La pregunta que deja en el aire la segunda entrega de El hobbit, La desolación de Smaug es clara. ¿Puede ser una película tan buena en algunas cosas y cabrear tanto al mismo tiempo incluso por más motivos? Peter Jackson ha dado con la fórmula ideal para que reine la sensación de que ha superado ampliamente la floja primera entrega de esta nueva trilogía y de que ha superado barreras que nadie va a superar en mucho tiempo, pero, de la misma manera, deje la sensación de que hace tiempo que dejó de entender lo que supone hacer cine. Es, no podía ser de otra manera, un mastodóntico ejercicio de fantasía y aventura, con escenas más y menos logradas. Pero también es un problema como película, porque destruye por completo la importancia del clímax para supeditarlo al formato que le exige la absurda decisión de rodar tres películas de este libro de Tolkien para vender más entradas y blu-rays de versiones cinematográficas y extendidas. Cabrea eso, la megalomanía que le lleva a estirar sin medida sus películas de la Tierra Media. Mucho. Y así, cabreado pero aún con la boca abierta, es como se sale del cine.
Ya desde su concepción, era palpable el error de hacer tres películas de un libro que ni se acerca a la extensión de uno solo de los volúmenes de El Señor de los Anillos. Los 169 minutos de Un viaje inesperado lo mostraron. Los 161 de La desolación de Smaug lo evidencian con mucha más claridad. Y si ya es grave en bastantes momentos de la película, lo verdaderamente desolador de esta segunda entrega es la constatación de que Perter Jackson no ha entendido el sentido de un clímax cinematográfico, entregándose a una maquinaria comercial con muchas más ganas que al puro cine que respiraba en el crescendo brutal y maravillosamente estructurado de El Señor de los Anillos. El ritmo depende aquí, simplemente, de la concatenación de escenas de espectáculo, algunas directamente extraídas de un videojuego (la de los toneles, con unos exageradísimos efectos visuales que están lejos de ser tan precisos como los de la trilogía original por mucho ordenador que gasten) y otras forzadas por el deseo de crear inexplicables escenas nuevas ausentes del libro (se lleva la palma el forzadísimo protagonismo, sí, protagonismo, de Legolas).
A Peter Jackson se le ha ido claramente la mano. Ha privado a sus películas de elipsis y ha decidido que la única forma de hacer escenas de acción, al menos así lo muestra durante buena parte del metraje de esta segunda entrega, es sobrecargar los planos y mover la cámara más que nunca, intentando no cortar el plano (en la senda marcada por Los Vengadores, pero descontroladamente). Pero, aún más, ha llevado su peligrosa costumbre de añadir y añadir escenas a un punto de no retorno en el que incluso altera algunos de los logros de El Señor de los Anillos. Del mismo modo, el preciso uso de cada personaje en la trilogía original salta aquí por los aires de la forma más sorprendente, dejando el cartel de la película como una trampa más, una en la que el conocedor de la novela, en todo caso, no caerá. Lo que tenía de grandioso El Señor de los Anillos era que formaba un conjunto espectacular pero, al mismo tiempo, cada película tenía una personalidad propia (algo que, por ejemplo, también se veía en la música de Howard Shore, aquí mejor que en la primera de El hobbit). Pero aquí, más que película, tenemos un producto por piezas.
¿Y qué es lo bueno? La hora final. Es ahí donde la emoción que reinaba en toda la trilogía de El Señor de los Anillos encuentran el eco que cabía esperar, incluso en escenas que no tienen ningún sentido en la adaptación (Tauriel, la elfa que interpreta grácilmante Evangeline Lilly domina esa faceta). Es ahí donde Martin Freeman vuelve a mostrar que es un Bilbo espléndido, por mucho que el título de El hobbit no haga justicia al poco tiempo que pasa en la pantalla, y encabezando un buen reparto en el que siempre destaca Ian McKellen. Y es ahí donde sale Smaug, el dragón. Hay que decir con rotunda claridad que jamás se ha visto un dragón que desprenda tanto poder y maldad en una pantalla de cine. Es el mejor de la historia y es lo que obliga, una vez más, a insistir en la importancia de ver el cine en versión original, porque le pone voz un Benedict Cumberbacht colosal. Smaug es un prodigio, como en su día lo fue Gollum en Las dos torres y justifica por sí solo el pago de la entrada. Ahí Peter Jackson demuestra que saber hacer grandes películas. Pero cabrea y mucho. Más aún con la forma en que acaba la película. Y ahora otro año de espera.
2 comentarios:
Esta vez no estamos de acuerdo Juan. La verdad es que a mi, además de la última hora, la primera hora de película me tuvo también pegado al asiento. No se me ha hecho larga, a pesar de las casi 3 horas.
La escena de los barriles me pareció divertidísima, con su toque de humor al sobrepasar con sus licencias la lógica de un combate, a veces desternillante.
Por contra, no me convence Bilbo. Martin Freeman me parece un poco inexpresivo, yo eché de menos una sensación más evidente de temor cuando se enfrenta a Smaug.
Y para nada me molestó que la película termine como termina, en el aire (y nunca mejor dicho), de hecho creo que incluso Tolkien era dado a dejar colgado al lector, como cuando termina Las Dos Torres con Frodo muerto a los pies de Ella Laraña.
Y en cuánto a los personajes, todo me empieza a encajar a la perfección, incluso Legolas, que me pareció maravilloso. Le veo una línea argumental, como la de Tauriel, Azog, etc.. que confluirá en la última película en una batalla, la de los cinco ejércitos, que va a ser apoteósica.
Ya lo debatiremos. De cualquier forma, un placer leerte SIEMPRE!!!
Litri, lo de siempre, para gustos los colores y me encanta que haya disparidad de criterios. Lo más debatible que hay por aquí es lo del final, que para mí se carga dos mil leyes cinematográficas, un lenguaje que no tiene nada que ver con el literario. Y sí, ya lo discutiremos, je, je...
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