Los prejuicios del mercado, de la sociedad y del mismo cine, en una diabólica conjunción con sus limitaciones y sus miedos, hace que auténticas maravillas, pequeñas o grandes, no lleguen a tanto público como merecen por su categoría artística. Loreak es, en ese sentido, una pequeña maravilla, quede eso claro desde el principio. Es también una sorpresa porque probablemente esos prejuicios tan habituales nos lleven a ignorar con demasiada facilidad una película de esta modestia, carne de festival (y alabada aunque sin premios, de hecho, en el de San Sebastián), realizada íntegramente en euskera, y firmada por unos directores e interpretada por unos actores (sobre todo por unas descomunales actrices) que no son las habituales de las alfombras rojas o que deslumbran en el papel cuché a pesar de estas que también son bellas. Pero Loreak es puro cine, brillante y sin más artificios que su calidad, es una obra íntima, personal, sensible y extraordinaria.
Hay magia en Loreak (flores, en euskera) ya desde su prólogo, una fascinante colección de imágenes que anticipa el magnífico collage que después montan Jon Garaño y Jose Mari Goenaga en torno a la vida de tres mujeres radicalmente diferentes entre sí y cuyas vidas se unen por un ramo de flores que una de ellas recibe de forma anónima cada semana. Esa anécdota, en un primer momento más propia de un corto que un largo, se acaba convirtiendo en el impulso vital de una película de una enorme sensibilidad. Es indudable que Nagore Aranburu, Itziar Ituño e Itziar Aizpuru, las tres actrices protagonistas, tienen una elevada cuota de responsabilidad en que la cinta respire esa sensibilidad y muchísimo realismo desde la primera hasta la última escena, desde la más cotidiana a la más demoledora (el encuentro final entre dos de ellas es momento emocionalmente durísimo plasmado con una belleza exquisita).
Reducir la película a sus actrices no sería justo. Sí por ellas, brillantes en todos sus matices, pero no por el resto. Porque Loreak es una pieza magnífica de cine. Garaño y Goenaga aciertan en casi todo lo que hacen. Lo fácil para ellos habría sido limitarse a colocar la cámara y dejar que las actuaciones llevaran el peso de la película, pero eluden por completo ese conformismo creando bellísimos planos, dando un sentido narrativo y argumental a la colocación de su cámara, haciendo que incluso la misma escena se vea desde puntos de vista diferentes para enriquecer la sensibilidad de la película, juegan con el montaje de una forma extraordinaria, y con el tiempo para crear las elipsis que necesita la película para adquirir un poso aún mayor. Es la segunda película de esta pareja de directores, que ya habían realizado previamente 80 egunean, y desde ya se han ganado el privilegio de que sus nombres se queden en la memoria para esperar con anhelo sus próximos trabajos.
El realismo es una constante en Loreak, casi una necesidad a pesar de que hay alguna licencia incluso cómica, y nada rompe esa sensación, por mucho que haya una gran casualidad (que el guión deja magníficamente en el aire) que es el verdadero motor de la película y que pueda llevar a algunos espectadores a dudar de la profundidad real que tiene la cinta por ello. Ese es, quizá, el único punto débil de la película. Pero incluso no asimilando del todo ese giro del destino y su decisivo papel en la historia todo lo que se va mostrando es tan emocionante que no queda más remedio que rendirse a la evidencia de que estamos ante una película espléndida, en la que todo lo que se ve (sobre todo las interpretaciones y la elección de un magnífico escenario gris y melancólico), todo lo que se oye (músicas, sonidos, incluso la lluvia) y todo lo que se siente (con la mezcla de todo lo anterior) tiene un valor esencial para hacer de Loreak un viaje formidable.
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