Salir de la sala pensando que César debe morir es una película que resume el enorme poder del cine es el mejor resumen que se puede hacer de la experiencia de ver este singular drama carcelario. Porque eso es lo que es. No es un documental sobre unos presos interpretando el Julio César de Shakespeare, aunque todos sus actores sean presos reales. Lo que se ve en pantalla es un enorme guión que juega con la realidad y con la ficción para proclamar el amor por el arte y la capacidad de que éste libere el alma de un hombre aunque su cuerpo esté preso. Los escasos 80 minutos que dura César debe morir quedan como un hermoso experimento a medio camino entre el cine, el teatro y la vida, que deja una profunda sensación de bienestar. Y deja aún mejor cuerpo saber que semejante lección de vitalidad cinematográfica la han perpetrado como directores y guionistas Paolo y Vitorio Taviani, dos cineastas que acaban de cumplir 81 y 83 años. Nada más y nada menos.
Antes de seguir, quizá procedan varias advertencias. En primer lugar hay que recordar que César debe morir es la película que se llevó el Oso de Oro en el pasado Festival de Cine de Berlín y la que representará a Italia en los Oscar del próximo año. En segundo lugar, que parte de un hecho real, los talleres de teatro que se realizan en varias prisiones italianas, para rodar una historia de ficción. Los actores son todos presos en la actualidad, salvo Salvatore Striano, que interpreta a Bruto, y que ya quedó libre tras cumplir seis años de cárcel. La idea de que estos mismos actores representaran Julio César es de los Taviani, que contaron con la ayuda del director teatral Fabio Cavalli, imprescindible para que el montaje de la obra fuera verídico. Y en tercer lugar, que hay dos características de la película que la elevan por encima de lo que el proyecto apuntaba, que solo esté rodada en color la representación con que se abre y cierra el filme y todo lo demás, un enorme flashback, sea en blanco y negro, y que los distintos acentos regionales que se escuchan en la versión original en italiano sean parte integral e insustituible de la película.
Con esos detalles en mente, lo que ofrece César debe morir es un brillante ejercicio metalingüístico, en el que cada frase del guión encuentra dobles significados y las palabras de Shakespeare sirven para ilustrar la pesada losa que llevan sobre sus hombros estos presos, algunos de los cuales no volverán a saborear la libertad, una sensación que crece hasta estallar con la frase final de la película (sé que vender es imprescindible para cualquier película, pero colocar dicha frase en el cartel me parece un gran error). Hay veces en que uno no sabe si están hablando los reclusos, delincuentes de la camorra y de la mafia; los actores, unos hombres que han redimido sus pecados (que no sus penas) y han descubierto un mundo nuevo; o los personajes, los César (imponente Giovanni Arcuri), Bruto (intenso Salvatore Striano) y Marco Antonio (creciente Antonio Frasca) dramatizados por Shakespeare. O los tres, que en eso parece consistir el juego de los hermanos Taviani.
César debe morir no es una película sobre una representación teatral. Es mucho más que eso. Es el retrato de la pelea interna de unos hombres que buscan en sus vidas, en sus crímenes y en sus sensaciones, la motivación para entender la traición al César shakespeariano. No hay suspense en cómo va a resultar la obra, pues es un enorme acierto de los hermanos Taviani colocar al principio instantes de esa representación en color y convertir toda la película es un gigantesco flashback. No hay intriga en saber si la redención artística servirá para que alguno de estos hombres salga a la calle, y eso queda claro desde que los delitos y el tiempo de condena aparece sobreimpresionado para presentar a los actores de la obra y del filme. Pero su lucha, su búsqueda de emociones y, en último término, su representación de los papeles acaban convirtiendo la película en un hermosísimo espectáculo de contemplar y en un impresionante canto de amor al arte en general y al cine en particular. Brillante.
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