Hay pocos directores como Roman Polanski capaces de atrapar al espectador durante lo que dure una película, sea esta de 70 o de 140 minutos, sin dejarles escapar ni un solo segundo. En tantas películas ha generado esa sensación, que no tendría que sorprender a estas alturas, pero lo sigue haciendo precisamente porque no se puede escapar de su genialidad, inalterable a sus 80 años de edad. La Venus de las pieles es otra muestra más de lo que es capaz de hacer. La película es un travieso juego de seducción erótica, un perverso descenso a las profundidades del alma y un juguetón ejercicio de metatextualidad, no sólo por lo que cuenta sino por lo que representa dentro de la filmografía del propio Polanski. Y tanta genialidad la cristaliza con sólo dos actores, Mathieu Amalric dando vida a un autor teatral y Emmanuelle Seigner como una mujer que llega tarde a una audición para su próxima obra, una adaptación, precisamente, de La venus de las pieles, obra de Leopold von Sacher-Masoch, cuyo nombre sirvió para denominar el masoquismo.
Con Polanski uno sabe cómo entra a una sala pero no cómo sale. Es imposible predecir en qué recovecos del alma humana va a encontrar resortes que hagan pensar en su película, incluso durante mucho tiempo después de haber sido vista. Con qué personaje se va a sentir uno identificado en algún momento de la película o cuál le puede generar incluso repulsión. En qué aspecto va a encontrar la fascinación que siempre yace oculta en el cine de su autor. En el juego de cuál de los personajes está dispuesto a entrar y en cuál no. La venus de las pieles no es una excepción en su filmografía, sino una evolución natural de muchos factores. Su aspecto teatral, tanto de procedencia como de escenario, y su reducido reparto de dos actores invitan a pensar en ella como consecuencia de la brillantez de Un dios salvaje, pero en sus intensísimos 96 minutos se pueden reconocer rasgos de otras muchas películas suyas de años atrás, desde El quimérico inquilino, Repulsión, Lunas de hiel o La muerte y la doncella.
Entre los méritos de Polanski siempre ha estado una impecable dirección de actores, algo que si normalmente es esencial para triunfar en La venus de las pieles es directamente imprescindible. Y el acierto es de tal calibre que no queda más que levantarse y aplaudir ante la cantidad de registros que sacan Seigner y Amalric de sus personajes, ante la prodigiosa evolución que van marcando en la pantalla y ante las portentosas metaformosis que van experimentado según lo marca un guión extraordinario, que mezcla con enorme naturalidad lo real y lo ficticio, incluso jugando también con el espectador, que acaba la película sin saber en el fondo qué es lo que ha pasado ante sus ojos, porque Polanski disfruta con la ambigüedad, pero con muchas interpretaciones posibles. En ese final está lo único discutible de la película. Polanski roza límites y no es fácil decir si los ha sobrepasado y ha perdido el control de su experimento o si realmente era la desembocadura natural de lo que ha venido mostrando en los 90 minutos anteriores. Eso dependerá de cada espectador, pero lo que es innegable es que deja pensando. Y eso es siempre elogiable.
A veces de la sensación de que a Polanski, por su polémica figura y su pasado oscuro, no se le valoran sus obras maestras como a otros. Pues aquí deja otra para quien quiera verla. Con La Venus de las pieles estremece a muchos niveles, desde los más primarios a los más complejos. ¿Y de qué va la película? Va sobre una audición. Un director busca a actriz que tenga las cualidades de su personaje y las encuentra en la mujer que menos aparentaba tenerlas, que arranca desde las líneas escritas por el autor un juego de seducción sexual del que parece imposible escapar, con diálogos llenos de dobles y triples sentidos. Polanski, coautor del guión junto a David Ives, guionista precisamente de la obra de teatro que recoge el texto de Sacher-Masoch y en la que está basado el filme, da rienda suelta a miedos y obsesiones que van inundando la pantalla con precisión y en un marco sensacional, en el que el realizador se mueve como pez en el agua, dominando todo lo que hay que dominar en una película, desde una música formidable (Alexandre Desplat vuelve a salirse) hasta una puesta en escena magistral.
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