia es una magnífica película de aventuras, una auténtica película Disney (eso tenía un significado especial hace unas décadas, más allá del reinado en el mundo de la animación, hoy y desde hace tiempo en manos de Pixar). El Príncipe Caspian, lo decía al principio, ofrece todo lo que una mente imaginativa puede desear. En el terreno de la historia (no es una repetición de la primera parte, ni mucho menos), donde no toma por tontos a sus espectadores, error en el que suelen caer las películas juveniles, y en el terreno visual (magníficos efectos y diseño de producción; se nota la mano de Weta, la compañía que se hizo grande con El Señor de los Anillos).
Es una muy buena aventura, una entretenidísima película, bien interpretada (tiene un papel la española Alicia Borrachero, a la que casi todos conocimos en la serie Periodistas) y dirigida, con una espléndida música de Harry Gregson-Williams, un valor en alza desde hace ya unos cuantos años. Ni siquiera la torpeza promocional (eso de incluir en el trailer la presencia de un personaje que no debió haberse publicitado y uno de los principales trucos visuales de la resolución no puede ser bueno) es capaz de arruinar la diversión que proporciona este gran espectáculo. La saga literaria consta de siete libros. ¿La cinematográfica continuará...? Ojalá que sí. Hoy en día no hay muchas películas como ésta y merece la pena recuperarlas.
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