Dentro de todas las criaturas fantásticas que pueblan mis sueños cinematográficos, siempre he tenido debilidad por los dragones y en el cine se han visto muy poquitos, y menos aún han permanecido en mi recuerdo. Ninguno ha superado el que vi en El dragón del Lago de Fuego, una película, hoy de culto, si no me equivoco no editada en DVD, que Disney produjo a comienzos de los 80. Su tono oscuro, con el sello de la productora más familias de todos los tiempos, provocó que fuera un rotundo fracaso en taquilla. Hubo que esperar mucho, hasta Dragonheart para volver a ver un dragón interesante, con la voz de Sean Connery y de Paco Rabal en la versión española. Los avances de los efectos especiales se notaron, y dejaron una película más que entretenida.
Y ahora llega Eragon, una película difícil de valorar. Si la hubiera visto de niño, estoy seguro de que me habría vuelto loco. Pero la he visto de adulto, y por eso asumo que es una cinta dirigida a un público juvenil. Aún así, la he disfrutado gracias sobre todo a los diez minutos de climax, en los que se al dragón protagonista en todo su apeogeo (la foto pertenece a esa batalla final, aunque no se ve con mucha claridad). Esos minutos han bastado para emocionarme, para hacerme sentir como un niño, y eso, en el cine de hoy en día, no tiene precio. Que nadie me malinterprete, que no estoy diciendo que Eragon sea un peliculón, aunque gracias a su final abierto puede ser el embrión de una interesante saga fantástica. Pero sí reconozco que, durante los 100 minutos que dura (otro punto a favor; no es necesario eternizar una película hasta las dos horas y media aunque el cine moderno crea que sí) ha despertado al chaval que sigo llevando dentro y que de vez en cuando se emociona con poquita cosa delante de una pantalla. No me habían hablado bien del todo de la película, pero para mí merece la pena. Sobre todo si crees en los dragones.
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