Si hay un momento en el que una película como Crónicas diplomáticas es especialmente necesaria es justo éste, en estos días de justa desafección y sobresaliente desconfianza hacia la política. Y no precisamente porque el último trabajo de Bertrand Tavernier, basado en el cómic Quai d'orsay, sea una crítica dura y despiadada basada en algunos de los muchos hechos reales que darían perfectamente para una película, que algo de eso seguro que también tiene, sino porque sabe reírse de una realidad política que se antoja así de terrible. Crónicas diplomáticas, siguiendo las aventuras de uno de los gabinetes de asesores de un ficticio ministro de asuntos exteriores francés, da en el clavo de principio a fin. Despierta risas con sus incontables gags pero, hay que insistir en ello, no resulta para nada inverosímil. Exagerada, por supuesto, como procede en la comedia, ese género tan difícil aunque todo el mundo se crea capaz de hacer reír. ¿Pero irreal? En absoluto. Y eso es precisamente lo que hace que el filme sea tan divertido. Luego llega el proceso de asimilar lo que se ha visto y de indignarse ante el hecho de que la realidad sea más o menos así.
En el fondo, Crónicas diplomáticas es la justa venganza del resto del mundo hacia la clase política. Tavernier la ridiculiza hasta el extremo en lo personal y en lo profesional. Muestra el día a día cotidiano, internándose en las entrañas del Ministerio junto a un joven que entra a formar parte de ese gabinete, la forma en la que se solucionan las crisis internacionales, las prioridades de su agenda diaria, la clase de personajes que llegan a tener poder, las motivaciones reales y el enchufismo desbocado. La película no deja títere con cabeza. De eso se trata, por supuesto, pero no habría funcionado si detrás de la historia y de la presentación no hubiera inteligencia. La comedia de Crónicas diplomáticas lo es. La sátira es sutil y precisa, los golpes de humor cuidadosamente calculados, y conducidos en segmentos separados por las citas de Heráclito (como en el cómic) que disfruta usando ese ficticio ministro.
Hay genialidad en el hilo que va conduciendo la película, la redacción de un discurso para el ministro, que se estira como un chicle sin llegar a romperse, aunque sí es verdad que en la segunda mitad de la película hay un ligero descenso del ritmo y quizá la película habría lucido algo más sin llegar a los 113 minutos del montaje final. Pero hay tal maestría en cada escena, casi sketches individuales si no fuera por ese hilo que les une, que al final no es tan importante. Y como el reparto está espléndido a la hora de hacer creíble un guión tan agudo, es imposible no reírse con las peripecias del ministro (Thierry Lhermitte), de su jefe de gabinete (un sutil pero divertidísimo Niels Arestrup) y el joven recién llegado al equipo (Raphaël Personnaz), pero también con el resto de asesores, que cubren los aspectos más anecdóticos, joviales y profesionales de ese día a día que retrata el filme.
Crónicas diplomáticas es una divertidísima cinta, una de las mejores sátiras que se ha hecho sobre la política en los últimos años, extrapolable con absoluta facilidad a cualquier administración de países desarrollados por mucho que se centren en el Ministerio de Asuntos Exteriores francés. Tavernier, con 72 años, lanza afilados dardos sobre lo que aguantamos todos como ciudadanos con una agilidad envidiable, como autor, como cineasta y, por qué no, también como ciudadano. Él, con sus imágenes, traza una dulce venganza contra la clase política, por mucho que haya países en los que el arte no sea más que un estorbo al que ningún político, para su desgracia, prestará atención. Y sí, la película acaba con un aplauso. Uno autocomplaciente de la política hacia sí misma. Uno que confirma la necesidad de sátiras sobre ese mundo tan alejado de la realidad, el que se esconde en los despachos y en las esferas de poder para no escuchar las carcajadas que provocarían si no fuera tan serio lo que hacen.
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