Es bonito que un director tenga una película que todo el mundo recuerda, pero eso también obliga a prescindir de aquella para evaluar sus nuevos trabajos. Giuseppe Tornatore siempre estará ligado a Cinema Paradiso, pero elimina justicia y objetividad recordarla cada vez que su autor estrena un nuevo filme. Llega ahora La mejor oferta, película rodada en inglés y con un reparto más accesible para el público en general, y la única comparación que se puede hacer es que no es tan redonda. Injusta comparación, porque es hermosa. Es indudablemente hermosa en su misterio, en la belleza que muestra a muchos niveles, en su retrato del amor y en el del arte, como también en su composición cinematográfica y narrativa. Es, aunque esconde muchos más sentimientos, una película hermosa sobre el amor, el arte y el dinero (tema este último menor en minutos, pero no en importancia), y lo es también por el magnífico trabajo de sus actores principales, que esconde las exageraciones que esconde el relato y que no corresponde desvelar.
Como casi siempre a lo largo de su filmografía, Tornatore escribe y dirige la película. No es, confesado por el propio autor, un filme que contenga retazos de su propia biografía y sí elementos de dos historias diferentes que empezó a imaginar hace muchos años. Mezcla por un lado la historia de Virgil Oldman (Geoffrey Rush), un experto en arte y subastas de prestigio mundial con una vida solitaria y dedicada por entero a su trabajo, y por otro la de Claire Ibbetson (Sylvia Hoeks), una joven heredera que sufre de agorafobia y por ello vive recluida en una villa desde que era una niña. Ella contacta con él para que catalogue y venda las antigüedades que hay en su interior, y comienza así una extraña relación personal y profesional, que gracias a los consejos de Robert (Jim Sturgess, El atlas de las nubes), un joven colaborador y amigo, va evolucionando y transformándose con una delicadeza sensacional, que se eleva por encima de algunas inconsistencias en la historia.
Tornatore elabora una delicada historia de amor sin mostrar durante buena parte del metraje a una de las partes. Eso, se mire por donde se mire, tiene mérito, porque juega con la imaginación del espectador. Que Geoffrey Rush (El discurso del Rey) es un gran actor es algo ya establecido. Soberbio su retrato de Virgil, un hombre con minuciosas manías y supersticiones, incapaz de entablar relación con una mujer (salvo con las que aparecen en los cuadros con los que se deleita) pero con un lado oscuro (la forma en que los consigue, con la ayuda de Billy; siempre es una delicia ver a Donald Sutherland). Pero la hermosura nace precisamente de lo que no se ve, sólo de lo que se escucha, de la voz de Claire. El magnífico trabajo vocal de Sylvia Hoeks es un recordatorio más de por qué las películas se disfrutan mucho más en versión original. El ansia por conocer el rostro detrás de esa voz va cobrando fuerza para Virgil pero también para el espectador. El amor y el misterio crecen al mismo tiempo, y de forma paralela a la magnífica composición de planos de Tornatore.
No obstante, la película se transforma más de una vez. No es sólo una historia de amor, sino que encierra mucho más, y en esas transformaciones hay altibajos de ritmo que afectan a los 124 minutos que dura la película. Y es más que debatible el engranaje que va montando Tornatore a lo largo de la película (con la presencia incluso de un autómata que, aunque sea de forma inconsciente, recuerda al que colocó Martin Scorsese en La invención de Hugo) y que transforma por completo el mensaje de la película. No es fácil comentar ese giro en las intenciones sin desvelar demasiado sobre la película, pero sí se puede dejar claro que, cuando la narración en el papel pierde talento, Tornatore lo compensa con un formidable uso de la cámara y de todo cuanto asoma por la pantalla, desde la delicada fotografía hasta la sutil melodía de Ennio Morricone. No, no es una película redonda, pero sí una muy hermosa y reivindicable con enormes dosis de genialidad en su interior.
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