Sólo los amantes sobreviven no es ninguna sorpresa en la filmografía de Jim Jarmusch. Una vez vista, casi parece increíble que no la haya dirigido hasta ahora, que nunca hasta esta película se haya decidido a mostrar unos vampiros de diseño, mezclados con un universo de estilo retro en sus detalles y de diseño moderno en su aspecto, una apabullante y envolvente música rock y una historia superficial que se queda ahogada en el cuidado envoltorio con el rodea a los personajes protagonistas, cuatro vampiros a los que sólo se reconoce como tales precisamente por los detalles. Paradójicamente, es un curioso título de vampiros casi sin vampiros, supeditado a su aspecto visual, en el que los dos actores protagonistas encajan con mucha naturalidad. Pero es lenta, muy lenta, más incluso de lo que ya suele ser el pausado cine de Jarmusch, y eso hace que ésta sea una cinta difícil de ver, que se aleja de las convenciones del género y que busca una identidad propia que, en realidad, tampoco consigue por completo.
Eso es así porque la figura del vampiro lleva tiempo instalada en mundos parecidos a los que muestra Jarmusch. Es lo que sucede cuando se escoge a una de las figuras más sobreutilizadas de la ficción, que la pretendida originalidad no es nada fácil de conseguir. Jarmusch, eso sí, introduce con fuerza su estilo visual y musical, crea un entorno que a ratos es fascinante pero que en otros momentos genera cierta indiferencia. Es, en ese sentido, un Jarmusch puro, previsible (en más de un sentido) y reconocible. Pero muy lento para según qué audiencias, sobre todo porque, en realidad, la figura del vampiro sólo le sirve para justificar el desarrollo nocturno y reclusivo de la película. Las anécdotas con las que quiere reforzar la sensación de que hay vampiros en la pantalla (las demasiado poco casuales alusiones temporales o escenas bastante superfluas como la de los helados) no hacen más que alargar una película que probablemente habría mejorado con algún que otro corte en sus 123 minutos finales.
La cinta, en realidad, no necesita centrarse en la figura del vampiro más que en su resolución, una que llega sin demasiada firmeza, descansando demasiado en la casualidad y reforzando la menor importancia de la historia. La parte vampírica no deja de ser una exposición, porque no se atisba conflicto por esa condición, no determina la relación entre los personajes, no marca los problemas familiares que Jarmusch quiere desarrollar con la pareja que forman los personajes de unos más que adecuados Tom Hiddleston y Tilda Swinton y la hermana de ésta, una Mia Wasikowska que no deja pasar ninguna oportunidad para alejar la imagen fría y sosa que dejó en su primer gran papel en la Alicia en el País de las Maravillas de Tim Burton. John Hurt completa el cuarteto vampírico, y es probablemente el personaje que más sufre la indefinición del tramo final. Los humanos (Anton Yelchin y Jeffrey Wright) dan algo más de interés a la historia, pero no son personajes especialmente aprovechados.
Casi todo lo anterior evidencia que en Sólo los amantes sobreviven hay algo de quiero y no puedo. Hay una pretensión de hacer un filme de vampiros diferente, y en realidad no lo es, de ubicar a esa figura del panteón de monstruos de la literatura clásica en un entorno musical a medio camino del rock de mediados del siglo XX y la noche del siglo XXI, sin que en realidad se perciba como un avance en el retrato del vampiro. ¿Mala película? En absoluto, porque Jarmusch tiene una innata capacidad para encontrar fascinación visual, sonora y atmosférica. Pero de alguna manera la película está muy lejos de ser el estímulo sensorial o la revisión del vampiro que persigue ser. Y aunque por momentos da la impresión de que puede despegar y marcar esa diferencia que ansía, lo cierto es que se queda en una rareza que sólo es imprescindible para quienes admiren a sus dos magníficos actores protagonistas.
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