Últimamente, el cine norteamericano tiene una tendencia a basar el reclamo de sus películas en el cartel, en sus actores protagonistas. Y eso suele funcionar. Que Serena esté protagonizada por Jennifer Lawrence y Bradley Cooper (más por él que por ella, aunque la película coja el nombre del personaje femenino para su título) es ya reclamo suficiente para que llame la atención. La cinta de Susanne Bier, en todo caso, termina fallando porque no tiene un propósito claro. Es una historia de desamor más que de amor, pero tarda demasiado en aproximarse a la película que realmente quiere ser como para convencer con facilidad. Cuesta entrar en los personajes porque a veces el escenario es más importante y eso, por paradójico que parezca, pierde toda la relevancia según van pasando los minutos. La película no deja de transformarse y no tanto como una evolución sino con saltos que a veces no son demasiado fáciles de seguir. Cuesta saber qué mensaje desprende la película. Y, por eso, cuesta admirarla en conjunto.
Porque por partes sí hay muchos elementos atractivos, y se puede empezar por el reparto. Lawrence y Cooper tienen química y talento. La química no sólo se ve en esta película, también en las otras dos que han compartido (El lado bueno de las cosas y La gran estafa americana), aunque esta sea seguramente la más floja de las tres películas que han protagonizado, en general y por su trabajo. Se puede seguir por el magnífico escenario en el que transcurre Serena, unos parajes montañosos norteamericanos retratados con enorme belleza, aunque quizá se quede en una mera postal y no termine de ser tan decisivo en la historia como seguramente hubiera sido deseable. Y, aunque sea lo que menos tiempo ocupa en la película, sus coqueteos con el thriller psicológico en el tramo final dejan lo mejor de la dirección de Bier, aunque en realidad no terminen de encontrar acomodo en el relato que se ha estado viendo antes.
Ese es el principal problema de Serena, que es una película poco definida. Salta entre géneros e incluso entre pretensiones, y está lejos de concentrarse en alguna de ellas. No es que abarque demasiado, aunque puede que eso algo tenga que ver con el resultado final, sino que no parece tener muy claro qué es lo que quiere transmitir. Probablemente, la película habría crecido bastante de haber tenido claro que su tema principal era el desamor, que es lo que parece centrar los esfuerzos de guión y dirección sin que en realidad se logre un resultado sobresaliente en esa tarea. Pero mientras llega esa parte del relato, lo que se ve es una larguísima introducción para explicar las características del escenario escogido (una empresa maderera que trabaja en un bosque virgen norteamericano cuando acontece la gran depresión del primer tercio del siglo XX) e incluso la historia de amor que después, de alguna manera, pretende desandar
Al final queda la sensación de que lo mejor de Serena está lejos de lo que aporta Bier. La ambientación es formidable, y ahí el trabajo depende en buena medida de los departamentos de dirección artística y vestuario, y aunque se agradece el buen trabajo de Lawrence y Cooper está muy presente el hecho de que David O. Russell supo sacar mucho más de ellos en sus dos películas anteriores. Por eso, y retomando el argumento de que lo mejor de Serena (o al menos lo que rompe la rutina) está en sus tooques de thriller, es obligado destacar la inquietante interpretación de Rhys Ifans. Serena se queda así en una especie de tierra de nadie, en la que no termina de ser ni un drama rural, ni una tragedia histórica ni ese thriller psicológico que brevemente se apunta. Hay en todas esas partes elementos destacables pero el conjunto no alcanza para ser la gran película que seguramente aspiraba a ser.
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