El principio del fracaso de una adaptación que pretende llevar una historia de un medio a otro reside en no entender las posibilidades y las peculiaridades que ofrece cada forma distinta de contar el mismo relato. La señorita Julia es una obra de enorme éxito desde que se representó por primera vez a finales del siglo XIX, pero el principal problema de esta adaptación que dirige Liv Ullman está en que no rompe las ataduras con su origen escénico y renuncia a contar el relato que pide a gritos el cine. Por eso, la película acaba quedándose en un largo, denso y exagerado teatro filmado que no deja buenas sensaciones. Es inevitable pensar que la cinta tiene el deseo de ser importante, de acercar al cine esa estela de prestigio que desprende el teatro para cualquier actor, pero el vaivén emocional de sus dos protagonistas es tan exagerado y a veces incluso inmotivado que resulta complicado meterse en la historia de la forma en la que lo pide la obra original, que tiene unos temas subyacentes que en la pantalla cuesta ver.
Liv Ullman respeta el original teatral, quizá con excesivas reverencias y dejando que la película avance sólo en función de los logros de sus actores. Y ahí radica uno de los problemas. Primero, por el evidente desequilibrio que hay entre Jessica Chastain y Colin Farrell, obviamente en favor de ella. A Farrell se le puede aplaudir que sea lo suficientemente valiente para buscar papeles diferentes, compañeros de reparto que mejoran su capacidad en casi todo y directores variados y de gran prestigio, pero su exageración teatral aquí es sólo eso, algo que linda con el histrionismo y que no termina de convencer. Ella está mejor, pero su reputación y su trayectoria ayudan a que el juicio sea más benevolente con ella. En realidad, ambos exageran mucho los gestos, algo que sirve mucho más en el teatro, donde el espectador de la última fila tiene que entender las emociones de cada escena sin primeros planos posibles, que en el cine. Ese es el principal problema de La señorita Julia.
Si eso sucede en una película en la que apenas aparecen tres actores (completa el reparto Samantha Morton, que es de largo la mejor, la que más transmite y la más contenida de los tres, además de disfrutar del personaje mejor medido, quizá porque es el que menos tiempo tiene en pantalla) es complicado que la historia avance como se espera de un producto cinematográfico. Ya en la primera escena, casi un monólogo del personaje de Farrell relatando hechos anteriores con los que se pretende explicar cómo es la personalidad de su oponente femenina en este juego de seducción al que se reduce la historia en esta adaptación, se percibe que el resultado no va a pasar de un teatro filmado. Con una más que correcta ambientación, como tampoco podía ser menos, pero con una sensación continua de que algo está chirriando en el conjunto. Ni siquiera el paso del tiempo (se supone que los hechos acontecen durante una sola noche) es algo que esté bien medido.
La señorita Julia pretende ser una lucha por la supervivencia, un duelo entre la clase alta que representa Julia, la hija de un barón que sólo actúa como una presencia poderosa, y Jean, un sirviente de la casa con el que juguetea desde una posición elevada y delante de Christine, la cocinera que también parece ser la prometida de Jean. Las tensiones son obvias, pero los grandes temas se diluyen, quedando únicamente el juego entre los dos protagonistas que no termina de enganchar. Si no lo hace, es por contraste. La mesura de Morthon emociona más que la exageración en la que caen con demasiada facilidad Chastain y Farrell, e incluso la propia protagonista femenina transmite mucho más con sus miradas y sus silencios que con sus palabras y sus gestos. No es fácil llevar una obra de teatro como esta al cine, pero La señorita Julia no pasa de ser una lenta sucesión de diálogos en la que nada termina de destacar al nivel de lo que se espera por el origen de la historia.
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