Hay un gozo especial en esas películas que parecen tan fáciles de hacer y que acaban llevando al espectador por la comedia y por el drama, por una historia atractiva y bien construida y por unas actuaciones que sólo van del notable al sobresaliente. Cuando se ve una película así, lo que se piensa es qué fácil parece hacer las cosas bien en esto del cine. Y luego, por comparación, es obligado proclamar que no, no es tan fácil, y por eso cuando las cosas funcionan hay que decirlo. St. Vincent es una de esas películas que deja un gran sabor de boca. No será una obra maestra indiscutible, no se convertirá probablemente en la película en la que todo el mundo pensará cuando se mencione a Bill Murray o Naomi Watts, quién sabe si incluso a su director, el debutante en largometrajes Theodore Melfi, pero será una de esas películas que acabamos viendo y disfrutando cada vez que nos encontremos con ellas, con las que pasamos con una facilidad asombrosa de la sonrisa, incluso de la carcajada, a la lágrima, porque es tan divertida como emocionalmente compleja.
St. Vincent es la historia de Vin (Bill Murray) un tipo que bebe, fuma, es antipático, tiene deudas, ve regularmente a una prostituta que está embarazada (Naomi Watts) conduce sin cuidado y dice tacos continuamente. Un tipo arisco, con el que no es agradable cruzarse. Y quien se cruza con él es Maggie (Melissa McCarthy), su nueva vecina, que se ha mudado al barrio con su hijo, Oliver (el debutante Jaeden Liberher). La película es, como casi parece obvio, una que descansa sobre los hombros del protagonista. Si él funciona, la cinta va a funcionar por encima de todos sus defectos. Y como Bill Murray es un actor sensacional, que cumple a rajtabla esa norma no escrita de que el mejor intérprete posible es un cómico cuando se toma en serio a sí mismo, borda el papel. Vin es odioso cuando tiene que serlo, pero de la forma simpática, empática y entrañable que la película exige que sea. Es imposible que esas sonrisas y esas lágrimas que provoca St. Vincent no sean reflejo de todo lo que él consigue con su actuación.
A partir de ahí se podrá pensar que estamos ante una película más o menos previsible, más o menos blanda o más o menos repetida, pero el buen rato ya se lo ha dejado al espectador. Cada descubrimiento que se hace del carácter y la vida de Vin es un peldaño más en la emoción que consigue el filme con una facilidad aplastante. Y Melfi, que también escribe el guión, muestra una habilidad espléndida para hacer lo más difícil: escribir la historia en la que se tiene que mover su personaje principal y crear un elenco de secundarios que sirva a sus propósitos. Por eso el crío es simpático, las preocupaciones de su madre acaban siendo las del espectador y hasta se siente una asombrosa debilidad por el manipulador pero terriblemente agradable profesor de religión que interpreta Chris O'Dowd, por eso divierten tanto las escenas que protagoniza Oliver en el colegio como las trifulcas de Vin en el banco (qué sutil pero qué contundente es su crítica al sistema burocrático que nos rodea, otro de esos pequeños detalles que engrandecen y dan realismo al guión).
Queda algún que otro cabo suelto en la película, por supuesto, algún punto que no termina de desarrollarse con acierto después de haberse planteado, pero eso tampoco molesta demasiado en los bien medidos 102 minutos que dura la película, que tienen el brillante colofón de unos títulos de crédito que no funden la imagen a negro hasta que no procede abandonar el mundo de Vin y que casi parece una improvisación más de Bill Murray. Da igual que St. Vincent sea una comedia dramática o un drama cómico. Lo que importa es que la historia (qué importante es siempre la historia por mucho que se destaquen otros elementos de cualquier película) mantiene el espectador dentro de ese entorno emocional que genera, y que tiene un recorrido tan largo que va desde el slapstick (los problemas de Vin con el hielo) hasta el drama más poderoso (las escenas en la residencia o el hospital), de lo más sorprendente (el giro que desemboca precisamente en el hospital) hasta lo más previsible (el emocionante acto en el colegio con todos los protagonistas).
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