Le Week-End se queda a un paso de ser una película verdaderamente hermosa, aunque lo que muestra alcanza esa categoría en muchos momentos. Nick y Meg, Jim Broadbent y Lindsay Duncan, son un matrimonio maduro que se va a pasar un fin de semana a París para celebrar su trigésimo aniversario. Y allí viven un emocionante carrusel de emociones, algunas alegres y otras tristes, unas que conforman un precioso canto a la vida y otras propias de un auténtico drama. Hasta ahí, todo es más que correcto, brillante a veces. Pero para convertirse en una reflexión completa, le falta una conclusión. A pesar de que el final de la película tiene un inevitable sabor a conclusión, no es fácil discernir dónde acaba realmente la historia. Le falta coronar todo lo que ha ido proponiendo a lo largo de la hora y media que dura. Es un retrato incompleto del amor maduro, a pesar del enorme esfuerzo de condensar dos vidas en un fin de semana y 90 minutos.
Hay mucha sinceridad en Le Week-End. Se nota en los diálogos, en el guión, en la historia, en las actuaciones de Broadbent y Duncan. Prácticamente en todo. Y eso genera una completa empatía con la pareja protagonista a lo largo de su fin de semana en París, que es lo que se cuenta en la película, sin flashbacks ni distracciones. Nos divertimos con ellos, sufrimos con ellos, nos emocionamos con ellos. Eso es, indudablemente, lo mejor que se puede decir de una película como ésta, tan centrada en las emociones de sus dos personajes protagonistas. Y no es sólo el trabajo de los dos actores, también el guión les proporciona buenas herramientas con las que defenderse, escenas muy intensas, diálogos muy conseguidos. Y sobre todo la sensación de que detrás de la película hay efectivamente treinta años de matrimonio. Parece un logro sencillo de conseguir, pero no lo es.
Sin embargo, y a pesar de que Le Week-End es una tragicomedia notable por momentos, hay una sensación al final de que falta algo. De que no hay una conclusión, un objetivo real para la película. ¿Qué hay más allá de ese fin de semana? ¿En qué momento quedan los personajes después del epílogo, después de la gamberrada final con la que coronan el viaje, después de la terriblemente intensa escena de la cena en casa de Morgan (Jeff Goldblum), un viejo amigo de Nick que han encontrado por casualidad en París? Eso no está en la película, no se intuye con la misma facilidad que todo lo anterior. Se pueden sacar conclusiones, por supuesto, y seguramente cada espectador podrá tener una opinión sobre lo redonda y cerrada que queda la película con lo que efectivamente se ofrece. Pero la sensación de que falta algo es suficientemente importante como para no notarlo, más aún porque en la búsqueda del retrato casi perfecto del amor maduro que es la película ha ido dejando las preguntas que quedan sin responder.
Con esos elementos, no cabe duda de que el juicio a Le Week-End es positivo. Es una película hermosa, emocional y sobre todo sincera, que engancha desde el corazón, que sabe introducir dosis de humor y de drama y que se sustenta en dos actores excepcionales, sobre todo Broadbent. Y deja a Goldblum luciendo como secundario, las escenas de la cena o la última en el hotel, conversaciones deliciosas sobre el amor y los miedos, además de una hermosa postal de París (demostrando así Mitchell que, sí, se puede hacer una postal de una ciudad sin necesidad de quedarse ahí). Pero falta la guinda. Falta lo que habría convertido Le Week-End en una película referencial al menos de los temas que trata. Aún sin ella, un precioso ejercicio de cine emocional, contenido (93 minutos) y muy bien construido.
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