martes, septiembre 16, 2008

Las miserías de la vida

Hubo unos años, imposibles de delimitar en el tiempo, en los que el cine no estaba tan pendiente como el contemporáneo de mostrar lo que es políticamente correcto. Unos años en los que las miserias de la vida se convertían en protagonistas de las historias que veíamos en la pantalla. Unos años en los que los personajes se volvieron moralmente ambiguos. Unos años en los que la denuncia social era más importante que un final feliz o una estampa edulcorada del problema de actualidad. Unos años en los que el cine era denuncia pero también, y sobre todo, cine.

En 1962 se estrenó Días de vino y rosas, película que saca su título del poema de Ernest Dowson. Pocas, muy pocas veces el alcoholismo ha sido el tema central de un filme. Aún menos veces se ha podido ver cómo el alcoholismo es una destructiva enfermedad, más bien gustaba el papel secundario de borrachín alegre y cómico. Probablemente nunca se haya visto la faceta más oscura con tanta maestría como la que ofrece esta película. Y eso que ver quién la dirige es toda una sorpresa. Nada menos que Blake Edwards, un tipo recordado por sus comedias de todo tipo, desde Desayuno con diamantes hasta La pantera rosa, pasando por El guateque. Edwards nunca antes se había puesto tan serio. Nunca después volvió a hacerlo. Nunca fue tan brillante como en Días de vino y rosas.

Si sorprendente puede ser el nombre del director, en su época no lo fue menos la elección del protagonista, un Jack Lemmon que también se había distinguido hasta entonces por ser un maestro de la comedia, sobre todo a las órdenes de Billy Wilder (Con faldas y a lo loco, Primera plana). Ellos dos y una espléndida Lee Remick (probablemente, la mejor interpretación de su vida) consiguieron hacer creíble esta historia, que comienza siendo la típica comedia romántica, con la ominosa pero aparentemente inofensiva presencia del alcohol en casi todas las escenas, y que, poco a poco, se convierte en una tragedia dura, terrible y devastadora sobre los efectos que pueden tener la adicción al alcohol en la vida de una pareja que lo tiene todo al alcance de su mano.

Blake Edwards contó en una ocasión que recurrió a la hipnosis para la sobrecogedora secuencia en el motel, esa en la que el personaje de Jack Lemmon encuentra a su mujer, que se había marchado de casa días antes, totalmente borracha y suplicándole que beba con ella porque se ha vuelto una persona aburrida desde que está sobrio. Y él acaba bebiendo con ella. Esa es una de las escenas más dramáticas de la película y en la que radica el verdadero mensaje que intenta transmitir. El alcoholismo es una enfermedad de la que se puede salir con el tratamiento adecuado, pero en la que se debe prestar especial atención al entorno más cercano al afectado. Días de vino y rosas, uno de los primeros filmes donde aparece mencionado Alcohólicos anónimos, transita por esos caminos. Primero es ella quien deja la bebida para poder tener y criar a su hija. Y él sigue bebiendo y creyendo que su mujer no quiere seguirle. Después es él quien se rehabilita, pero ella ya ha vuelto a caer en la adicción.

Días de vino y rosas es una película que deja al espectador como si le dieran un puñetazo en el estómago, a lo que contribuye su triste y durísimo final. Un final que la Warner no quería tan oscuro, tan dramático, tan pesimista. Pero la suerte, como tantas otras veces en la historia del cine, intervino y nos dejó el final que conocemos. El ejecutivo Jack Warner era quien apostaba por un final más feliz, en contra del parecer de todo el equipo. Pero acudió a un pase con el final que quería Blake Edwards con una atractiva mujer, y ésta le reprochó que quisiera cambiarlo. Y no lo cambió. Por si acaso, Jack Lemmon se marchó a París para evitar que le llamaran para rodar tomas adicionales que permitieran ese final edulcorado. No hubiera sido creíble. No hubiera sido real. Y si algo tiene Días de vino y rosas es que es terroríficamente real.

Danzad, danzad, malditos, llegó a los cines en 1969 y es una de las películas que mejor ha abordado la miseria que provocó el crack de 1929 sin hacer una sola referencia a la situación económica global o a las causas de aquel episodio de la Historia. Lo que muestra es cómo afecta a personas normales. Con vidas degradadas y con ilusiones imposibles, gentes que imploran por un trabajo mal pagado y de apenas unos pocos días, pero que le sirvan para salir adelante siquiera para ver el siguiente amanecer. El título original de la película, junto con el hermoso prólogo de la misma, sirven para generar el terrible ambiente en el que se va a desarrollar la historia: They shoot horses, don't they? (A los caballos les disparan, ¿no?). Tan dura es la situación que algunas personas verían una bala en la cabeza como una salvación.
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Es difícil de creer que se pueda sostener durante casi dos horas una película que cuenta un maratón de baile, de esos que se popularizaron en Estados Unidos durante los años 30. Pero Sydney Pollack lo consigue con maestría y mantiene la atención del espectador en todo momento. Las normas de aquellos concursos eran sencillas. Los participantes, por parejas, tenían que bailar sin más descanso que diez minutos cada dos horas. Si caían rendidos de sueño sobre la pista, estaban eliminados. La pareja que consiguiera quedarse en la pista al final, ganaba. Podían marcharse cuando quisieran, pero ¿quién estaba dispuesto entonces a prescindir de siete comidas al día, aunque tuvieran que hacerlas en constante movimiento para poder permanecer en el concurso y durante apenas diez minutos? El premio de 1.500 dólares también era sumamente goloso para personas que no tenían ya nada que perder.
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Danzad, danzad, malditos es una de esas películas de denuncia social que tanto le gustaban a su director, el recientemente fallecido Sydney Pollack, esas que dirigió y produjo durante toda su vida. Es un retrato desagarrador de lo que es capaz de hacer el ser humano por intentar salir de su miseria, pero también de lo que están dispuestos a hacer algunos por explotar la desgracia de quienes le rodean y de la fuerza que tiene el a menudo ingrato mundo del espectáculo para reírse de la dignidad de las personas. Esta película, todavía hoy, ostenta el récord de nominaciones al Oscar sin que ninguna de ellas sea al mejor filme. De las nueve nominaciones, sólo ganó la estatuilla al mejor actor secundario, Gig Young.

Jane fonda, una actriz bastante desaprovechada a lo largo de su carrera (y que volvió recientemente al cine tras quince años de retiro voluntario con La madre del novio), es el alma de la película, interpretando a una mujer dura pero desesperada, independiente pero desvalida, fuerte pero al final sin esperanza. Ella y las otras dos mujeres de la película se llevan mucha atención del espectador. Por un lado, Susannah York, que da vida a una mujer que sueña con ser actriz de Hollywood, un juguete roto que acaba desquiciada por la dureza de lo que le rodea. Por otro lado, Bonnie Bedelia, que interpreta a una mujer embarazada pero que llega hasta el límite de sus fuerzas para intentar ganar el concurso. ¿La mejor película de Pollack? Es posible.

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