El cine de aventuras, digamos, serio vive una cierta crisis. Tardan mucho en aparecer películas que hagan honor a lo más clásico de este género y no caigan en la vis más cómica del cine actual, víctimas de esos estudios de mercado que tanto cine rompen por la mitad. Pero entonces aparecen películas como Kon-Tiki y hay que congratularse y poner el contador a cero. Kon-Tiki es, efectivamente, puro cine de aventuras. Con cierto toque clásico, es cine noruego (la película más cara rodada en ese país) pero pasado por el tamiz hollywoodiense (quizá por eso gustó tanto a los americanos como para darle una nominación al Oscar en la categoría de película de habla no inglesa... aunque buena parte de sus diálogos son en inglés), algo que también pasa por el hecho de tratarse de la recreación de un hecho real. Está francamente bien rodada, con un buen ritmo y que gracias a dos secuencias culminantes consigue sortear los puntos bajos que hay en su segunda hora de metraje. No cabe más que calificarla como una espléndida película para recuperar la fe en su género.
Kon-Tiki narra la expedición con la que Thor Heyerdahl quiso demostrar, con la opinión contraria de toda la comunidad científica, que fueron indígenas peruanos los que colonizaron la Polinesia, recorriendo 8.000 kilómetros por mar en pequeñas embarcaciones de madera, un viaje para seis tripulantes que debía recrear las condiciones de aquellas arriesgadas travesías, sin importar el peligro de que se resquebrajara en plena travesía, que las corrientes no colocaran la embarcación en el rumbo deseado o el los tiburones que infestan esas aguas. Una hermosa aventura para recrear y disfrutar en una pantalla grande, que ya lo tiene prácticamente todo hecho con los maravillosos planos que permite un océano abierto e inabarcable, pero que Joachim Rønning y Espen Sandberg, directores de la película, coronan con hermosos e imaginativos momentos, incluso un muy original desplazamiento desde la barca hasta las estrellas y de nuevo hasta la superficie del mar, una introducción bien medida y algún flashback francamente hermoso.
Es evidente que hay en Rønning y Sandberg un gusto cinematográfico muy hollywoodiense. No es de extrañar que, en la inagotable búsqueda de talentos europeos que hacen los grandes estudios ya hayan sido fichados para continuar la saga de Piratas del Caribe tras conseguir la nominación al Oscar por este filme , por mucho que el tono de aquella franquicia y de Kon-Tiki no tengan absolutamente nada que ver. De hecho, son opuestos. Porque ellos apuestan aquí por un agradecido clasicismo, con leves toques aprovechando la tecnología actual que permiten situar esta película en la presente década. Pero más aún que el gran aspecto visual de la película, lo que funciona es su casi perfecto retrato de una obsesión. Thor Heyerdahl vive, trabaja, sueña y se esfuerza con el único fin de demostrar su teoría, eso está por encima de todo. Y aunque las obsesiones se pueden compartir, nunca alcanzan la misma medida, tiempo o intensidad en dos personas diferentes. Eso está notablemente contado en Kon-Tiki a través de todos los personajes.
Es verdad que una vez que la expedición está en marcha (aproximadamente tras el primer tercio de la película) hay momentos en los que el ritmo decae, pero eso se solventan con dos picos de intensidad brillantes, la aparición de los tiburones y el arrecife. Son dos escenas más espectaculares que culminan un viaje cinematográfico más que agradecido. El problema que puede tener es que consiga llegar al público adecuado. Porque quien normalmente puede ver cine europeo quizá no espere un filme de corte narrativo tan norteamericano y quien gusta de las películas de Hollywood probablemente no se verá demasiado tentado de ver Kon-Tiki. Su exquisito trato tanto de la aventura como del cine hacen que sea aconsejable para ambos grupos, porque no hay en el cine moderno tantos títulos de este género tan bien realizados como éste como para dejarlo pasar.
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