La noche de los Goya fue la noche de Volver y de Penélope Cruz. No fue la noche de Pedro Almodóvar porque el director manchego, en una decisión que nadie va a conseguir hacerme entender, no se presentó en la gala. Que se pone nervioso, argumentó por boca de la nueva presidenta de la Academia. Flaco favor le hace al cine español su director más internacional (mal que me pese) si el ausente de lo que se viene a conocer como la gran fiesta de ese cine. El caso es que su película ganó cinco premios: película, director, actriz (Penélope Cruz), actriz secundaria (Carmen Maura) y banda sonora (Alberto Iglesias). El Goya para Carmen Maura me pareció de justicia, el resto más que discutibles. Resulta curioso, de todos modos, cómo el cine español suele ir contracorriente. Penélope Cruz recibe la nominación al Oscar y, por supuesto, gana el Goya. Pero no sucede lo mismo con Javier Navarrete, compositor de El laberinto del Fauno, que luchará por el Oscar a finales de febrero y que no se llevó el premio español.
Volver, en todo caso, no fue la película que más galardones acaparó. Ese honor se lo llevó la preciosa cinta de Guillermo del Toro, El laberinto del fauno, que se llevó el reconocimiento de los académicos en las categorías de actriz revelación (Ivana Baquero), guión original (para el propio Del Toro y por delante de Almodóvar), fotografía (Guillermo Navarro), montaje (Bernat Villaplana), maquillaje (José Quetglas y Blanca Sánchez), sonido (Miguel Polo y Martín Hernández) y efectos especiales. Lástima que no lograra los dos premios más importantes, los de director y película, aunque es bastante sintomático de la simpatía que ha despertado esta obra el galardón en la categoría de guión original. El triunfo de El laberinto del fauno fue el fracaso de Alatriste. La película más cara de la historia del cine español, que cualquier otro año se habría llevado todos los premios técnicos, se tuvo que conformar con los premios a vestuario, dirección de producción y dirección artística. Juan Diego, por Vete de mí, le arrebató el premio al mejor actor a Viggo Mortensen, todo un profesional de este negocio del cine que sí acudió a la ceremonia (lo mismo que Del Toro; ambos deberían recibir el máximo agradecimiento de la industria española, pues son dos nombres de repercusión internacional).
No vi la gala, solamente su última hora de las cerca de tres que duró. Me pareció, como todos los años, sosa y sin demasiado interés, sin emoción ninguna, ni siquiera en los premios que tenían incertidumbre, y sin chispa. Corbacho y Santiago Segura definieron la gala perfectamente cuando el primero le dijo al segundo que le dejaba presentar al Goya a la mejor película porque es un premio que el creador de Torrente nunca va a ganar. La gente aplaudió. Y Segura le respondió diciéndole a Corbacho que él tampoco lo ganaría nunca. Esa fue la antesala de un final typical spanish: Corbacho derramando sobre su cabeza una botella de cava mientras se despedía.
La comparación con la gala de los Oscar es siempre inevitable porque en España nunca hemos sabido hacer un espectáculo propio. Lo que sí tengo claro es que Hollywood no se puede permitir el lujo de que en la retransmisión se vean tantas butacas vacías, que la primera fila la ocupen los fotógrafos a los que se ve permanentemente moviéndose o que la gente no aplauda a los ganadores (tuve la sensación de que cuando salía al escenario Guillermo Navarro, director de fotografía de El laberinto del fauno no estaba apluadiendo ni la mitad del público).
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