Hay algo en No que produce una fascinación inusual. Es la envidia. Envidia porque en España no se hará jamás una película como ésta que aborde aspectos de nuestra historia más alejados todavía en el tiempo que los que cuenta este filme chileno sobre su país. Envidia porque Pablo Larraín aborda su historia de una forma exquisita, precisa, nada tendenciosa. Envidia porque mientras aquí una película como ésta sería utilizada como un arma arrojadiza que todo el mundo se tiraría a la cabeza, con ésta parece que en Chile es algo normal. Y, sí, ha recibido críticas negativas tanto como positivas. Pero se ha hecho. Se ha vendido. Se está viendo Es una realidad que ha llegado a los cines y que, además, es el primer filme de su país en ser nominado al Oscar a la mejor película extranjera. Es cine político de altura, porque no va de buenos y malos, de los nuestros y de los demás, es mucho más que eso. Es una historia magnífica, hermosa y construida con admirable sinceridad, en la que el también inusual aspecto visual puede provocar algún rechazo inicial pero que poco a poco va tumbando resistencias para dejar tanta envida como admiración.
Chile, 1988. Por presiones internacionales, el dictador Augusto Pinochet convoca un referéndum para que los ciudadanos digan si continúa ocho años más en el poder y el régimen da por hecho que, contando con todos los medios del Estado, vencerá. Los chilenos tienen que contestar con un simple "sí" o un "no". Las dos opciones dispondrán de quince minutos al día cada una para defender sus ideas en la televisión estatal. René Saavedra, un exiliado que ha regresado a Chile y al que le va fenomenal trabajando en una agencia de publicidad, recibirá el encargo de dirigir la campaña del "no". Para quienes no conozcan la historia real que cuenta la película, su cartel no deja mucho lugar a la duda sobre su final. Pero es que ésta no es una película que crezca o decaiga en función de su desenlace. Es una película, en cambio, que crece minuto a minuto por su propuesta y por la forma en que la convierte en una realidad. Es una que apuesta por un retrato complejo, personal, familia, político y social. Eso es lo que hace de No un filme político de enorme altura. No es propaganda. Es una historia.
Para contarla, Larraín ha optado por algo inusual, abandonar el formato panorámico para que sus imágenes rodadas apenas se diferencien del metraje histórico y documental en el clásico 4:3. Rodada con cámaras propias de la época, lo único que chirría en ese planteamiento son algunos planos en los que la iluminación parece más descuidada que buscada. Esos instantes, en los que hay personajes en plano a los que no se puede ver con nitidez distraen más la atención del espectador que el hecho de estar viendo algo visualmente ya poco frecuente en nuestra época. Y, como el propio director confesó en la rueda de prensa que dio en Madrid para promocionar la película, es también un grito de rebeldía ante la uniformidad visual que plantea la alta definición. La suya es una opción respetable y amable, que quizá no se amolde a lo que dictan los tiempos, pero precisamente por eso es un movimiento arriesgado y valiente que hay que valorar. Porque, efectivamente, da a la película un poder que quizá de otra forma no habría tenido para que el espectador se vea inmerso dentro de la historia con una facilidad tremenda.
Si el aspecto visual le da un estilo propio y una conexión con la realidad, el guión le da sobrados elementos para captar la atención del espectador. Pedro Peirano, basándose en la obra de teatro de Antonio Skármeta, consigue un acabado espléndido, a ratos divertidos y a ratos trascendente, desarrollando los personajes con cada escena y sin dejarse intimidar por los aspectos más cercanos o por los más políticos. Y el reparto, encabezado por un magnífico Gael García Bernal, contenido y emocionante cuando toca, responde a la perfección a esos objetivos. Porque impacta tanto la reunión en la que los publicistas intentan explicar que la clave para derrocar a Pinochet está en la alegría como la manifestación en la que el ejército y la policía actúan sin miramientos, porque intriga tanto el proceso por el que Saavedra acaba aceptando el encargo como su situación personal con la madre de su hijo. Y en esa fusión entre lo político y lo humano es donde No alcanza sus mayores logros. Cine político, sí, pero cine por encima de todo.
Es posible que haga falta algo de atención por la política para dejarse abrazar por No. No tendría que ser así, porque la película es mucho más que, como dice el cartel, "la campaña que derrocó a Pinochet". Eso, por supuesto, está ahí, es el alma y el motor del filme. Pero no es un tema que pueda desligarse de las personas que protagonizan ese proceso. Por tanto, no es una película que pueda entenderse sin sus personajes, sin sus vidas, sin sus formas de ser, sin sus logros o sus miserias. Y ese es el gran mérito de Larraín, haber conseguido que No se aleje del frío documental que podría sugerir su opción estilística para convertirse en una historia humana, necesaria y hermosa, en una película importante que entretiene y emociona a lo largo de sus dos horas, que muestra una faceta desconocida de la vida de un personaje sobre el que mucha gente cree saber mucho y que evidencia que las filmografías nacionales tienen grandes temas de los que ocuparse mejor de lo que podrían hacerlo desde fuera. Y aunque sólo fuera por eso, insisto, qué envidia.
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