Clint Eastwood es un director tan fundamental para entender el último medio siglo del cine norteamericano que cada vez que no alcanza la más absoluta excelencia algunos tienen la impresión de que esas películas no valen gran cosa. Jersey Boys es, en ese sentido, un Eastwood menor. Pero procede darle la vuelta al argumento inicial de estas líneas y recalcar que un Eastwood menor es al fin y al cabo un Eastwood, y eso, por muchos aspectos que se le puedan criticar, siguen siendo palabras mayores. Y es que el realizador de Sin perdón, Gran Torino o Los puentes de Madison tiene el profundo amor por la música que desprende su nueva película y un descomunal oficio para narrar con enorme fuerza las secuencias fundamentales de esta biografía de los Four Seasons, uno de esos grupos americanos de rock que triunfó en los años 60. No tiene el espíritu que tenía la anterior gran aproximación musical de Eastwood, la magistral Bird, pero mejora la irregularidad de su anterior trabajo, J. Edgar.
La película no es ninguna sorpresa dentro de la filmografía de Eastwood, un director que ha sabido combinar los filmes más personales, los más memorables y los más comerciales con una gran habilidad durante las últimas cuatro décadas. A su autor le entusiasma la música y en eso es un clásico incomparable. Por eso es tan fácil asimilar que lo mejor de Jersey Boys está en la puesta en escena de la música que se escucha durante las dos horas y cuarto que dura la cinta. No hace falta conocer la historia de los Four Seasons, ni siquiera sus canciones más populares, para entender por qué Eastwood va recalcando determinados detalles, momentos, títulos y sonidos. Todo se hila con la naturalidad habitual del cine de Eastwood, y funcionan francamente bien incluso sus apuestas formales más arriesgadas (la narración de los protagonistas mirando a cámara, un gran flashback introducido ya en la segunda mitad del filme o la escena final durante los títulos de crédito, que aquí, a diferencia de otro filme galardonado que ya usó ese recurso, sí encaja).
También es muy habitual en Eastwood el apostar por un casting de actores bastante desconocidos, casi siempre en los secundarios pero también de vez en cuando en los protagonistas, y en ese sentido hay unas claras reminiscencias de Banderas de nuestros padres. No es que dé la sensación de ser un casting equivocado, pero también es verdad que la falta de espíritu de la película, que existe en muchos momentos e impide que el resultado final se coloque en el grupo de obras maestras de Eastwood como director, puede achacarse a que no hay un carisma arrollador por parte de los protagonistas. Encajan, pero no enamoran. Y eso se ve cada vez que entra en escena Christopher Walken, un actor que no importa cuántos años tenga, de cuántos minutos disponga en una película o cuál es el registro de su personaje, porque siempre se puede sacar algo de su trabajo. Y se come al resto. Lo que sí parece osado en Eastwood es que hay muchas referencias culturales (entre las que se cuela él mismo) que provocan sonrisas cómplices en el espectador.
Una película de este tipo siempre tiene su mejor prueba de fuego en las elipsis temporales, a veces inmensas, obligadas por el amplio espacio de tiempo que desea cubrir la película. Y esas elipsis, a pesar de que Eastwood cuadra su montaje lo mejor que puede, no siempre funciona. No afecta al ritmo de la película, que avanza con una fluidez admirable, pero sí se va llevando por delante explicaciones necesarias. Eastwood en este caso ha decidido sacrificar claridad para ajustar duración (aún así, es relativamente larga), y eso pesa ligeramente en la película. Pero resulta difícil no disfrutarla a poco que la pierna del espectador se vaya moviendo según va sonando la música. Eso y la enorme categoría clásica de su director son razones más que suficientes para que Jersey Boys convenza. ¿Que no es una de las mejores películas del Clint Eastwood director? No, no lo es. Pero es que la excelencia no se suele dar todas las películas de ningún director y éste acumula ya unas cuantas películas irrepetibles. Ser exigente no obliga a destrozar lo que es simplemente bueno. Como si fuera tan fácil hacer una película satisfactoriamente buena.
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