Hay un problema muy extendido en películas, como es el caso de Un largo viaje, que llegan precedidas de la etiqueta de "basada en hechos reales". Cuando la adaptación deriva en la glorificación de los hechos o de los personajes, el peso que tiene que levantar la película es excesivo y acaba por devorar a los méritos que tenga. Un largo viaje tiene méritos, especialmente en el apartado interpretativo que es la mejor de sus bazas. Sin embargo, hay un objetivo idealizador, que se vuelca en el personaje de Nicole Kidman y en el final del filme, que no termina de encajar en la historia, que no se necesita realmente para conseguir la emoción que subyace en la historia (la ficticia, que es la que nos compete) y que infla el metraje del filme, especialmente en su primera mitad, cuando acaba siendo obvio que lo que realmente se pretende contar está sobre todo en la última medida hora. Ahí el filme sí despega, incluso asumiendo que el clímax emocional se alarga quizá demasiado, pero puede que sea demasiado tarde para algunos espectadores.
Lo cierto es que Un largo viaje acaba siendo una película extraña. Concebida con ambición, pero con un desarrollo errático. Lo que quiere ser, o al menos esa es la impresión que da al final, es una historia de redención, la de un soldado británico que combatió en la Segunda Guerra Mundial y que casi cuatro décadas más tarde aún no ha superado lo que vivió en el conflicto, ni siquiera con su afición a los trenes o el amor que ha encontrado. Precisamente, la película arranca como una historia romántica, con una escena preciosa y juguetona, pero que acaba algo perdida en el marco general del filme. Y los altibajos son constantes cuando la película comienza a saltar de una forma no demasiado conseguida entre los dos momentos temporales mencionados. Cuesta cogerle el ritmo a la película y por eso, durante muchos minutos, lo mejor que se puede hacer es disfrutar del reparto a la espera de que Jonathan Teplitzky, director del filme, decida hacia dónde se dirige.
Eso, como decía, no sucede hasta la media hora final. Hasta ese instante, ninguno de los personajes está realmente definido con corrección. Viendo la segunda mitad del filme, la primera se queda como algo tramposa (es difícil aceptar que los elementos dramáticos surgen sin más en la historia romántica que da inicio a la película). Pero incluso sin saber hacia dónde se dirige la película, todos los actores muestran un nivel inmenso. Colin Firth y Nicole Kidman son los protagonistas principales y ambos sobresalen con su habitual categoría. En el caso de Kidman viene a ser casi una agradable sorpresa, porque llevaba un tiempo alejada de sus mejores registros. A ratos da la impresión de que el cartel de la película es engañoso y que el verdadero protagonista es Jeremy Irvine, que interpreta al mismo personaje de Firth pero de joven y que deja un trabajo espléndido, quizá con la única pega de no parecer del todo conectado con su versión de más edad. ¿Problema de Firth o de Irvine? Más bien de Teplitzky.
Ellos son los cabezas de cartel, pero los elogios se pueden extender a Stellan Skarsgard, Hiroyuki Sanada o Tanroh Ishida, todos ellos soberbios. No obstante, pagan la irregularidad de la película o que el guión no haya sabido encontrar el lugar adecuado para insertar los hechos reales en su adaptación de ficción. A Teplitzky parece interesarle más el artificio visual (que en ocasiones sí le permite componer planos francamente hermoso, aunque haya otros que es difícil entender, como por ejemplo el arranque de la película) antes que una construcción certera de la historia. Y el caso es que la historia es una de esas que cuando aparecen en la prensa son de las que todo el mundo piensa que son carne de película. Por eso, a ratos el interés que genera la película es enorme. Lo es cuando el protagonista afronta al fin su pasado. Pero quizá esa habría sido la mejor elección como eje del filme y no sólo como su resolución. Hasta llegar a ese punto, mucha fuerza se ha perdido ya y no es fácil recuperarla.
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