No hay más forma de analizar Max Max. Furia en la carretera, esta especie de secuela, remake o reboot de aquella pequeña película de 1979 con Mel Gibson como protagonista y que acabó convirtiéndose en una leyenda, que como un espectáculo pensado para apabullar. Son dos horas frenéticas, salvajes, extremas y sin límites, en las que explotan mil cosas, se viven las persecuciones más brutales, desfilan por la pantalla los personajes más extravagantes y se vive una auténtica experiencia a nivel visual y sonoro que, sí, apabulla. George Miller retoma su propio universo para transportarlo no ya al presente sino al futuro, y lo que en 1979 era de una manera ahora ha pasado por un filtro de auténtica locura para recargarlo de adrenalina, jugando con el aspecto visual para hacer por la saga lo que 300 hizo por el cine de acción en general y dando una velocidad a veces artificial que le aleja de los espartanos de Frank Miller que Zack Snyder llevó al cine. Apabulla, sin duda, y eso es lo mejor y lo peor de este descomunal y grandilocuente blockbuster.
Lo peor, empezando por lo negativo, porque de apabullar a aturdir hay sólo un paso. Incluso logrando lo primero, hay momento en que lo segundo es algo inevitable, y eso es algo que se palpa con claridad cuando hay un primer respiro, un fundido a negro, que llega tras media hora frenética. Como el objetivo es ese, es evidente que no hay que buscar historia en la película. No la hay, y de hecho detenerse en ella invita a pensar en su resolución como algo francamente decepcionante. Incluso da toda la impresión de que Max, ese personaje que ahora recae en Tom Hardy, no es ni de lejos el protagonista de este filme, que apuesta por un retrato más coral pero en el que es imposible no rendirse ante las inagotables cualidades de Charlize Theron, siempre convincente, incluso en este descomunal tour de force al que se ven sometidos todos los actores que desfilan por la pantalla y en el que ella sobresale precisamente porque la película, de alguna manera, quiere primar el lado más femenino en un mundo tan lleno de suciedad y testosterona.
Pero es lo mejor porque resulta casi imposible resumir los inmensos aciertos que hay en la película. Habría que empezar alabando su valentía por ser un producto terriblemente atípico, mucho más con la firma de un gran estudio, en este caso Warner. Es una película diferente, única, un clímax constante, imparable y contundente, una obra de precisión que hace que todos los trucajes visuales sirvan a lo que se quiere mostrar. Cada vehículo, sean motos, coches o camiones, tiene un papel en la película y la nómina de especialistas se ha ganado con creces el sueldo que hayan cobrado porque hay una brutal verosimilitud en cada alocada maniobra que ejecutan ante la cámara de Miller. Apabulla, de nuevo esa es la referencia, pensar en cuántas horas se habrán dedicado a planificar unas coreografías tan magníficamente ejecutadas y no sorprende que la película se rodara en 2012 y desde entonces haya vivido su fase de prosproducción, de montaje y de rodaje de nuevas tomas, porque es inabarcable todo lo que hay en pantalla.
Hay tanto que enseñar, que en realidad hay poco que contar. La película no es más que una persecución de ida y una de vuelta, interrumpidas por breves interludios con los que se quieren presentar a los personajes (en el caso de Max, de una forma muy efectista y algo floja), e incluso llega a dar la impresión de que las frases de más cuatro palabras están proscritas en el guión. Es, como ha venido a decir el propio Miller, un enorme McGuffin, porque lo que de verdad le interesa es llevar a la pantalla un lenguaje cinematográfico de acción sencillamente brutal. Y eso, lo borda. Mad Max. Furia en la carretera no tiene frenos ni límites, es una auténtica salvajada de principio a fin pero que está ejecutada con un mimo y una maestría excepcionales. Es que hasta las bizarradas más intensas, como esa indescriptible inclusión en el escenario de la película de la también apabullante música de Junkie XL, acaban siendo sencillamente perfectas. Si se sobrevive a la agitación de la butaca y a que los tímpanos sufran, claro. Aceptando eso, intachable.
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