Los radicales giros en la carrera de Bill Condon, uno de esos directores que se atreven con todo por extraño que pueda parecer el rumbo que toman (y sí, es obvio que la alusión es a los dos filmes de Crepúsculo que figuran en su trayectoria), le llevan ahora a buscar de nuevo lo que le dio la fama. En Dioses y monstruos, con Ian McKellen como protagonista, quiso recrear el retiro de James Whale, el director de las dos míticas películas de Frankenstein que protagonizó Boris Karloff, y consiguió con ella el reconocimiento de la crítica. No es nada extraño que, buscando el resurgir que no le dio El quinto poder, la película que retrató el caso de Julian Assange, trate ahora de repetir aquella fórmula en Mr. Holmes. De nuevo con McKellen al frente del reparto, lo que busca ahora es contar el último caso de Sherlock Holmes desde la mirada de un hombre ya envejecido, muy mayor y con problemas de memoria. McKellen, como Laura Linney, está brillante y sostiene una película que, en realidad, es bastante inane.
Lo es porque resulta difícil entender cuál es el objetivo real, la trascendencia que tiene ese último caso, que vemos por medio de flashbacks, en el hombre que vive en el presente o la relación con su ama de llaves y su hijo que pretende marcar un antes y un después en la vida del retirado detective. El interés por encontrar un misterio de verdad desafiante detrás de esta lenta exposición, muy en la línea habitual de Condon, se diluye en un final extraño, que dista mucho de provocar el impacto que debiera. En un guiño curioso, el propio Holmes de McKellen se refiere a eso en uno de sus diálogos, asegurando que lo que puso fin a su brillante carrera de detective tuvo que ser un inmenso fracaso que no es capaz de recordar, pero ese mismo diálogo queda sin una respuesta verdaderamente atractiva al final de la película. Es precisamente el epílogo lo que deja una sensación curiosa, que no responde a las expectativas y que no completa los elementos de interés.
Algunos de ellos están, precisamente, en la forma en que se juega con la misma mitología de Holmes, primero a través de lo que John Watson escribió sobre el personaje y lo ofrece que esta realidad ficticia en que acontece la historia, pero después también por medio de lo que el propio espectador sabe y espera del mejor detective del mundo. El problema está en que las buenas sensaciones se acotan a escenas concretas. Por mucho esfuerzo que Condon ponga en desarrollar una narración paralela (que si en realidad sirve para algo es para demostrar lo buen actor que es McKellen, por la extraordinaria forma en que es capaz de interpretar al mismo personaje en condiciones anímicas y físicas casi diametralmente opuestas), es difícil hilar las metáforas que plantea para construir un relato cerrado, complejo y a la altura de lo que se espera. Y es que convencen más los guiños, como el uso como un Holmes de cine de Nicholas Rowe, el Sherlock Holmes de la maravillosa recreación ochentera de su juventud en El secreto de la pirámide.
Se nota demasiado que Condon ha querido repetir la fórmula de Dioses y monstruos, y en ese intento Mr. Holmes se ha convertido en una película demasiado fría, que no aporta demasiado a los mitos del personaje de Sir Arthur Conan Doyle más allá de sumar a otro espléndido intérprete a la lista de actores que le han dado vida y de ofrecer algunos detalles divertidos sobre su idiosincrasia. La historia es, en realidad, lo que no termina de enganchar, porque Condon no termina de ensamblar demasiado bien todas las piezas del puzle que quiere montar o de dotar al filme de un ritmo mucho más ameno y dinámico. Mr. Holmes es demasiado lenta y demasiado escasa. McKellen consigue llevar la película a buen puerto, pero él aporta mucho más que el director o el guionista Jeffrey Hatcher a la hora de mostrar de verdad en la pantalla a un Holmes digno de tal nombre.
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