Alexander Payne es uno de los niños mimados de Hollywood. Película que hace, película por la que se vuelve loca la Academia. Nebraska no ha sido una excepción y sigue el camino que han venido marcado las películas que antes de ésta ya le habían reportado dos Oscars como guionista y otras tantas nominaciones como director. Al margen de premios y reconocimientos, Nebraska es puro Alexander Payne, con obsesiones y temas ya vistos en sus anteriores trabajos y cuya principal novedad es que está rodada en blanco y negro. Que sea el mismo Alexander Payne de siempre se puede interpretar de muchas maneras. El suyo es un cine humano pero que, a fuerza de buscar un significado mayor a lo cotidiano, acaba resultando algo insuficiente. Agradable, sin duda, porque construye sus personajes con habilidad, recurriendo al humor, pero no tan profundo como parece ser a simple vista. Lo mismo que, en realidad, le pasó a su alabada Los descendientes.
Payne vuelve a acercarse a la familia, como ya hiciera por ejemplo en Los descendientes, y a la vejez, como en A propósito de Schmidt. Y hay que reconocerle que sus aproximaciones a temas cotidianos son amables, entretenidas y realistas. Pero también que sus logros enmascaran una falta de fuerza y de ritmo, que rebajan bastante unas pretensiones que se antojan elevadas en la concepción de sus películas. Nebraska quiere ser una historia trascendente y casi siempre da la impresión de estar lejos de lograrlo. Nunca es molesta, no parece mal construida o mal llevada en ninguna escena, es una cinta agradable incluso en su retrato de la amargura, pero es menos de lo que quiere ser y, sobre todo, de lo que aparenta ser. Porque la piel de película independiente de trasfondo importante se le ha pegado a Payne desde hace muchos años, curiosamente desde la misma industria de la que él marca distancias con su cine, pero cabría preguntarse si realmente es tan trascendente como ansía ser.
Al final, las películas de Payne quedan fundamentalmente en manos de sus actores, y hay que reconocerle un buen ojo espléndido en este terreno, porque sus elecciones no suelen partir (George Clooney aparte) de la primera fila del estrellato hollywoodiense. En este caso, Bruce Dern es su protagonista y está brillante. Da vida a Woody Grant, un anciano que se ha empeñado en un propósito que le saque de su rutina, ir a Nebraska a reclamar un premio de un millón de dólares. Él ve como real lo que todo el mundo a su alrededor, desde su mujer hasta sus hijos, saben que es un engaño para que se suscriba a alguna revista. Pero aún así, su hijo menor, David (Will Forte), le acompañará en ese loco viaje que, finalmente, se convertirá en un exorcismo del pasado no sólo para Woody sino para toda su familia. Dern aporta humor, ternura, amargura y un amplio espectro de emociones. Y todos los que aparecen junto a él en pantalla se amoldan a su supremacía, incuestionable durante las dos horas que dura el filme.
El problema que algunos espectadores pueden tener con Nebraska, el que tiene el que esto suscribe, es que es fácil no encontrar la sustancia de lo que cuenta Payne. Es algo extensible a casi todas sus películas, que siempre dejan momentos impagables, escenas divertidas y grandes momentos dramáticos, pero que en conjunto saben a poco y adolecen de un objetivo claro. No creo que haya una respuesta sencilla para la pregunta de qué cuenta realmente Nebraska. Sin duda, quienes conecten con la historia podrán ofrecer una contestación y lo más probable es que esté realmente bien argumentada. Pero como el cine es una cuestión de sensibilidades y de la forma en que cada película llega al corazón de cada espectador, no todo el mundo llegará al mismo tiempo. Y desde este punto de vista, Nebraska entretiene pero no perdura, incluso disfrutando del enorme trabajo de Bruce Dern.
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