Después de cuatro años de ausencia (tras la muy prescindible Speed Racer y otros cinco años de silencio tras el más que decepcionante final de Matrix), los hermanos Wachowski vuelven junto a Tom Tykwer (El perfume) con El atlas de las nubes, una película de enorme presupuesto, seis historias en las que los actores aparecen en diferentes papeles y tres horas de duración que, dicen, ha dividido radicalmente las opiniones entre quienes piensan que es un bodrio infumable y quienes alaban su magnetismo. No me puedo colocar entre los primeros porque no creo que la película sea realmente mala, aunque limite sus logros a momentos muy concretos y a aspectos técnicos. Por eso mismo, tampoco puedo colocarme entre los segundos, porque es un invento pretencioso, que parece buscar propósitos filosóficamente elevados que no consigue. Y esto pesa mucho más. Hay en El atlas de las nubes momentos muy hermosos, otros en los que parece que la película va a ser lo que realmente busca... pero siempre se acaba desinflando precisamente por esa pretenciosidad de la que es imposible sustraerse.
Un joven abogado norteamericano que vive una travesía por el Pacífico en 1849, un aspirante a compositor homosexual en el Reino Unido de 1936, una periodista negra en el San Francisco de 1873, un editor británico en 2012, una clon en el Nuevo Seúl de 2144, y un hombre en un Hawaii postapocalíptico. Estos son los seis protagonistas principales de los seis escenarios planteados por El atlas de las nubes. ¿Conexiones entre ellos? Ahí es donde está el auténtico problema de la película. Se pueden atisbar varios intentos de enlazar las seis historias temáticamente, incluso con detalles bastante visibles, pero al final queda la sensación de que lo único que une estos fragmentos es la repetida presencia de los mismos actores en cada uno de ellos, a veces con aspectos forzados que sacan por completo de la historia. De hecho, quizá siendo conscientes de que no siempre es fácil reconocer a los actores, el arranque de los créditos finales es el repaso en imágenes a esos papeles de cada actor. Y, sí, hay alguna sorpresa inesperada y difícil de reconocer durante el filme.
Caracterizaciones al margen, El atlas de las nubes tiene sobre el papel un reparto espléndido, del que quizá ya en la pantalla lo mejor sea la habitual profesionalidad de Tom Hanks o Hale Berry y la comicidad de Jim Broadbent, incluso el sobrio papel central de Hugh Grant, mucho más que la ya conocida cara de malo de Hugo Weaving. Pero los actores, siendo lo más visible normalmente en una película (y más con algunos de estos nombres) vienen a ser lo menos importante de ésta. Porque es tan difícil encontrar esas conexiones entre los personajes que interpretan en los diferentes segmentos, aunque a veces parezca que van a producirse, que la película se ve con una enorme desunión entre sus partes. Y ahí está el problema, porque El atlas de la nubes es una sesión de casi tres horas de continuos cortes entre las escenas, a veces sólo para intercalar un plano. De esa forma, cuando la película alcanza un punto importante o de ritmo más que apreciable, que los tiene, el globo se acaba desinflando solo porque no tiene la continuidad necesaria. Hay algunos fragmentos que habrían dado incluso para películas individuales (especialmente los dos futuristas), pero la mezcla es demasiado endeble.
Por eso mismo es por lo que la atención del espectador se vuelve de forma inmediata al envoltorio, a cuestiones técnicas entre las que sobresale la soberbia música, presente en unas dos horas de la película, que han compuesto el codirector Tykwer, Reinhold Heil y Johnny Kilmek. El diseño de producción es espléndido, y se deja sentir en todos los segmentos de la película, pero brilla con luz propia el mundo futuro que los Wachowski y Tykwer imaginan. Es en ese segmento donde están contenidos algunos de los planos más hermosos de la película, y es que Nueva Seúl pedía a gritos una película propia. Pero como el guión parece una colección de pretendidos pensamientos profundos que casi nunca impactan, lo cierto es que todo parece un juguete carísimo y sin la excusa necesaria para que funcione su ensamblaje. Con momentos brillantes como decía, sí, pero mucho más vacío de lo que parece que querían conseguir sus responsables. Y teniendo la duración que tiene la película, casi parece que tener un reparto coral y una historia tan ambiciosa es algo que se limita a tapar las carencias de cada segmento individual.
El atlas de las nubes es una película pretenciosa, muy pretenciosa. Y eso pesa juega mucho en su contra, porque sus seis historias tienen cierto interés y sería injusto calificar la película de aburrida. Hay seis expectativas de final y eso, bueno o malo, engancha en cierta medida. Pero, al mismo tiempo, es justo decir que el mayor interés que tiene la película es llegar a comprobar si existe una conexión real entre todas ellas líneas temporales, y eso no llega a producirse más que de una forma demasiado liviana y, a veces, forzada. Uno trata de buscar mensajes ocultos y metáforas, pero el único mensaje que queda claro, y es muy contundente (y, por qué no decirlo, muy divertido), es el que mandan los directores a través del personaje de Tom Hanks en la historia que se desarrolla en 2012. Lo demás, fuegos artificiales. Bonitos, costosos, hipnóticos en ocasiones, pero fuegos artificiales que no se sustentan en este guión, demasiado alejado del que hubiera necesitado el elevado objetivo que se marcan sus responsables.
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