Habrá que suponer que el cine de terror de nuestros días es algo como Poltergeist, porque de lo contrario es difícil entender qué ha pasado para que este género ya no sólo no dé miedo, algo que se podría atribuir a la mayor o menos calidad de cada película individual, sino para que el tono y la forma en la que se hacen los filmes sea tan soso e industrial. El problema está en que ahora se cogen historias clásicas, de la que sí daban miedo, se les pasa un filtropseudo cómico, se le añaden los resultados de un par de estudios de mercado y se les dan a directores de relativa poca experiencia con el fin de ganar unos pocos dólares que justifiquen la inversión, normalmente entre quienes no sepan nada de la película original o entre quienes tengan curiosidad de ver qué han hecho con ella para actualizarla. No es especialmente buena ni tampoco es un desastre insalvable, pero es un mal síntoma de los tiempos por los que pasa el género.
Lo más reprochable de este nuevo Poltergeist es que, en realidad, le preocupa poco su referente. No quiere contar una historia del mismo tono que la que plantearon Tobe Hooper y Steven Spielberg y no busca los mismos objetivos que el memorable filme de 1982, simplemente aprovecha la base para que en su metraje aparezcan las escenas y frases más emblemáticas, adecua lo que le interesa a estos tiempos políticamente más correctos (el cementerio ya no es indio, hay que incluir una hija adolescente para atraer a ese tipo de público, la medium ya no es aquella mujer enana sino casi una especie de telepredicador) e introduce un tono amable de comedia bastante incomprensible. Lo hace a lo largo de toda la película, pero si puede quedar alguna duda hay una secuencia detrás de la primera parte de los créditos finales que termina de despejar las dudas.
La comparación entre película original y remake es, obviamente, imposible. Gana con mucho la original, porque aquella provocaba auténtico terror, terminaba y la experiencia era tan intensa como la que vivía la familia protagonista. Aquí, incluso admitiendo esa nueva forma de entender el género, la película no da nunca la impresión de arrancar. El terror, que realmente no hay, es muy previsible, muy simple, muy fácil. Y la imaginería digital no consigue ni la décima parte del efecto que podrían los efectos especiales que se rodaban en cámara o de una forma mucho más artesanal hace ya más de 30 años. Como este Poltergeist no despierta las mismas emociones que el de Hooper, no entusiasma visualmente como aquella y no está tan bien llevada como la cinta que pretende reimaginar, es obvio que el remake es una pérdida de tiempo, más allá de comprobar que una niña que no se llama Carol Anne sino Madison dice aquello de "ya están aquí".
En realidad, la película de Gil Kenan (¿cómo interpretar que sea también el director de la más que interesante cinta de animación Monster House?) se sostiene mínimamente por dos razones. La primera, que la base argumental es atractiva, por mucho que tratar de copiar por encima lo que se hizo en 1982 no baste para convencer a un público que ya ha visto demasiadas películas de este estilo desde entonces. La segunda, que el reparto hace lo imposible por meterse en sus papeles, sobre todo Sam Rockwell y la por desgracia no demasiado valorada Rosemarie Dewitt, que están muy por encima del nivel de la película. Esas dos cosas no bastan para que este Poltergeist sea una película que merezca la pena, ni como filme ni como remake, pero sí hacen que no sea un desastre. Simplemente es un síntoma de que hoy en día hay mucho cine que se hace de esta manera.
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