Las películas con pretensión de ser las definitivas sobre un tema despiertan alertas, conscientes o inconscientes. Los elogios casi unánimes, también. En 12 años de esclavitud se juntaban ambas circunstancias. Y después de asistir a sus 134 minutos de puro y emocionante cine, cabe decir que no hay temor posible: es una película extraordinaria, compleja y emocionante, un prodigioso retrato sobre un episodio oscuro y personal de la historia norteamericana, por lo emocional y por lo cinematográfico, con actuaciones sensacionales e incontables secuencias que merecen el aplauso incondicional. Es, efectivamente, la película definitiva sobre la esclavitud. Puede que no la única, pero sí una que merece estar en ese grupo porque sabe esquivar todos los problemas que encierra un proyecto como éste con una categoría descomunal, llevando al espectador a un estado emocional tan intenso y duro como impagable, y en el que no sobra nada. Qué maravilla.
Lo que narra 12 años de esclavitud es una odisea vital, la de un hombre negro y libre que, de repente, se ve convertido en un esclavo. Sin derechos, sin nombre, sin dignidad, sin vida. Es una estructura común en el cine contemporáneo la de seguir a un mismo personaje más o menos anónimo a través de un periodo largo de tiempo en un viaje tan dramático como éste para narrar un drama más grande que el suyo personal, pero Steve McQueen, el autor de la sorprendente Shame, sabe sacar partido a ese camino. Con algún leve fallo de continuidad o algún elemento mejorable en las elipsis, si se quiere, pero con una brillantez rotunda. Es el reflejo contemporáneo a los logros de Steven Spielberg en la infravalorada Amistad, una película que optó por otros caminos menos crudos y más poéticos. Los de McQueen son violentos y realistas, puñetazos que van directos al estómago del espectador para que pierda el aliento con Solomon Northup en su continua vejación. Son caminos sencillamente impresionantes a todos los niveles.
Y es que para una película así son imprescindibles dos elementos complementarios, y 12 años de esclavitud consigue sobresalir en los dos. El primero es un resultado interpretativo de primer nivel, que encabezan Chiwetel Ejiofor con incontables matices en su trabajo y Michael Fassbender con un retrato violento y sádico casi perfecto para un esclavista convencido, pero están secundados con una maestría elogiable por Benedict Cumberbacht o Paul Giamatti, en un breve pero crucial papel, como breve es la presencia de un Brad Pitt acostumbrado ya tanto a papeles protagonistas como a apariciones tan atractivas como mínimas en películas de renombre. El segundo, una puesta en escena absolutamente formidable, y eso es mérito indudable de McQueen, que juega a su antojo con los planos, con las luces y las sombras (sensacional trabajo de fotografía de Sean Bobbitt) o con la música (prodigioso Hans Zimmer, incluso en momentos pura y arriesgadamente experimentales).
McQueen, apoyado en un reparto de lujo, consigue impresionar y emocionar de tantas maneras diferentes que es imposible enumerarlas todas en una crítica, pero es de justicia afirmar que imparte todo un curso de cine. Desde la escena en la que Solomon es apaleado ya como esclavo hasta el formidable clímax emocional que le coloca con el látigo en la mano, pasando por sus intentos de huida, su enfrentamiento con un capataz, su discusión sobre el recuerdo de sus hijos. Todo encaja en un cuadro complejo y sin cortapisas, en el que los secundarios juegan un papel terriblemente relevante para el conjunto de la historia, pero no como distracción sino para engrandecer el resultado final hasta unos niveles extraordinarios. 12 años de esclavitud es una de esas películas memorables que no sólo desmienten aquello de que ya no se hace buen cine, sino que dejan el espectador inmóvil en su butaca, padeciendo con el sufrimiento humano que plasma en la pantalla y, al mismo tiempo, deseoso de vitorear el resultado final en cuando se asume la crudeza de su descomunal relato.
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