Que llegue a España con cuatro años de retraso la única película que dirigió Philip Seymour Hoffman, Una cita para el verano, es un pequeño homenaje a un pedazo de actor que la mala vida nos arrebató cuando le quedaban muchos años de cine. Además de colocarse detrás de la cámara, se reserva el papel protagonista, uno mucho más acomplejado, vulnerable y real de lo que nos tenía acostumbrados a ver. Y eso sirve para que su ya inmensa galería de personalidades de ficción sea un poco más grande, un poco más inolvidable. La película, aún realizada con una enorme sensibilidad, es lenta. La decisión es consciente, y se adapta precisamente a la personalidad de los dos personajes protagonistas, pero cuando las luces se encienden da la impresión de que han sido más de 91 minutos, que es lo que realmente dura. Pero es el comienzo de la despedida de Philip Seymour Hoffman, puesto que aún quedan algunas de sus últimas actuaciones en películas por estrenar, y eso hace que los defectos se admitan con mucho más cariño del habitual.
Lo fácil sería vender Una cita para el verano como una película romántica, pero lo es sólo a medias. Es tan románica como cínica y pesimista. Y es que en la pantalla no hay una pareja, sino dos. Por un lado están Clyde (John Ortiz) y Lucy (Daphne Rubin-Vega), un matrimonio en apariencia feliz que intenta emparejar a su amigo Jack (Philip Seymour Hoffman), compañero de trabajo de él en una empresa de limusinas, con Connie (Amy Ryan), que ha empezado a trabajar con ella como asistente. Jack y Connie se van mostrando como personas con fisuras, con miedos, con traumas, pero con ganas de superar todos los problemas. Son la parte optimista del filme. Pero Clyde y Lucy tienen un pasado que afecta a su presente mucho más de lo que les gusta admitir. A pesar de la complejidad que parece revestir a cada uno de estos cuatro personajes principales, es ahí donde la película no termina de fluir. A pesar de que todos los actores hacen un esfuerzo enorme, es difícil establecer la necesaria empatía, salvo en momentos puntuales.
Son esos momentos los que hacen que la lentitud de la película sea menos acusada, pero no acaban de borrarla, sobre todo porque al final no termina de verse con claridad qué es lo que pretendía contar la película más allá de ese instante de cuatro vidas condensado en 90 minutos. En realidad, lo que funciona con frescura es el episodio dentro de la película. Funciona el divertido aprendizaje en la piscina, el momento culinario, la sensible escena de cama, alguna de las confesiones, el brindis con la cachimba. Esos momentos son divertidos, sensibles, interesantes y profundos, sobre todo porque los cuatro actores hacen que cada uno de esos instantes crezca. Y ahí, dada la conocida e inmensa capacidad camaleónica de Philip Seymoru Hoffman, quizá haya que aplaudir con más fuerza la brillante sutileza de Amy Ryan. Pero, con todo, falta algo que una todas esas escenas en un conjunto con más fuerza.
A Philip Seymour Hoffman se le ve con ganas de hacer una película agradable y reflexiva, siempre colocando la cámara en lugares donde no interfiera con la acción y dejando que la sensibilidad sea el motor de la acción (en la que hay escenas que no terminan de ayudar al conjunto y parecer faltar otras que cierren un periodo de tiempo tan largo como se muestra, desde el invierno al verano), pero el ritmo no acompaña con decisión. No lastra la película porque los personajes son atractivos. Eso sí, exige un gran esfuerzo para encontrar esos tan necesarios espacios de empatía con los personajes, lo que probablemente hará que algún que otro espectador no conecte con facilidad. Lo que queda seguro es otra magnífica interpretación de Hoffman, brillante precisamente porque evidencia que es cada de dar vida a personajes diametralmente opuestos, y contando además con un inmenso refuerzo en sus compañeros de reparto que él mismo dirige a la perfección. Una lástima que ya no queden muchos más trabajos suyos por descubrir. Una gran lástima.
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